EL PAíS › BALANCES Y PERSPECTIVAS DESPUéS DEL CONFLICTO POR LAS RETENCIONES
Tres reflexiones analizan la disputa rural, las posibles salidas políticas para el Gobierno y el discurso construido por los medios.
Opinión
Por Alicia Dujovne Ortiz *
Desde París
Hace dos o tres meses, un amigo uruguayo me alcanzó un manifiesto escrito en francés, llamativa y conmovedoramente titulado Utopía, que un grupo de socialistas y ecologistas “transversales” franceses acababa de dar a luz. Como en este momento, en el PS de este país se arrancan las mechas preparando congresos asesinos, le pregunté qué pensaba de la posible ascensión de tal personajito socialista frente a tal otro y ligado con el de más allá, que era, hasta hace poco, su enemigo jurado. “Ah, no –me contestó–, nosotros no presentamos candidatos, sino ideas.” Recordé sus palabras al contemplar, de lejos, el sainete argentino, quizá más emotivo que el francés, pero al que éste no tiene gran cosa que envidiar si bien se mira.
Al sainete criollo por su costado agrario se ha dado en catalogarlo como “nueva derecha”, aludiendo a una derecha químicamente impura, vale decir, capaz de englobar elementos contradictorios, digamos de izquierda, y de integrarlos dentro de un discurso vistoso donde todo vale. Un De Angeli apoyado por partidarios de Lev Davidovich; un Buzzi que –hará de esto tres años– se oponía a la pauperización de la tierra y de sus trabajadores derivada del cultivo de la soja transgénica y que ahora está con la Rural pero alaba a Evo Morales; y, por el otro lado, un gobierno popular con un Zar y una Zarina psíquicamente recluidos en su Palacio de Invierno, ¿no parecen cosa e’mandinga, para seguir con la prosa campera que, unida a la futbolística –raros han sido los comentarios del conflicto que no introdujeran términos tales como “embarrar la cancha” o “correr el arco”– campea entre nosotros desde tres meses atrás?
Visto desde otras playas, con todo, el asombro es menor. Todo liderzuelo más o menos carismático que acierta con el tono y el lenguaje, campechano y visceral, necesario para encauzar el malhumor de “la gente”, presentándose como un patriota con rasgos revolucionarios hasta socializantes representa, sea donde fuere, esa derecha de escasa novedad. Sin retroceder demasiado en el tiempo, porque queda antipático sacar a relucir a Hitler y a Mussolini cada vez que llueve, Le Pen agigantó su partido gracias al aporte de los comunistas desencantados (a quienes ha venido a sumársele, poco ha, un popular humorista antisemita “de izquierda” llamado Dieudonné). También es cierto que un Le Pen de extrema derecha puede pincharse con la misma velocidad con que se había inflado si un Sarkozy de “derecha desacomplejada” le succiona votos utilizando su misma técnica, que consiste en “decir en voz alta lo que todos piensan”, léase en manifestar su xenofobia sin complejos, y en juntarse con muchachos de izquierda para que ya no se entienda quién es quién. Al votar en contra de su propio partido y a favor de Sarkozy en un reciente congreso donde su voto sirvió de desempate, el viejo mitterrandista Jack Lang ha asumido un papel cobiano, mostrando una imagen política cuya característica fundamental consiste en ser ideológicamente ilegible y humanamente cristalina: ¿en el fondo qué congreso argentino, francés o camerunés no es un mero recuento de votos o porotos, éstos para vos y éstos para mí?
Es tal como me lo escribió hace días el dirigente cartonero Ernesto Paret, y que los hay los hay, los pobres siguen sirviendo de porotos para el recuento. Perón lo dijo más grueso, “la gilada”, y Paret, más fino: “a los pobres nos instrumentan”. De ahí lo bienvenido de estos seres extraños, los de Utopía, a los que se podría denominar de “novísima izquierda”, porque hubo otra, en los ’60, que se puso “nueva” al irse del PC. No es la sola diferencia. Esta novísima que digo ha comprendido que el verdadero y único y urgente y espeluznante problema de la Argentina y del mundo es el hambre. El que existe y el que se viene. Alguien últimamente lo ha llamado “tsunami silencioso”. Por eso la novísima se arremanga a pensar. Aunque haya grupos similares en todas partes, se trata de una tendencia que en total reunirá a tres gatos locos, de acuerdo, pero por algo se empieza. Entre sus pares argentinos me importa mencionar el GRR, que no es un gruñido de rabia ante lo que sucede, aunque estaría justificado, sino un Grupo de Reflexión Rural, que propone proyectos chicos y factibles, alejados del porotaje político y, por ende, poco visibles.
En la tapa de manifiesto de Utopía puede leerse: “¿Pero entonces –dijo Alicia (la de las maravillas, obvio)–, si el mundo no tiene ningún sentido, quién nos impide inventar uno?”. El texto, colectivo, está puesto bajo la advocación de André Gorz, el pensador y colaborador de Sartre que se suicidó el año pasado, a los ochenta y pico de años, junto a su esposa Dorine, porque ninguno de los dos quería sobrevivir al otro. Su testamento político, que va de prólogo, se intitula con gran sencillez: “La salida del capitalismo ya ha comenzado”.
