EL MUNDO • SUBNOTA › OPINION
› Por Dario Pignotti
Desde Brasilia
Joseph Ratzinger conoce en detalle la curia brasileña. Hoy, al desembarcar en el aeropuerto de Guarulhos, San Pablo, iniciará su tercer periplo por el país con mayor población católica del mundo. Durante más de veinte años, el entonces Prefecto de la Fe Ratzinger esmeriló esmeradamente los contornos de una iglesia que no se curvaba ante los mandamientos de su Congregación.
Su primer viaje a Brasil ocurrió en 1985, poco después de haber condenado a Leonardo Boff a un “obsequioso silencio” por su “herético” libro Religión: carisma y poder, reeditado hace dos años.
Un año antes, en 1984, Ratzinger, como prefecto de la Congregación de la Fe, decidió sentar en el banco de los reos de conciencia al teólogo Boff, que llegó a Roma acompañado por los cardenales Paulo Evaristo Arns e Ivo Lorscheiter.
Arns fue arzobispo de San Pablo, cuando esa arquidiócesis daba amparo a centenas de refugiados políticos sudamericanos, muchos de ellos llegados clandestinamente. Lorscheiter presidió la CNBB en los años más represivos de la dictadura brasileña, a la que exigió respeto a los presos políticos y la restitución de las garantías democráticas.
Acallar a Boff había sido más que la sanción a un teólogo. Fue el primer movimiento del cardenal bávaro contra la inconveniente presencia de la Teología de la Liberación en la Conferencia Nacional de Obispos de Brasil (CNBB), donde existía un relativo equilibrio de fuerzas entre progresistas y conservadores.
El 22 de julio de 1990, Ratzinger desembarcó en Río de Janeiro, una arquidiócesis que le era más simpática, allí contaba con algunos hombres de confianza, en su cruzada contra las desviaciones tercermundistas, que iban desde las Comunidades Eclesiales de Base hasta la jerarquía de algunas diócesis.
La arquidiósesis de San Pablo quedó descuartizada en seis regiones, a fin de arrinconar al arzobispo Paulo Arns y abortar la proyección de algún obispo rojo como su sucesor.
Durante su paso por Río, dictó un seminario sobre los desafíos de la iglesia ante el fin del milenio al que asistieron 96 obispos, ninguno de ellos progresista: los referentes de esa corriente habían agendado otros compromisos.
Ese fue el caso del cardenal Arns, quien se embarcó hacia los Estados Unidos cuando Ratzinger aterrizaba en el aeropuerto del Galeao.
Este miércoles por la tarde, Ratzinger, en su condición de Benedicto XVI, violará una tradición no escrita: nunca antes un papa había escogido a Brasil como primer destino latinoamericano. Colombia y México habían sido los países elegidos por Paulo VI y Juan Pablo II.
Lo aguarda una jerarquía católica mucho más amable que la de hace veintidós años. Pasaron por la aprobación de Ratzinger algunos de los principales arzobispos brasileños, como Odilio Pedro Sherer, titular de San Pablo, alguien que sin ser un cruzado se adecua más a Roma que el irreductible Arns.
Antes de aterrizar en Sudamérica, el ex arzobispo de Munich, apodado por muchos como “el panzer”, ordenó al jefe de su infantería, Tarcisio Bertone, secretario del Estado vaticano, que avisara a los sobrevivientes de la Teología de la Liberación brasileños que sólo los admitiría si antes firmaban una rendición incondicional.
Otro tanto hizo con el teólogo catalán radicado en El Salvador Jon Sobrino y el arzobispo paraguayo, Fernando Lugo, sobre quien pende una amenaza de excomunión, por desafiar a las mafias paraguayas y aspirar a la presidencia de ese país.
Con todo, el líder de la Iglesia Católica aún no halló la cuadratura del círculo brasileño, donde le esperan nuevas y tal vez peores batallas.
Ahora que los tercermundistas están en repliegue, el Papa deberá vérselas con las iglesias pentecostales y el rentable negocio de vender el cielo a cambio de un diezmo. En una década y media los pastores electrónicos han corroído la bases católicas, especialmente en los centros urbanos.
Junto con eso, su propia grey parece haberse revelado contra la infalibilidad papal. El 97 por ciento de los jóvenes católicos aprueba el uso de condones y el 79 por ciento no espera hasta la noche de bodas para tener su primer relación sexual.
Y es que los brasileños son, según diversas encuestas, sumamente religiosos, y mayoritariamente católicos: pero no apostólicos y romanos. Aquí el catolicismo se mestiza con los cultos africanos, las arenas de Ipanema y el funk que baja de las favelas. Si el celibato, tan caro a Ratzinger, es improbable para un cura de Bonn o Munich, es directamente una proeza para cualquier párroco de Bahía o Río de Janeiro.
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