EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Claudio Katz *
El mayor conflicto político desde el 2001 concluyó con un nítido triunfo de la derecha. El bloque conservador se impuso primero en la calle y con esta presión extraparlamentaria definió el voto en el Senado. El ruralismo ganó porque canalizó un giro de la clase media que comenzó con Blumberg, se reforzó con el triunfo de Macri y ha desembocado en una revuelta conservadora embanderada con la rentabilidad.
La ideología derechista se comprobó en los cacerolazos de teflón que enaltecieron a “la patria” y repudiaron a “los tiranos”, bajo una cobertura televisiva que descubrió cuán legítimo es cortar las rutas cuando hay gringos y tractores.
Pero, a diferencia del pasado, esta crisis no incluyó catástrofes financieras o hiperinflación y la coyuntura económica abre cierto espacio para la reconstitución del Gobierno. Por eso, la derecha incentiva un viraje conservador del oficialismo, aunque en lo inmediato quiere tranquilidad. Las manifestaciones ya cumplieron su función y ahora molestan a los dueños del poder.
El Gobierno se jugó a todo o nada y soportó una cachetada mayúscula. Ha perdido base electoral, popularidad, control parlamentario y dominio sobre varios gobernadores. El retroceso de los Kirchner es atribuido a la obcecación, el capricho y el autismo. Pero su actitud no es tan excepcional, ni es el primer equipo presidencial que busca afianzar su poder luego, en la segunda etapa de su gestión.
Durante la confrontación, el Gobierno osciló entre la concesión económica y la provocación política. Desplegó gestos autoritarios mientras aceptaba todos los pedidos de sus adversarios, con excepción de la emblemática resolución 125. La principal causa del fracaso oficial fue la negativa a incentivar una movilización popular fuera del marco regimentado del justicialismo, la CGT y las organizaciones cooptadas. No forjaron ese sostén durante los primeros cinco años y tampoco lo improvisaron en la crisis, por temor a resucitar la sublevación que sepultó a De la Rúa.
El Gobierno perdió porque jamás se distanció de los banqueros e industriales que exigieron poner fin a la confrontación. Esta alianza impide la proclamada redistribución del ingreso. Si los salarios y las jubilaciones no aumentaron significativamente es por la incompatibilidad de estas mejoras con el capitalismo neodesarrollista que promueve el oficialismo.
El triunfo derechista se consumó por la desconfianza popular hacia los discursos divorciados de la práctica que emite el Gobierno. El olfato popular percibe que las trampas del Indec apuntan contra la movilidad de los salarios y no sólo contra la renta de los títulos indexados. La impronta menemista del tren bala tampoco pasa inadvertida y la conversión de estrechos aliados en repentinos enemigos acentúa esa falta de credibilidad.
El trasfondo del problema es el agotamiento del peronismo como movimiento popular. Esa estructura permite ganar elecciones y manejar el Estado, pero ya no despierta entusiasmo. Lo que actualmente se recrea en Venezuela ha decaído sustancialmente en Argentina.
Algunos consideran que el conflicto confirmó la dura reacción del establishment frente a cualquier amenaza a sus intereses. Pero este choque no convierte al Gobierno en exponente de la causa popular. Este rol debería verificase en su gestión y no en el comportamiento de los opositores. El aumento de la desigualdad y los subsidios a los poderosos demuestra dónde se ubican los Kirchner.
La derecha los rechaza porque son ajenos a la élite conservadora, arbitran entre todas las fracciones capitalistas y limitan los atropellos sociales con una retórica contestataria. Pero esa enemistad política no anula la coincidencia en los intereses sociales que une a ambos sectores. Quienes no reconocen esta asociación atribuyen la derrota oficial a un manejo equivocado de la disputa y no al compromiso con los bancos, la UIA y los pools de siembra.
Durante el conflicto, un sector de la izquierda se alineó con el ruralismo, resaltando el carácter masivo de la revuelta. Pero esta apoyatura social no determinó el perfil progresivo de esa protesta. Como lo demuestran los autonomistas de Bolivia o los estudiantes de Venezuela, una movilización reaccionaria puede atraer multitudes. La historia del gorilismo argentino es un ejemplo familiar de esa posibilidad.
Basta observar la demanda en juego (eliminar un impuesto a la renta agraria), los protagonistas (Sociedad Rural) y los métodos de la protesta (lockout) para despejar cualquier duda sobre el carácter conservador del movimiento ruralista. Es absurdo asimilar su acción con una huelga. Los peones trabajaron mientras sus patrones cortaban rutas, reclamando mayores ganancias y no mejores salarios. Los denominados “pequeños productores” constituyen en realidad un segmento capitalista, que jerarquizó sus intereses comunes con los grandes propietarios y contratistas, al exigir la anulación de las retenciones móviles.
Tampoco la analogía con la sublevación de 2001 es muy feliz. Hace siete años los pequeños depositantes defendieron sus ahorros junto a los desocupados contra los bancos, mientras que ahora la clase media actuó junto a los dueños del agronegocio. Durante cuatro meses el país quedó polarizado y no emergió una tercera alternativa de rechazo del ruralismo conservador y crítica al Gobierno. Un cúmulo de confusiones políticas impidió la gestación de esa opción. Pero nunca es tarde para gestar esa alternativa frente al nuevo escenario que ha dejado el conflicto.
* Economista, profesor de la UBA.
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