Mié 05.06.2002

EL MUNDO • SUBNOTA  › OPINION

Lo que falta, lo que sobra

› Por Claudio Uriarte

De momento, todo lo que puede esperarse de las audiencias en el Congreso norteamericano sobre las fallas de inteligencia antes de los atentados del 11 de septiembre es poner de relieve la falta de una Central Nacional de Inteligencia que coordine y centralice las múltiples informaciones recabadas por múltiples agencias. Establecer un organismo así no será fácil, como lo atestiguan las feroces guerras y rivalidades interagencias que impidieron que las pistas de los atentados fueran reconstruidas en un todo coherente. En otras palabras: hay demasiadas agencias de inteligencia en Estados Unidos trabajando sobre los mismos temas, pero evitando compartir lo que averiguan. Las guerras entre la CIA y el FBI son legendarias, y remontan a los tiempos de J. Edgar Hoover, quien firmó una directiva célebre estableciendo que toda relación entre las dos agencias sólo podía ser emprendida por él mismo. En el caso de los atentados del 11, las culpas parecen repartidas más o menos equitativamente entre ambas agencias, aunque Robert Mueller, director del FBI, todavía tiene la excusa de que era nuevo en su trabajo cuando todo ocurrió, mientras George Tenet es un burócrata de carrera cuya desconducción de la CIA provenía de tiempos de la administración Clinton. Por lo menos desde 1998, Tenet está en una especie de gira intermitente para no lograr ningún resultado en Oriente Medio; tal vez lo más conveniente para él sería abandonar su residencia en Langley indefinidamente y establecerse en algún lugar de Cisjordania. Porque, si alguna cabeza tiene que volar, parece razonable presumir que debe ser la suya.
En cuanto a la lluvia radiactiva que los fallos de las agencias puede provocar sobre la administración Bush, y más específicamente sobre sus intentos de que el Partido Republicano reconquiste el Senado y aumente sus representantes en las elecciones legislativas de noviembre, el presidente parece estar razonablemente protegido. Su posición peligraría únicamente si pudiera probarse que Bush recibió sin hacer nada la información precisa sobre el lugar y la fecha de los atentados, pero esa información, por lo que se sabe, nunca existió, ya que para eso hubiera sido necesario un análisis estratégico de las distintas versiones que andaban dando vueltas. Lo que es más: en agosto del 2001, el Departamento de Justicia estaba obsesionado por evitar toda posible acusación de racial profiling en su trato a los sospechosos; los demócratas que hoy protestan hubieran sido los primeros en poner el grito en el cielo si el FBI emprendía entonces una especie de cacería del árabe. El escándalo es más político que de seguridad.

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