Dom 20.10.2002

EL PAíS

Tema de “Pablut”

› Por Martín Granovsky

Con Pablo Finguerut hicimos huelga por primera vez en nuestras vidas. Y no fue rata, malpensados, fue huelga. Era el ‘68, estábamos en primer año del colegio, los dos íbamos a la décima, de tarde, y un día, al encontrarnos frente a la escalinata, nos enteramos de que nadie entraría. Había que protestar por el asesinato del estudiante cordobés Santiago Pampillón. Pablo y yo compartíamos, literalmente, un código genético. Nuestros viejos se conocían de la vieja militancia de izquierda y nosotros nos sentíamos portadores de una misión casi biológica. Por estrictas razones de ADN debíamos pelear por el socialismo en la Argentina. Una huelga, entonces, parecía una buena manera de acercarse al objetivo final.
–No entramos –dijo uno.
–No entramos –acordó el otro.
Y huimos. Era obvio que el enemigo ya nos tenía marcados. Anduvimos un buen rato haciendo combinación de subtes, entre el A y el D, el D y el C, el C y el B, y de nuevo al D, hasta que logramos despistar a todos. Incluso a nosotros mismos. Me acuerdo de que Pablo estaba contento. Más contento que otras tarde, cuando al salir del colegio siempre teníamos claro qué hacer. A veces uno iba a estudiar a casa del otro, pero sin exageraciones, porque tragas no éramos. La mayor parte de las tardes nos instalábamos en El Querandí, en Moreno y Perú, junto al resto de la división. Era más tosco que ahora, con unas hermosas mesas de mármol, todo bar, sin nada de restaurante ni boliche de tango para alemanes. Como música de fondo se escuchaban los dados de los empleados de Segba, que le daban al cubilete con ganas y provocaban un estallido de piedra contra piedra en cada golpe. Cristóbal, el mozo, que parecía gallego pero era portugués, tenía claro el menú. Paty solamente cuando estábamos para lujos. Casi siempre café y tres medialunas de grasa.
Nos sentíamos grandes, muy grandes. Hacía un año nomás, en el ‘67, que habían asesinado al Che en Bolivia. La izquierda discutía, en agosto del ‘68, si la entrada de los tanques soviéticos en Praga era una “intervención” (versión Partido Comunista) o una “invasión” para aplastar el “socialismo de rostro humano”. La revolución cubana era un fenómeno todavía nuevo. Ya habían matado a John Kennedy y cerca de fin de año liquidarían a Bob. Sabíamos –éramos demasiado chicos para aprovechar el sexo libre, shet, y no muy libertarios, pero lo sabíamos– que los estudiantes también hacían huelgas en París y Berkeley. Huelgas como la nuestra por Pampillón, aunque quién sabe si tan heroicas como la nuestra.
Pero la gloria, la verdadera gloria, no eran las tardes de El Querandí sino pasarse horas en alguna de las casas escuchando música. En el caso de Pablo, esto era literal: los Beatles, los Rolling, los Gatos. En mi caso, escuchar era una pasión doble: los discos, y además a Pablo. Porque Pablo era un finísimo guitarrista, tan natural para tocar “Lágrima”, de Tárrega, como “Yesterday” o cualquiera de rock nacional. “Tema de Pototo”, por ejemplo, de Almendra: “Para saber cómo es la soledad / tendrás que ver cuando un amigo no está”. O tocar algo de Alma y Vida, al que con otro amigo, Rodolfo, íbamos a ver todos los sábados en el auditorio Kraft de Florida y Viamonte, los tres con unos colgantes medio deformes, pero propios, que espantaban a nuestros viejos e imitaban el símbolo de la paz. Y sobre todo veíamos a Arco Iris en la etapa Dana, esa de “la noche cae fría...”. En la oscuridad del teatro, nos quedábamos embelesados cuando Gustavo Santaolalla arrancaba con sus arreglos de guitarra. El más embelesado era Pablo, porque sabía cómo se podía tocar eso y cuánto le faltaba a él mismo (o cuánto no le faltaba) para tocarlo. Estuvimos en el estreno de “Zamba”, y también en el de “Mañana campestre”. Ibamos tanto que terminamos entrando gratis, y un día hasta le firmaron a Pablo, dedicado, aquel longplay bárbaro de Arco Iris, el rosa. Lo tengo guardado como una reliquia entre los discos viejos, con el de Santana de la tapa en blanco y negro, los de Crosby, Still, Nash & Young y el primero de Jethro Tull. El batero (¿Tito? ¿Fito?) se dibujó a él tocando la batería. Guillermo (Bordarampé, el bajo) puso: “Para Pablo, con Paz”. “Paz” está con mayúscula. Ara (Tokatlián, flauta traversa) escribió: “A un admirador y amante de la buena música (Pablo), que tengas Paz”. Otra vez con mayúscula. Y la dedicatoria de Santaolalla fue directamente grandiosa: “Para Pablo (espero que pronto toquemos juntos). Gustavo”. Era para envidiarlo. No quiero hablar bien de mí, pero la verdad es que, sin embargo, no recuerdo haber sentido una envidia odiosa por Pablo. Debe ser porque era un tipo muy querible, sin vueltas. Un extraordinario compañero. Jugaba muy bien al fútbol –jugador de calidad, como imaginarán– pero no era morfón ni uno de esos caprichosos insoportables que porque eran dueños de la gambeta se creían dueños de la pelota. Una buena persona. Una gran persona.
