EL MUNDO • SUBNOTA
Un pedido de captura internacional lanzado por el juez español Baltasar Garzón determinó que en 1998 Pinochet fuera detenido en Londres. El gobierno británico lo dejó partir finalmente. Pero a partir de allí comenzaron a abrirse causas en Chile.
› Por Marcelo Justo
Desde Londres
Londres fue el comienzo del fin, el primer agujero de la invulnerable armadura. El 16 de octubre de 1998 la policía británica lo detuvo a pedido de la Interpol que, por orden del juez Baltazar Garzón, lo requería ante la justicia española por crímenes de lesa humanidad. El todopoderoso que había gobernado con mano de hierro durante 17 años y que seguía teniendo el aura de árbitro de la vida política chilena, el patriarca que controlaba “hasta el movimiento de las hojas de los árboles”, estaba bajo arresto. Un año y cinco meses más tarde Pinochet creyó que había burlado el destino cuando la cobardía del gobierno británico lo dejó partir con destino a Chile amparándose en un dudoso dictamen médico sobre su incapacidad mental para enfrentar un juicio. El dictador no sabía que estaba cavándose su propia tumba política: en los ocho años siguientes la justicia chilena extendería su desprestigio e ignominia de la violación de los derechos humanos al de vulgar ladronzuelo del erario.
En Londres se discutió hasta el hartazgo si correspondía iniciarle el trámite de extradición que solicitaba España dado su cargo de ex jefe de Estado. El caso pasó tres veces por la Cámara de los Lores, la máxima instancia judicial del Reino Unido. ¿No protegía acaso la legislación internacional desde el siglo XVIII a los ex jefes de Estado y a los representantes diplomáticos de otras naciones? El primer dictamen de la Cámara de los Lores sorprendió al mundo. Con todo el ritual del caso, con sus togas y sus anacrónicas ceremonias, en un fallo ajustado, los lores decidieron tres a dos que su carácter de ex presidente no lo podía proteger de la legislación internacional que, en materia de derechos humanos, había dado grandes pasos desde la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto. Este cronista todavía recuerda el suspiro de incredulidad que recorrió la galería reservada para el público cuando se supo el dictamen del último lord, el que desempataba, Lord Leonard Hoffmann. La noticia recorrió el mundo: Pinochet podía ser extraditado a España. El invulnerable ya no lo era.
Después vinieron las vueltas de la justicia. La defensa de Pinochet descubrió que Lord Hoffmann tenía vínculos con Amnistía Internacional, que actuaba como copatrocinadora del caso. Un nuevo dictamen de la Cámara de los Lores declaró por cinco a cero que el primer fallo era inválido: Lord Hoffmann no podía ser juez y parte. La ironía fue obvia: el que nunca había respetado el derecho a la justicia de nadie, se beneficiaba con una impecable aplicación de la ley. Un nuevo panel de siete jueces lores examinó el caso. En marzo de 1999 los jueces fallaron 6 a 1 en contra de Pinochet, pero esta vez los cargos se reducían: sólo se podía extraditarlo a España si se probaba su responsabilidad en los casos de violación de derechos humanos ocurridos después de 1988, año en que Gran Bretaña incorporó a su legislación la convención internacional contra la tortura.
El caso entró en la ruta de la justicia ordinaria británica que debía decidir si se extraditaba a Pinochet por unos ocho casos de tortura. El fallo del juez de primera instancia, un hombre de extracción conservadora, fue ejemplar: quizás el más duro de toda la saga judicial. El Reino Unido debía extraditar a Pinochet a España. A partir de allí el reloj político, disfrazado de ciencia, comenzó a acelerarse. Adalides de los derechos humanos como Margaret Thatcher y George Bush padre volvieron a la carga reclamando, junto a un importante sector de la prensa del “mundo libre”, que se dejara a Pinochet en libertad. ¿Estaba el ex dictador en condiciones mentales y físicas de afrontar un juicio? Un panel de expertos comenzó a hacerle exámenes físicos y mentales. En marzo de ese año el entonces ministro del interior Jack Straw declaró a la Cámara de diputados que Pinochet no “estaba en condiciones de enfrentar un juicio”. El dictador dejó Gran Bretaña en silla de ruedas. Cuando llegó a Chile se levantó como Lázaro para recibir los saludos de honor. La prensa británica añadió una palabra al vocabulario político: “Pinocheat” (cheat: mentiroso, estafador).
Pero el estafador cayó en su propia trampa. Contrariamente a lo que se predecía, la intervención de la Justicia española e inglesa envalentonó a la chilena, que empezó a sacar al sol todos los trapos sucios del general. No sólo el tema de los derechos humanos –disfrazables bajo el manto del deber a la patria y el peligro comunista– sino sus desfalcos financieros. En España podría haber ganado el papel de víctima y mártir. En Chile perdió todo respeto y, con la excepción de unos pocos incondicionales, sus mismos partidarios de antaño prefieren evitar hasta su sombra.
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