Dom 01.02.2009

EL PAíS  › OPINION

Ojos y dientes

› Por Noé Jitrik

Nadie, salvo algunas rubias pulposas y melancólicas, secundadas por adiposos juristas, niega que la dictadura militar (1976-1983) “desapareció”, por usar un eufemismo impotable, a 30.000 ciudadanos, casi todos argentinos, algunos pocos no. ¿Todos eran miembros, los 30.000, de las llamadas “organizaciones armadas”, “grupos guerrilleros”, “subversivos”? Podemos ponerlo en duda: si así hubiera sido, si todos hubieran estado armados y preparados para un combate bélico, otro habría sido el cantar, la dictadura no habría ganado la partida armada, al parecer la batalla política la perdió. Por este simple razonamiento, muchos separaron entre víctimas inocentes, o ligeramente culpables –-familiares, amigos, tolerantes–, que cayeron sin comerla ni beberla, y “militantes”, que sabían a lo que se exponían y, por eso, que hubieran sido “desaparecidos” de alguna manera se justifica aunque, por cierto, el sistema jurídico fue tragado por esa justificación.

Para usar un lenguaje de sacristía, pagaron justos por pecadores. ¿Pero existen los justos? Acaso, como lo sostienen los textos canónicos de todas o casi todas las iglesias, todos somos pecadores, todos producto del pecado original. En fin, la distinción es dudosa e importa poco en el caso, lo que importa es lo que hizo la dictadura militar, su indescriptible criminalidad. Obviamente, hay muchos que para poder juzgar a la dictadura en términos duros sin tener que reivindicar a los pecadores ponen el acento en los justos, movidos por una auténtica y bien fundada compasión.

Dicha compasión suele ser un objeto de distribución a veces caprichosa o contradictoria. Por ejemplo, cuando los aliados arrojaron toneladas de bombas sobre la Alemania nazi destruyeron muchas cosas, entre otras a miles de civiles, con sus respectivos niños, que, a lo mejor, eran justos o al menos no llevaban uniforme ni tenían armas ni, a lo mejor, habían ayudado a eliminar a los judíos de la cuadra. No tengo registrado en mi memoria que se hubieran alzado voces compasivas para repudiar esas masacres. Se dijo, también, que muchos soldados soviéticos violaban a fornidas rubias alemanas y tampoco los compañeros del PC local cuestionaron ese evidente atropello. Y, hablando de los soviéticos, sólo los solitarios trotskistas levantaron su voz para condenar las ejecuciones que el sombrío Stalin ordenó sin descanso desde el ’33 hasta el ’55 –con un corto respiro durante la guerra–, no los bravos militantes argentinos, siempre dispuestos a condenar los desmanes de los poderosos, por no recordar las deportaciones en masa que tuvieron lugar en la misma época y que fueron objeto de respetuoso silencio. ¿Fueron muchas las voces de intelectuales argentinos que condenaron la instalación del ghetto de Varsovia y su muralla? ¿Y que apoyaron la desesperada rebelión? Al parecer no era muy atractivo hacerlo.

Ahora, con toda razón, se condena la muerte de justos, o sea inocentes –que no tienen nada que ver– y de sus niños en Gaza; se podría decir: “¡Ya era hora de que los intelectuales despierten de su letargo y griten su indignación por la brutal acometida israelí!”. Es claro que lo que concierne a judíos, en este caso israelíes, tiene mucho interés, más que si se tratara de ugandeses (Idi Amín se genocidió a 300.000 personas de color, que eran las únicas que andaban por ahí y me parece que nadie pidió firmas para condenarlo: era un siniestro payaso y a nadie se le ocurrió hacer una manifestación frente a la embajada de los Estados Unidos). O de camboyanos (el bueno de Pol Pot que en Camboya quería crear el “hombre nuevo” se echó más de un millón y no recuerdo que nadie me haya invitado a manifestar frente a la Embajada de la Unión Soviética, que guardaba un prudente silencio, lo mismo que en relación con las “desapariciones” en la Argentina). Es de preguntarse por qué esta diferencia, aunque en cualquier caso eso de manifestar frente a las embajadas sea un poco una antigualla o una muestra de falta de imaginación.

Primera respuesta: seguramente porque a los judíos los sostienen los Estados Unidos y eso importa mucho, el imperialismo es insoportable; el imperialismo, que supo apoyar a Pol Pot o a Idi Amín o a Saddam o a tantos otros a los que luego tuvo que darles un puntapié en el trasero, extiende sus garras por doquier, quién no lo ve. Pero en este caso debe haber alguna otra razón que levanta el ánimo e invita a manifestar, a declarar mediante bravíos comunicados con muchas firmas.

