Sáb 19.10.2002

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

MEMORIAS

› Por J. M. Pasquini Durán

Rememorar puede ser útil para revisar el sentido de la marcha, para confirmar la propia identidad de valores o, por lo menos, para rendir tributo a episodios y protagonistas que trascienden por sus ejemplaridades. A manera de referencia valga la inminente celebración de los veinticinco años de actividad de las Abuelas de Plaza de Mayo, cuya gesta excede con generosidad los límites específicos para enaltecer la historia cívica de la lucha general a favor de los derechos humanos en nombre de la verdad y la justicia. Los recordatorios, por supuesto, están sujetos a ciertas normas, la mayoría implícitas, que derivan sobre todo de la condición humana. Tal como recuerda García Márquez en el epígrafe inicial de sus memorias: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Ahí está para confirmarlo, palpitante aún, el 17 de Octubre, evocado por los precandidatos del peronismo con mero sentido instrumental, apenas un gesto más de la gesticulación típica de las propagandas electorales.
Esta misma semana, otro aniversario pasó sin pena ni gloria: el lunes 14 cumplió un año el pronunciamiento en las urnas que apenas dos meses después, el 19 y 20 de diciembre, debió mudarse a las calles, en tumulto y al ritmo batiente de las cacerolas, porque el gobierno de Fernando de la Rúa, ensimismado en su extravío, careció de la sensibilidad elemental para leer el contundente mensaje de los votantes. No fue el único, por cierto, que ignoró el estremecimiento popular, ya que la mayoría de los políticos profesionales hasta hoy sigue sin dar respuesta válida a la demanda cívica, a pesar de que no pasa día sin que algún coro popular la repita simplificada en la consigna: “Que se vayan todos”. En los comicios de aquel 14 de octubre también fue renovado en su totalidad el Senado nacional, cuyos nuevos miembros emergieron del método inédito hasta entonces de la votación popular directa. Al flamante cuerpo le sobraron los doce meses pasados para emparejar la mala fama de sus predecesores, por lo que puede deducirse que los partidos tradicionales ya no tienen ninguna capacidad de renovación y que la corrupción estructural, como el orín, pudre todo lo que toca. En cualquier caso, es comprensible que hayan preferido ignorar el aniversario.
Algunas minorías de izquierda tampoco lo reivindicaron, aunque en su percepción aquella sucesión de veredictos populares inauguró una etapa que se empeñan en calificar de prerrevolucionaria, con más entusiasmo que evidencias incuestionables. Es probable que estos núcleos, aconsejados por sus íntimas convicciones, hayan pasado por alto la fecha del cumpleaño, concentrados como están en la expectativa de que ocurra en cualquier momento el hipotético alzamiento popular que terminará, de una vez, con el régimen corrupto de la vieja política. En otros casos, los mismos episodios fueron entendidos como señales equiparables a fenómenos naturales, como la inexorable progresión de huracanes, o a partos históricos que darían a luz la nueva sociedad. En todo caso, no fueron muchos los que entendieron que estas rebeldías por hartazgo necesitan de una perseverancia cotidiana para arraigarlas en la conciencia de las mayorías de modo que el desahogo derive en presión continua y, más que nada, en la construcción de alternativas políticas que proyecten el impulso primario hacia el advenimiento imaginado.
Esas opciones nuevas todavía no perfilan imágenes concretas, por lo que no sorprende que en las encuestas de opinión, igual que un año atrás, el primer lugar de las opciones ciudadanas sea la abstención, el voto anulado o en blanco. Los líderes tradicionales, por su parte, contribuyen a multiplicar la confusión debido a sus implacables riñas internas, en especial dentro del partido de gobierno, expuestas en interminables y exasperantes maniobras de todo tipo, leguleyas o de acción directa, destinadas a satisfacer la ambición de grupos e intereses particulares, aunque todos y cada uno se presenten, según la rutina del marketing electoral, como paladines del bien común. El presidente Eduardo Duhalde, enrolado en la puja de facciones, es el primero en sembrar dudas sobre el cumplimiento del calendario electoral y en alimentar sospechas sobre las tramas ocultas del poder, inclusive el infaltable deseo de continuidad, que se podría hacer más acuciante a medida que las autoridades puedan pensar que la realidad nacional es más manejable ahora que cuando se realizó la convocatoria electoral. De un lado, la inminencia de Lula da Silva en Brasil alivió la relación bilateral del gobierno argentino con el Fondo Monetario Internacional (FMI) que quiere atenuar las tensiones en la zona y, por otra parte, los módicos subsidios a la pobreza no han resuelto nada definitivo ni desmovilizaron la protesta de los desamparados, pero alcanzaron para postergar el estallido generalizado de los hambrientos.
