EL MUNDO • SUBNOTA › OPINION
› Por Maruja Torres *
Cinco muertos, cuatro muertos, dos muertos... Hasta ahora mismo las cifras cambian, baja el número de fallecidos, de heridos. Se busca a un desaparecido. Trágicamente, la cantidad resulta irrelevante, aunque la masacre constituye un condenable disparate desde el punto de vista humano.
Pero es irrelevante por la sencilla razón de que Líbano ha sido golpeado esta vez en el corazón de la única de sus instituciones que aún mantiene el respeto del pueblo: el ejército. Y porque ello ocurre en el peor momento de la historia reciente de este país, tan hábil en acumular peores momentos, tanto por el mal hacer de sus políticos como por las injerencias extranjeras.
El general François el Hajj, de 54 años –su chofer también murió; hay varios heridos, quizá no tantos como se temía al principio– reunía en su figura una triple corona que lo convertía en la víctima ideal de quienes colocaron el BMW con 35 kilogramos de explosivos que se llevó por delante otra parte del futuro de este país. Fue Hajj, como jefe de operaciones, quien realizó el histórico despliegue del ejército libanés al sur del río Litani, tras la guerra de Hezbolá con Israel, en julio de 2006; algo que ocurría por primera vez, que los militares tuvieran, al menos oficialmente, el control de todo el país. Segunda diadema: fue el artífice de la victoria contra los terroristas del campo palestino de Nahar el Bared, hace unos meses. Por último, se daba por seguro que sucedería como comandante en jefe del ejército a Michel Suleiman, candidato supuestamente consensuado por el Bloque 14 de Marzo, en el gobierno, y la oposición de Hezbolá y del partido cristiano de Michel Aoun, tras largas semanas de interminables e inútiles reuniones espoleadas por la diplomacia occidental para la presidencia del país.
Quienquiera que se encuentre detrás del atentado –y las acusaciones y los rumores y las hipótesis son inagotables: de Siria a Israel, pasando por asuntos internos del propio ejército y facciones del ala dura maronita–, ha cortado el cuello a esa palabra que aquí se pronuncia tanto y vale tan poco: consenso. El hecho de que la explosión se haya producido en Hadath –cerca de la municipalidad–, en la región de Baabda, sede de embajadas y del hoy vacío palacio presidencial, indica hasta qué punto este atentado ha sido planeado para desestabilizar este país en el que cada facción tiene sus armas y sus respaldos internacionales. Suleiman declaró ayer que su misión y la de sus hombres, cuando lo elijan presidente, será dirigir “la resurrección” del Líbano. Ni siquiera ha podido evitar que sea eliminado su elegido in péctore para sucederle en el cargo.
Han sido tocadas en la línea de flotación las ya pocas expectativas de diálogo y de acuerdo entre los líderes políticos para que elijan de una vez un presidente de confesión maronita –tal como indica la Constitución, de la que los políticos se acuerdan cuando les conviene– contra el que nadie tenga especiales agravios, figura que Suleiman parecía encarnar hasta que, el pasado martes, fecha designada –por octava ocasión– para proceder a la elección, ésta fue aplazada al próximo día 17. En las horas que precedieron al atentado de ayer las posturas de las partes enfrentadas se han ido endureciendo. Entre imágenes de horror y de sangre, a las que el pueblo libanés está ya tan habituado, hay quienes todavía se aferran a un par de esperanzas. Una, que lo ocurrido vuelva sensatos a quienes manejan este país, y los obligue a proclamar presidente a Suleiman con carácter de urgencia. Otra, que quienes han asesinado a François el Hajj sean los terroristas que escaparon de Nahar el Bared. Qué alivio, que la culpa fuera, una vez más, de los otros. Entretanto, las calles vacías, el miedo en el cuerpo. Y esperar.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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