Otra hipótesis, un poco más shakespeareana, recordemos a Shylock. La imagen del judío sometido, acumulando monedas en su faltriquera, encuevado, apagando las velas el viernes por la noche, medieval en pleno siglo XX, yendo tristemente y sin protestar a las cámaras de gas, gusta más que la del que no pone la otra mejilla; el que en Varsovia se levantó contra los nazis no mereció manifestaciones frente a la Embajada de Alemania en Buenos Aires ni, luego, a la de la URSS cuando Stalin descubrió que siniestros médicos judíos hacían peligrar la construcción del socialismo. Este es un cuento largo que cuando reaparece suscita muchas dudas, obliga a los judíos judíos a ver antisemitismo por doquier, y a los no tanto a hablar de un tema que parecía subsumido, integrado, lo ya sabido y, en un país como éste, nada preocupante.

Pero, volviendo al tema de actualidad, también es probable que las matanzas colectivas que se han producido a lo largo de la historia y se siguen produciendo –la de Gaza merece una consideración especial– sean de dos tipos; uno la de los gobiernos que no nos gustan aunque no sean estrictamente hablando dictaduras feroces con sus propios ciudadanos; la otra de los gobiernos que nos parecen buenos porque las banderas que enarbolan nos interpretan aunque humillen, sometan, miserabilicen a su gente. A muchos los primeros les parecen execrables, los otros ideales, geniales.

No se me escapa la dificultad de un comportamiento rigurosamente objetivo, es fatal que nuestra mirada esté sesgada por nuestras adhesiones: condenar un acto o un gesto de un poder al que uno adhirió es un sacrificio, hay que romper con muchos compromisos internos y vaya si eso no provoca sufrimiento.

Pero lo peor no es eso sino, en esa distribución de la vibrante condena, el surgimiento de metáforas un tanto apresuradas. Por ejemplo establecer con toda naturalidad una cadena como la siguiente: “judíos-sionismo-israelíes-nazis”. El primer término tiene un carácter primario, se es o no se es judío; eso lo vio claramente San Pablo cuando determinó que el cristianismo era para unos, que ya no eran judíos, y que excluía a otros, que lo eran y lo seguirían siendo per secula; el segundo, lamento decirlo, no tiene sentido en la medida en que si se formuló con la intención de crear un país para los que andaban dispersos por ahí, incómodos en todas partes, cuando el país promovido se creó esa idea no tendría por qué seguir teniendo un carácter programático; el tercero es una realidad que surge por un acuerdo un tanto forzado después del final de la Segunda Guerra Mundial y por el cual se constituye un Estado que, como todos los demás, con judíos o no judíos al frente –recordemos que en la Argentina para ser presidente era requisito ser católico y en Irán lo es ser musulmán– se propone existir y subsistir, a como dé lugar; esa creación no es muy popular en el mundo árabe pero a la fuerza ahorcan y ya no hay modo de volver atrás; y ése es su principal problema, respecto del cual no parece que tengan los que están ahí la menor voluntad de vaciar los lugares e irse a molestar a otra parte.

En cuanto al cuarto las diferencias son notorias: los nazis se propusieron desde temprano acabar con esos seres infrahumanos que infectaban la buena sangre germana y evidentemente en gran parte lo cumplieron; los israelíes nunca han dicho que quieran acabar con “todos” los vecinos palestinos ni árabes en general: lo hacen con algunos en acciones militares pero a otros los meten presos, lo que no es exactamente lo mismo; los nazis ocuparon Checoslovaquia, Austria y el resto sin que desde esos países les tiraran misiles, ni caseros ni de los otros, y ni siquiera los provocaran diciendo “abajo Alemania”; los israelíes han decidido que no los molesten con misiles ni con consignas exterminativas pero todo indica que se les está yendo la mano; en principio aplicaban el simple y viejo “ojo por ojo” indicado por los textos sagrados pero, en las últimas semanas han ampliado el concepto: “dos ojos por ojo”, “dos dientes por diente”.

Toda filosofía de la historia presupone que un conflicto entraña su propia solución. A veces no se necesita llegar a la sangre para ello; en otras ocasiones la cosa es dura, como es el caso. Y, desde lejos, ¿qué podemos desear? No un exterminio de ninguna de las partes, ciertamente, sino algo más que un acuerdo, una reconciliación, en términos tales que los amargos momentos actuales sean cosa del pasado y no motivo de reiterados comunicados que no comunican nada y que, simplemente, enemistan a quienes deberían ser buenos amigos.

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