En 1968 corrimos otro peligro del que nuevamente zafamos. Los de la Fede, la Federación Juvenil Comunista, nos habían invitado a una quinta en el norte del Gran Buenos Aires a escuchar un informe.
–Es el último arnedo –dijo uno.
–Ah –dijimos Pablo y yo.
Nos moríamos por saber qué era un “arnedo”, pero debíamos ser grandes revolucionarios y demostrar que estábamos a la vuelta de todo. Y además el PC era clandestino, y estaba la ley anticomunista contra la que nos habían advertido nuestros viejos, y Onganía parecía haber llegado para quedarse hasta la eternidad. Después, entre choripanes, nos enteraríamos de que un “arnedo” era el informe del camarada Gerónimo Arnedo Alvarez, secretario general del Partido Comunista, al Comité Central, sobre la situación internacional, la situación nacional, el movimiento de masas y las tareas del partido.
–¿Van a Cuba? –escuchamos de golpe en el tren.
Era el guarda.
–Cagamos –dijo Pablo.
Yo pensé que, como el día de la huelga, otra vez nos habían descubierto.
“La Cabrita”, que sí era de la Fede y tenía mucha más experiencia que nosotros, fue la única que salió del paso.
–Sí –dijo ante nuestra admiración, fría y aplomada como una conspiradora veterana. Para nosotros, ya merecía estar en la lista de héroes de los libros soviéticos, como Volodia Dubinin, el guerrillero clandestino de trece años en La calle del hijo menor.
El guarda picó los boletos y se fue. Le preguntamos a la Cabrita si el señor –después de todo, un ferroviario, un proletario– también era comunista y sabía lo nuestro.
–CUBA es Club Universitario de Buenos Aires –respondió–. Y bajamos cerca.
Con el tiempo, cada uno terminó tomando un camino distinto en política. Yo fui más fiel al ADN sin mutarlo: terminé siendo un adolescente comunista, con todo lo que tenía de acción de masas, como le decíamos en esa época al hecho puro y simple de estar con los compañeros del colegio y luchar por lo mismo, y también de confort intelectual: una respuesta para cada pregunta. Pablo, más deslumbrado por el Che, quizá más radicalmente rebelde, se fue yendo más y más hacia la izquierda. Empezó a andar siempre con Marcelito, el hijo del poeta Juan Gelman, que estaba en una promoción menor que la nuestra, creo que en la TAR, Tendencia Antiimperialista Revolucionaria.
Un día me dijeron que haciendo la colimba Pablo quiso envenenar al general Acdel Vilas, y que lo habían descubierto. Me contaron que ya estaba en el Ejército Revolucionario del Pueblo. Esa fue, durante mucho tiempo, la última imagen de Pablo. Hasta que años después nos juntamos con otros dos compañeros de la décima, Alicia Zappi y Carlos Trosman, porque Alicia venía de México y quería vernos. Entonces Carlos, espíritu libre, en esa época hubiéramos dicho medio hippie, que también tocaba la guitarra y cantaba canciones de los Beatles, contó algo increíble:
–Yo lo veía a Pablo –dijo de pronto en medio de las empanadas.
Y siguió:
–Yo vivía en comunidad en una casa. El estaba clandestino y cada tanto venía a visitarme. Andaba como disfrazado. Tenía un auto con doble fondo, para llevar las armas. Era peligroso venir a la casa donde yo estaba, pero se ve que él tenía necesidad de eso. Hablábamos algo, y después tocábamos la guitarra. Ahora me doy cuenta: en medio de la clandestinidad, tocar conmigo era su cable a tierra.
Después del relato de Carlos fui hacia donde están guardados los discos viejos, saqué el de Arco Iris con las dedicatorias y se lo mostré. Alguna vez se lo había pedido en préstamo a Pablo y evidentemente no lo había devuelto. Una vergüenza, ¿no? Y esa fue la última vez que supe algo de Pablo Finguerut, “Pablut”, como le decíamos a veces, para diferenciarlo de otros Pablo de la promoción.
Pablo está desaparecido. Algunos creen que nunca tocó con Santaolalla, pero para mí que no se dan cuenta. Cada vez que escucho las guitarras de “Quiero llegar”, lado uno, tema uno del longplay rosa, sé que una es de él.

* Ex alumno del Colegio Nacional de Buenos Aires, promoción 1973. Subdirector de Página/12.

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