EL PAíS › OPINION
› Por Eduardo Aliverti
Hace siete días, esta columna se permitió el facilísimo pronóstico de predecir que, tras la suma de todos los balances que se harían a diestra y siniestra por los 25 años del retorno democrático, faltaría el de los grandes emporios periodísticos (que ya no son eso sino emporios de grandes negocios, simplemente) respecto de sí mismos. Hoy, con el resultado puesto, hay algo más fácil todavía. Es la constatación de que, otra vez, también faltó el arqueo de cómo jugó la sociedad argentina en estas dos décadas y media.
Los balances políticos siempre recaen, con exclusividad, en lo que se identifica como clase política. Con ortodoxia ideológica, cabría decir que el conjunto de funcionarios y legisladores de todo rango y lugar, señalados por el vulgo como “los políticos”, no es una clase en el sentido más puro del término. En todo caso serían una casta burocrática, que administra los intereses de quienes se adueñan de los medios de producción. Y además, si a los alcances de la palabra “política” se les da una acepción convencionalmente más amplia, que involucre a lo que se llamaría la capa dirigente, debe meterse allí a empresarios, sindicalistas, organizaciones profesionales, etc. Pero resulta que no se mete a ninguno de todos esos. En los balances sólo ingresa lo registrable como “los políticos”. Por algo será que quienes conducen el cotidiano de la sociedad, además de ellos (los grandes productores, los formadores de precios, los negociadores salariales, los defensores de sector), no forman parte de los balances. Y por algo será que lo que se denomina “la gente del común” tampoco figura. ¿Por qué será?
Se propone excluir de la indicación a las llamadas “clases populares”, que es el eufemismo para pobres, indigentes, marginados, marginales. La gente que vive con lo justo, o más bien con menos de lo justo o ni siquiera, para simplificar. ¿O acaso es ideológica e intelectualmente honesto pedirle repasos de su compromiso social a quien sólo puede tener como preocupación parar la olla todos los días? ¿Vamos a exigirles responsabilidad a los hijos de la indigencia educativa, a los analfabetos funcionales que garantizan la continuidad del sistema, a un pibe chorro? Claro que no, ¿no? Los balances cabe pedírselos a quienes disponemos de las mínimas condiciones materiales para poder hacerlos. De modo que hablamos, básicamente, de la aún extendida clase media argentina. Y de ahí para arriba. Es de ella de quien hablan los medios cuando hablan de “la gente”. La gente no son los pobres en el argot de la biosfera mediática. La gente no son las villas, ni los cartoneros ni los dados vuelta por el paco ni los que esperan turno seis meses para operarse en un hospital público ni los laburantes en negro ni nada de eso. No, eso no es “la gente”. La gente viene a ser la destinataria de comprarse un cero kilómetro base en un plan de emergencia, la que sufre la inseguridad en la zona norte, la que cambia el celular a cada pelotudez que le agregan, la destinataria de algún plan de aliento turístico, la que putea en los mensajes telefónicos de la radio, la que sufre los retrasos en los vuelos, la que sale a la calle si le tocan el bolsillo en un corralito, la que se queja de los precios de los alquileres en la costa. Según los medios, eso es la gente. Y hasta podría deducirse que, por obra del imaginario que crean los medios, la otra gente también puede llegar a creerse que la gente es solamente esta otra.
No se trata de desembocar en un oscurísimo panorama acerca del papel que le cupo a este tipo de “la gente” en estos 25 años. Además de no ser objetivo, sería profundamente injusto porque, junto con algunas luchas de los sectores populares, fue desde las franjas medias de donde surgieron muchas de las mejores actitudes y gestas del tiempo democrático. El juicio y castigo a los genocidas, como ejemplo inédito en el mundo, es el caso más ostensible. Otro lo constituye la denominada “movilidad cultural”, que no sólo no se detuvo sino que se expandió aun en los momentos más dramáticos de las crisis. El espíritu de protesta; la búsqueda y concreción de medios comunicacionales alternativos; los intentos renovadores en la representatividad sindical; los grandes luchadores solitarios o agrupados en colectivos de solidaridad o esclarecimiento intelectual, fueron y son producto de ese jamón del sandwich que es la clase media. Esa clase que, en la historia moderna de los argentinos, tanto ha servido para alejarnos de donde pertenecemos, América latina, como para ponerles límites a las injusticias... de clase. Bien contradictorio, como corresponde a la dialéctica de las relaciones de poder.
Recordado el punto, estábamos en que no figura en ninguna parte el balance global acerca de “la gente”. Y, tal vez, tampoco lo hay de esa gente respecto de sí, en el decurso político de estos años que acaban de cumplir aniversario redondo. Por si las moscas, para que no parezca un ejercicio de soberbia capaz de sobreimprimirse al análisis concreto, conviene ponerlo en primera del plural. Aun a costa de que cada quien, total o parcialmente, no se sienta involucrado. ¿No entra en los balances que compramos la convertibilidad como antes la tablita cambiaria de la dictadura? ¿No entra el voto licuadora del ’95, cuando ya estaba claro lo que significaba Menem? ¿No entra que nos creímos haber ingresado al Primer Mundo? ¿No entra que votamos a la Alianza porque supusimos que el modelo se arreglaba con gente más presentable? ¿No entra que en lugar de irse todos se quedaron? ¿No entra que seguimos exigiendo mano dura contra la inseguridad, después de que fracasaron todas las manos duras posibles? ¿No entra haber confiado en los Blumberg? ¿No entra haber suscripto que achicar el Estado es agrandar la Nación? ¿No entra que nos preocupamos por el riesgo-país? ¿No entra que no consideramos inseguridad a que pobres e indigentes sumen un tercio de la población? ¿No entra haber confiado en la jubilación privada? ¿No entra que nos indignan los paros docentes porque no tenemos dónde meter los hijos, pero no que el metro cuadrado en Puerto Madero ande por los 6 mil dólares? ¿No entra que quienes cortan las calles sean negros de mierda y los que cortan las rutas productores desesperados? ¿No entra emocionarse viendo al presidente de la Sociedad Rural cantando la marcha peronista? ¿No? ¿No entra en el balance de estos 25 años? ¿Qué tal el “nosotros”, además del “ellos”?
Este tipo de preguntas sobre este tipo de “la gente”, que por supuesto podrían seguir sin que se agote el stock, no pretenden en modo alguno afirmar o sugerir que debe ponerse una lupa especial sobre ella. Sólo intentan asentar qué curioso es que en los balances políticos sólo entren “los políticos”. Como si los políticos no fuesen un producto de la gente, además. Quizá sea por eso. Porque, vamos, ya somos gente grande.
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