Buena noticia pero ¿por qué? Porque “la economía real se ha convertido en un apéndice de las burbujas financieras”. Frente a lo que él y varios otros definen como un “abismo” al borde del que caminamos (otra imagen, frecuentemente utilizada, es la de que el sistema “se estrella contra la pared”), “no hay ninguna ‘mejoría’ que esperar –escribe Gorz justo antes de su muerte–, si se la juzga según los criterios habituales: no habrá más `desarrollo’ en forma de más empleos, más salarios, más seguridad; no habrá más ‘crecimiento’ cuyos frutos puedan ser socialmente redistribuidos y utilizados por un programa de transformaciones sociales, desde adentro del sistema, que trasciendan los límites y la lógica del capitalismo. Las promesas y programas de regreso al empleo a tiempo completo son espejismos que tienen como única función mantener el imaginario salarial y mercantil, vale decir, la idea de que el trabajo debe necesariamente ser vendido a un empleador y los bienes de subsistencia comprados con la plata ganada”. Hoy el imperativo de supervivencia lleva un nombre: decrecimiento. De acuerdo con lo cual, los “utopianos” adeptos al alterdesarrollo manifiestan: “Las tres primeras alienaciones de nuestras sociedades desarrolladas son el dogma del crecimiento, el del consumo y el de la centralidad del valor-trabajo”.
El manifiesto, que se publicará, espero, en castellano, es un vivero de ideas frescas. De entre todas ellas he entresacado dos que me inspiran particular cariño: la autoproducción (prácticas alternativas en ruptura con el capitalismo, que para Gorz vienen especialmente del “Sur del planeta”, sobre todo de las favelas brasileñas) y el subsidio universal. No entro en detalles (ellos sí lo hacen, y cómo), pero destaco el hecho de que la instauración de este subsidio como un derecho para todos, desde el nacimiento hasta la muerte, implica nada menos que cuestionar los principios mismos del capitalismo y choca, por supuesto, con un “bloqueo cultural e intelectual”. Y no precisamente de la derecha, nueva o vieja, o no sólo de ella: uno de los paladines del decrecimiento, Serge Latouche, propone “descolonizar a la izquierda del imaginario progresista”. Ardua tarea.
Es por eso que al leer en este diario una nota de Mario Wainfeld sobre las nuevas medidas proyectadas en la Argentina tras el fracaso de la retenciones, salté literalmente hasta el techo. Nada mejor que citarlo para dejarlo claro: “La CTA volverá a presentar una de sus más estimables banderas, la universalización de la asignación familiar por hijo. Se trata de un mecanismo de redistribución de la riqueza, que acortaría la brecha entre trabajadores formales (que agregan a sus sueldos esas asignaciones) versus los informales o desocupados. Una forma de ir reparando uno de los datos más chocantes de la nueva configuración de la clase trabajadora. El oficialismo (incluidos los dos presidentes y la ministra de Desarrollo Social) han sido remisos a la herramienta, por juzgarla contraproducente para la cultura del trabajo y, eventualmente, superflua ante la baja del desempleo. El transcurso del tiempo ha matizado su juicio, pues se corroboró que la creación de puestos de trabajo no terminó con las desigualdades al interior de la clase obrera: el primer nivel del Gobierno presta más escucha a la propuesta. El propio Kirchner pidió a economistas cercanos a la CTA un cálculo del costo de esa política social innovadora, que crearía un nuevo derecho ciudadano”.
La asignación por hijo existe en Francia desde después de la guerra. La idea de la CTA es menos esplendorosa que la de Utopía, pero por algo, nuevamente, se empieza, sobre todo si contribuye a llenar estómagos y a descolonizar cabezas. Con respecto a la autoproducción, el año pasado visité una serie de cooperativas de cartoneros que, dentro de la infinita modestia del conjunto, funcionan. Detrás de muchas de ellas hay ONG alemanas o canadienses. ¿Y el Gobierno? “El Ministerio de Desarrollo Social se fía de los punteros políticos, entonces manda heladeras a un barrio de invasión que no tiene electricidad. Las usamos de ropero”, fue la respuesta. Conclusión, los cartoneros se las arreglan solos. No protestan, no se disfrazan de gauchito ni andan agitando retratos. Falta de tiempo, sin duda: ellos se ocupan de sobrevivir. Si algo le pedirían a un Estado que no los ve, ni los oye, no son promesas de trabajo que saben vanas, sin necesidad de que Utopía se los explique, sino un acompañamiento dentro de lo que ellos mismos se han inventado: reconocimiento oficial para que los trabajadores existan y máquinas para moler las botellas de plástico y venderlas bien. Aunque suene tremendo, la frase de Alicia sobre inventar el mundo, a ellos se les aplica como a nadie.
A este gobierno se le está aconsejando con razón que emerja de la crisis por izquierda. Bueno, ahí tiene dos excelentes ideas, “chiquititas pero cumplidoras”, como decían en mi infancia de ciertas píldoras, para poner en práctica: una actividad en marcha que es ecológica porque recicla objetos fabricados con petróleo, y un poquito de plata por cada hijo. No sé si con eso salimos del capitalismo, pero que habrá menos pobreza, seguro, y más seriedad, también. El sainete puede darnos risa mientras no vayamos hasta la puerta a ver cómo los pibes comen basura.
* Periodista y escritora.
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