Dom 01.02.2009

EL PAíS  › OPINION

Si quisieras andar conmigo

› Por José Natanson

Podríamos decirnos cualquier cosa / incluso darnos para siempre un siempre no / pero ahora frente a frente, aquí sentados / festejemos que la vida nos cruzó /Hay tantos caminos por andar... /Dime si quisieras andar conmigo

Julieta Venegas

A diez meses de las elecciones de octubre, el oficialismo luce cada vez más pejotizado, con los líderes provinciales gozando de una autonomía inédita y planteando reclamos que en el pasado nunca habrían sido tolerados, pero se mantiene unido. La oposición, en cambio, es todavía un proceso –una dinámica acelerada de minimovimientos permanentes– antes que un verdadero espacio político, y todos los días produce sus módicas noticias. La semana pasada fue el acercamiento entre la Coalición Cívica y el radicalismo, retratado en las fotos de Elisa Carrió y Gerardo Morales en los más variados escenarios. ¿Podrá la oposición caminar junta o prevalecerá la fragmentación y el recelo? ¿Quién terminará conduciéndola?

Cuestión de estilo

En general, los análisis de la dinámica opositora tienden a enfocarse en los movimientos tácticos de sus protagonistas, y sobre todo en las jugadas de Elisa Carrió. Pero hay otra forma de reflexionar sobre el lado no peronista de la Luna: consiste en tratar de pensar qué tipo de liderazgo se terminará imponiendo, si uno más sereno y de estilo consensual u otro más radical y frontal.

El primer tipo de liderazgo es el que encarna Julio Cobos. Aunque su meteórica carrera política se sustenta en dos decisiones conflictivas (fue el primer gobernador radical que se pasó al kirchnerismo y luego el primer vicepresidente, hasta donde sabemos el primer vicepresidente de la historia, que votó contra su propio gobierno), Cobos ha logrado construirse, a pura astucia mediática, la imagen de un hombre de diálogo y consenso.

Y es que el consenso –al menos en el sentido mediático-popular de la expresión– pareciera ser casi una cuestión estética, para lucir antes que para ejercer, más relacionado con la forma de comunicarse que con el fondo de las decisiones. Desde luego, el consenso es más fácil de practicar desde la oposición que desde el Gobierno, en la medida en que gobernar implica tomar decisiones que inevitablemente generan ganadores y perdedores. En la vulgata de moda, el consenso es la ilusión de que el conflicto político puede resolverse sin que nadie pierda. Y si Cobos exuda consenso es porque, desprovisto de responsabilidades de gestión, sólo debe decidir a qué programa de televisión le conviene ir cada día.

El consenso a menudo resulta engañoso. El inolvidable Fernando de la Rúa, considerado un líder consensual, fue el responsable de un recorte de los sueldos públicos de 13 por ciento, el quiebre de la coalición que lo llevó al gobierno, el achique de jubilaciones más drástico desde la recuperación de la democracia y la represión de diciembre del 2001. Pero como hablaba sin estridencias, entonces era un “hombre de consensos”, y como exponía sus dudas en público –habrá que volver también sobre este adjetivo, recuperado hoy para describir a Carlos Reutemann– era un “tiempista”.

En realidad, el presidente más consensual desde 1983 no fue De la Rúa sino Eduardo Duhalde. Debilitado por el origen de su mandato, forzado por las circunstancias y con la espada de la crisis pendiendo sobre su cabeza, Duhalde lideró un gobierno auténticamente consensual, sustentado en el acuerdo de casi toda la clase política –el PJ, la UCR y un sector del Frepaso– y en base a una dinámica de diálogo permanente con el Congreso. En su libro En torno a lo político (Fondo de Cultura), la politóloga Chantal Mouffe cuestiona las visiones que sostienen que, en una sociedad democrática y a través del diálogo, es posible lograr el consenso y evitar el conflicto. Para Mouffe, esta perspectiva pospolítica es no sólo falsa, sino también peligrosa, en la medida en que pretende neutralizar la disputa por alternativas. “El enfoque consensual, en lugar de crear las condiciones para lograr una sociedad reconciliada, conduce a la emergencia de antagonismos que una perspectiva agonista, al proporcionar a aquellos conflictos una forma legítima de expresión, habría logrado evitar.”

Estilo dos

La oposición también tiene otro tipo de liderazgo para ofrecer, más de choque, duro y frontal, cuyo gran exponente es Carrió. Subproducto, igual que Kirchner, de la crisis del 2001, la ex diputada tiene más cosas en común con el ex presidente de lo que habitualmente se piensa: el sistema radial de relación con su gente, el decisionismo, la desmesura discursiva y, por supuesto, la lógica amigo-enemigo, aunque en Kirchner la división sea pasado-presente (neoliberalismo versus progresismo, dictadura versus derechos humanos) y en Carrió ética (ladrones versus honestos) o republicana (populistas versus institucionalistas).