Pueden ganar un poco de tiempo, es cierto, ya que la demanda social carece de representación política unificada, por lo menos al grado de conformar una verdadera alternativa a la hora de la confrontación electoral. Sin embargo, el tiempo no sirve para nada si no se aplica a la realización de un proyecto diferente que modifique el paisaje devastado por más de un cuarto de siglo de capitalismo salvaje. Ese tipo de proyecto, aunque existe en algunos papeles, no es visible hasta el momento en ningún programa creíble de futuros gobiernos. Todo sumado, resulta que un año después de aquel 14 de octubre que anticipó la caída de un gobierno, aunque nadie imaginó que pasarían en sucesión acelerada cinco presidentes en un par de semanas, ya no es un gobierno el que está en aprietos sino el destino mismo de la democracia, tal vez no en sus formas aparentes pero seguro que en la sustancia que la justifica.
Por cierto, ubicada en el extremo austral de las Américas, Argentina no cuenta a su favor con una situación mundial que auspicie el auge de las libertades y los derechos humanos, incluidos los derechos económicos y sociales. Basta repasar las políticas inmigratorias de las democracias occidentales, dictadas por el miedo y los prejuicios, para dimensionar el alcance y profundidad de las discordias latentes y las confrontaciones abiertas en diversos puntos de un mundo que se pretende “globalizado”. Emplazado en América, este país vive bajo la influencia directa de la Casa Blanca, ocupada ahora por un político cerril que descubrió al mundo de la peor manera, a través de un acto terrorista de la magnitud del que ocurrió el 11 de setiembre. Combinado ese descubrimiento forzado con la ideología del presidente George W. Bush, el producto está expresado en ese panfleto de reciente aparición titulado “La Estrategia Nacional de Seguridad de los Estados Unidos de América”.
Comentando el contenido de tal documento, un comentario editorial en The New Yorker (edición del 14 al 21 de octubre) firmado por Nick Paumgarten, puntualiza con acierto: “Es un curioso documento. En aproximadamente 13.000 palabras, tiene suficiente amplitud para acomodar algunos de los motivos ideológicos preferidos. Por ejemplo, como una vía de mejorar la ‘seguridad nacional’, promete presionar a ‘otros países’ a adoptar ‘menores tasas impositivas marginales’ y ‘políticas legales y regulatorias pro-crecimiento’ –nombres doctorales que significan rebajas de impuestos para los ricos y laxitud ambiental–, y exalta las relaciones económicas como más fundamentales que las sociales y políticas”. El comentarista, sin exagerar, con la brutalidad y la precisión de un cirujano, destila la médula de la mentada “estrategia”: “La visión expuesta en el documento de Bush es una visión que solía ser llamada, cuando creíamos que era la ambición de los soviéticos, dominación mundial. Es la visión de un mundo en el cual la política norteamericana consiste en prevenir la emergencia de cualquier poder rival, sea lo que sea que reivindique, de un mundo controlado y custodiado por el poderío militar norteamericano. Esto va mucho más allá de la visión de Norteamérica como policía del mundo. Es la noción de que Norteamérica es tanto el gendarme como el legislador del mundo, y allí es donde la visión de Bush está seriamente, aterradoramente errada [...] Hay un nombre para la clase de régimen en el cual los policías gobiernan respondiendo sólo ante sí mismos. Se llama Estado policial”.
Después de considerar estos argumentos, quizá no tenga demasiada importancia que la memoria popular haya dejado pasar el 14 de octubre, pero es cada vez más relevante recordar compromisos como los de las Abuelas de Plaza de Mayo. Como no se trata de refugiarse en los recuerdos para soslayar los riesgos del presente y sobre todo del futuro, estas conmemoraciones deberían apurar la conciencia de todos acerca de la necesidad de sobreponerse a las diferencias que impidan construir una fuerza consistente y en condiciones de disputar la hegemonía sobre el porvenir. Está en juego mucho más que un resultado electoral.

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