EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
La rutinización de la negociación colectiva es uno de los avances institucionales del último cuarto de siglo menos recordado, cuando no subestimado o negado. La estabilidad, la más larga de nuestra historia, comienza en 1987. El cepo de la convertibilidad y el desmantelamiento de conquistas de los trabajadores minimizaron su eficacia durante el menemismo. La recesión ulterior también redujo su sentido a finales del siglo XX. En el último lustro, la ecuación se redondeó. Muchas más paritarias (más de mil convenios firmados en 2007 y en 2008), anualizadas, aumentos regulares. Se conjugó con el lapso más largo de funcionamiento estable del Consejo del Salario (al que se incorporó, en minoría, a la CTA). Son standards muy altos para la media argentina.
Ese discurrir se hizo hábito durante el kirchnerismo. Año tras año se repitieron un rol playing y un calendario costumbrista. Los dirigentes sindicales rompían el hielo en pleno verano, con reclamos de máxima. Las patronales ponían el grito en el cielo, presagiando calamidades bíblicas (la híper, entre otras) en caso de que prosperaran esos reclamos. Los grandes medios le hacían de portavoz, ignorando (o impostando que ignoraban) algo consabido para cualquiera que tenga calle: en un regateo la primera cifra es un techo autoimpuesto o aún un horizonte utópico. Las primeras paritarias despuntaban en febrero o marzo. Más pronto que tarde, los camioneros cerraban una cifra testigo, tope para la mayoría de sus compañeros de clase. Algunos sindicatos, también favorecidos por la coyuntura, se guardaban para negociar después y matarle el punto a Hugo Moyano: desde los gastronómicos de Luis Barrionuevo, hasta los muchachos del Smata que, en estos años, le pasaron el trapo a sus aborrecidos medio hermanos de la UOM.
Cuando los valores promedio quedaban instalados, se reunía el Consejo del Salario para darle un envión para arriba al mínimo, vital y móvil. Con su proverbial afán de conducir el conflicto, Néstor Kirchner constriñó a esa función al Consejo. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner amagó ampliar sus facultades y sus tiempos de participación, pero los avances fueron con cuentagotas.
Las patronales se avinieron al esquema, aunque refunfuñando que las hacían jugar de visitante. Algo de eso hubo: un Estado activo y un Ministerio de Trabajo proclive a limitar las desigualdades impuestas por la cruel lógica capitalista. Con sesgo pro operario, como debe ser, que para eso se inventó esa repartición.
También hubo varios quid pro quo evidentes entre empresarios y gremialistas de algunos sectores “vos conseguí el aumento, pero ayudame a procurar tal o cual ventaja impositiva o la prórroga de la emergencia económica”. En el ramo del transporte de pasajeros y en la sanidad hay sobrados precedentes.
El conflicto se encarriló pero en, algún sentido, también se fomentó. Por primera vez desde los lejanos tiempos de las trifulcas entre Saúl Ubaldini y el gobierno de Raúl Alfonsín, resultó redituable para los representantes trabajadores tensar la cuerda. La regla valió para Moyano pero también supieron valerse de ella otros. Minorías bien organizadas con alta representatividad en sus lugares de trabajo, incluso a nivel de delegados, desplegaron luchas fuertes: entre las más sonadas, las del Garrahan (díscolos de la CTA), los tercerizados del subte, algunos telefónicos, los petroleros del Sur, muchos otros que resonaron menos en los medios.
Ese panorama de encuadre institucional y de alicientes políticos para el conflicto fue la contracara de las tendencias y designios gubernamentales de los noventa. Por entonces, el desempleo y la feroz iniciativa neoconservadora disciplinaron a niveles asombrosos la fuerza de trabajo. El contexto de crecimiento chino y un oficialismo comprometido con la creación de puestos de trabajo y el crecimiento del consumo masivo fueron las coordenadas que posibilitaron ese escenario.
Contra muchas agorerías bien divulgadas, el saldo fue sistémico para la democracia: alza de la conflictividad sin resentir la estabilidad económica y la gobernabilidad kirchneristas, también notables para los promedios locales. La puja distributiva se excitó y varió la correlación de fuerzas, mejorando algo la condición de los trabajadores dependientes. El poder y la mejora en el bolsillo respectivos se distribuyeron muy desigualmente al interior de la clase trabajadora, que jamás abarcó un abanico tan variado de posiciones como hoy día: desde ramas de la producción con pleno empleo y salarios decentes hasta desocupados o changuistas a los que les cuesta hacer la diaria.
La crisis económica mundial resignifica la situación. Su impacto aún no se conoce pero las corporaciones empresarias buscan sacar partido de ella en la puja sectorial. “El empleo es fundamental, los aumentos no”, expresan con toda crudeza dirigentes patronales. Ayer mismo lo hicieron líderes de la Unión Industrial Argentina ante el ministro de Trabajo Carlos Tomada. El argumento no revela (como mínimo, no revela solamente) preocupación por las fuentes de trabajo, también expresa el anhelo de recuperar espacio en la pugna con sus dependientes.
La cúpula industrial, en el contexto de una conversación de la Ley de Accidentes de Trabajo, mechó un par de sugerencias al respecto. La más charra: cero aumento. La otra, un acuerdo centralizado, sin apertura a la negociación sectorial. Como les dijo Tomada, su postura de máxima, amén de imposible, va en contra del manual anticrisis propagado en todo el mundo. En cuanto al segundo, la coyuntura política doméstica lo hace inviable, más allá de juicios valorativos. No sería eficaz un acuerdo social que no fuera suscripto por las entidades patronales “del campo”. Y tampoco es imaginable un pacto que los incluyera.
Así las cosas, comenzará la ronda consabida, en un entorno muy diferente. Mantener el nivel de actividad (ya no mejorarlo) es el objetivo real del Gobierno, ambicioso a la luz de las circunstancias. Como regulador y actor final del conflicto el oficialismo debe precaverse de caer en el catastrofismo (que derrapa fácil a la profecía autocumplida) tanto como de negar las restricciones vigentes. En Olivos y en Trabajo se supone contar con la sensatez de la cúpula cegetista, que se mantiene on line con el Gobierno y el ex presidente.
La dirigencia empresaria no luce tan sensata y contenida. La incita, quizá, el temor pero también incide la astucia negociadora. Es lógico, aunque no deseable, que sea así. La puja distributiva no es un juego de ajedrez entre gentlemen sino una forma regulada de lucha por cosas a menudo feas y siempre escasas a la hora del reparto: la plata, el poder, la preponderancia simbólica.
La crisis es real, indeterminada en su hondura. Es también una oportunidad y un rebusque para corregir ecuaciones preexistentes. La virtualidad de los despidos o de los cierres de establecimientos sirven de herramientas sectoriales.
Nada es inocente en las pulseadas por intereses: los pronósticos del empresariado y sus voceros conjugan (en proporciones arduas para calibrar) una pintura de la realidad y un rebusque. El espantajo de la malaria es, entre otras cosas, un recurso para ganar terreno o recuperar parte de lo cedido a regañadientes.
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