Carrió es cualquier cosa menos una figura consensual. Desde el principio, ha ido construyendo un estilo de liderazgo confrontativo que cuestiona los pilares básicos del modelo kirchnerista: las retenciones, la política social, la relación con el aparato pejotista.

Como se sabe, su discurso descansa en la idea de que la esencia de los problemas argentinos no es política ni económica ni ideológica, sino ética. Esto le ha permitido un viraje que es tan evidente en sus declaraciones como en su sistema de alianzas, de Alberto Piccinini y Marta Maffei a Patricia Bullrich y Enrique Olivera (y quizá López Murphy y Michetti y Pinedo). El costo, sin embargo, es alto. Las diferencias políticas siempre pueden conversarse y negociarse. Las éticas, por supuesto, no, y por eso Carrió está obligada a establecer siempre una frontera, un poco por presión de los medios (los movileros le preguntan: ¿cuál es su límite?) y otro poco por la autoexigencia derivada de su propio discurso: primero la frontera eran los partidos tradicionales (lo que excluía al radicalismo), luego el macrismo (eso fue supuestamente lo que impidió su alianza con López Murphy en el 2007) y ahora es el duhaldismo (es decir, Felipe Solá y Francisco de Narváez).

Pero el problema no pasa, siguiendo a la bella Julieta Venegas, por los “siempre no” que Carrió distribuye y quita con igual generosidad, sino por el argumento que utiliza para justificarlos y el efecto despolitizador que ello genera en la discusión de fondo: si el único objetivo del Gobierno al aumentar las retenciones es “hacer caja”, si las jubilaciones fueron reestatizadas sólo para robar y si los diputados del SI abandonaron el ARI exclusivamente para usufructuar cargos y prebendas, entonces resulta muy difícil discutir la estructura impositiva, debatir los pros y los contra del sistema previsional o cuestionar el rumbo de la oposición. El control del poder es crucial en una democracia y Carrió ha hecho algunas denuncias muy valientes en este sentido; el problema consiste en utilizar la denuncia para sustraerse –o aún más, para intentar anular– el fondo de la discusión política.

Táctica

El tipo de liderazgo que finalmente se imponga en la oposición dependerá del humor social, de lo que los filósofos alemanes llamaban el Zeitgeist, el clima intelectual y cultural de cierta época. Revisando la historia reciente, es fácil comprobar que, en escenarios de crisis, la sociedad argentina se inclina por liderazgos de fuerte voluntad transformadora, como el Menem poshiperinflación o el Kirchner posconvertibilidad, y que en momentos de normalidad, así sea de normalidad recesiva, tienden a prevalecer dirigentes de apariencia más serena, estilo De la Rúa. No se trata por supuesto de una regla de oro, y de hecho podría pensarse que, ante una crisis, la sociedad debería volverse más conservadora y recelosa y aspirar a líderes más sobrios y centristas, pero así están las cosas.

Pero además del humor social, la configuración del espacio opositor dependerá de la astucia táctica de sus líderes y de su capacidad para unificarse y construir una opción política verosímil. ¿Será posible tal cosa?

Lo primero que hay que descartar es la idea de que lo que separa a los líderes opositores son las convicciones ideológicas. Es casi un lugar común criticar al peronismo por su extrema flexibilidad programática –que, de Aldo Rico a Kirchner, por supuesto existe–, pero también hay que advertir que el espacio no peronista, si efectivamente se unifica, no necesariamente será menos heterogéneo, de los socialistas a López Murphy y de los piqueteros anti K al macrismo.

Aclarado este punto, parece evidente que las dificultades para una definitiva articulación opositora son más bien de orden táctico, en la medida en que las elecciones de octubre imponen a sus líderes una exigencia muy diferente a la del Gobierno: para Kirchner, lo principal es derrotar a la oposición, así sea al costo de ceder espacios de poder (y manejo de una eventual transición) a los caciques peronistas. Para los líderes opositores, en cambio, es necesario crear la sensación de que su prioridad consiste en vencer al Gobierno, pero íntimamente saben que lo más importante es derrotarse entre sí: Carrió debe prevalecer sobre Cobos y viceversa (aunque no puedan enfrentarse frontalmente y aunque aún no esté claro si la sociedad se inclinará por el estilo de choque de Carrió o si preferirá un candidato más sobrio a lo Cobos).

En el camino, habrá que esperar la definición del tercer gran referente opositor, el jefe de Gobierno porteño, Mauricio Macri, que cuenta con una ventaja: puede jugar fuerte en la arena nacional o puede desdoblar las elecciones y, municipalizándose, refugiarse en la gestión y apostar a la candidatura local de Gabriela Michetti, aunque al riesgo de tener que sentarse frente al plasma a ver pasar una elección importante... una vez más.

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