EL PAíS › OPINION
› Por Javier Auyero *
En uno de sus más celebrados ensayos, el sociólogo e historiador Charles Tilly, recientemente fallecido, afirma que la formación del Estado es uno de los ejemplos más importantes de crimen organizado. La construcción del Estado es, según esta visión, un proceso que opera a base de extorsión con la ventaja de la legitimidad. Dado que los gobiernos son los que usualmente simulan, estimulan y/o fabrican las amenazas de guerra externa, y que las actividades represivas de estos mismos gobiernos frecuentemente constituyen la peor amenaza a la subsistencia de sus ciudadanos, en esencia muchos gobiernos funcionan, según Tilly, igual que los extorsionadores. Claro que hay una diferencia, los extorsionadores, en la definición convencional, operan sin la venia del gobierno.
Si definimos a un extorsionador como alguien que crea un peligro y luego nos cobra por librarnos de él, se puede entender la protección que dan los gobiernos como una extorsión. Se produce o se falsifica un peligro y luego se cobra para evitar que esto afecte a los ciudadanos. No hace falta mucha imaginación sociológica para ver que esta manera novedosa de entender a la construcción y funcionamiento de los Estados modernos se puede aplicar a situaciones contemporáneas como la creada alrededor de Irak y la “guerra contra el terrorismo”. Pero también se puede utilizar la idea del Estado como extorsión organizada para analizar casos no ligados a guerras externas, sino a situaciones menos conocidas y menos deslumbrantes. El caso de los actuales de-salojos en la ciudad de Buenos Aires es uno de ellos. Productos de la valorización inmobiliaria, de los cambios en el poder judicial, y de una política que, en sus efectos, aparenta ser coordinada, los desalojos han crecido exponencialmente durante el último año. En los primeros ocho meses de este año que culmina se llevó a cabo un promedio de un procedimiento de desalojo por día.
Veamos lo que sucede habitualmente cuando hay un desalojo en la ciudad. Junto a la policía que lleva a cabo el procedimiento de desalojo, suelen aparecer funcionarios municipales de segundo rango. Los funcionarios judiciales, según un reciente estudio del Centro de Estudios Legales y Sociales, rara vez se toman el trabajo de hacerse presentes. Mientras los desalojados (muchas veces inquilinos engañados por alguien que dice ser propietario del inmueble) sacan sus pocas pertenencias, el funcionario municipal les comunica la existencia de un “subsidio” para gente en “situación de calle” (subsidio al que sólo se puede acceder una vez que se está en la calle y no antes, como aconsejaría el sentido común). Este subsidio, en el mejor de los casos, costea los gastos de habitación por seis meses. Pasado ese período, el Estado asume que la “situación de calle” se resolverá. Frente a la destitución creada por el propio Estado, se ofrece algo de protección paliativa y fe en lo que expertos urbanistas describen como quimera.
Si pensamos en lo que sucede en cada desalojo veremos que el Estado genera un peligro y al mismo tiempo una protección degradada, a cambio de un silencioso consentimiento. Si bien son distintos poderes y distintas dependencias las que operan en los desalojos, el Estado como un todo funciona como una organización de extorsión.
En momentos en que la “corrupción” está en boca de todos (pocas veces un término fue tan inútil política y analíticamente), quizá sería mejor pensar que el Estado funciona como una organización extorsiva aun en ausencia de actividades ilícitas. Como en el caso de las mafias y de los Estados en guerra, sabemos que cuando el Estado funciona de esta manera, el sufrimiento de los ciudadanos más vulnerables termina siendo el ineluctable resultado.
* Profesor de Sociología de la Universidad de Texas-Austin. Autor de Inflamable (Paidós) y La zona gris (Siglo XXI).
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