Mar 03.02.2009

EL PAíS  › OPINIóN

Transformar las políticas sociales

› Por José Luis Coraggio *

Los gobiernos pasan y se sigue actuando como si la política social fuera la cara pública que mira a la pobreza y atiende a los reclamos audibles de los pobres, mientras la política económica es la otra cara, la que mira a la riqueza y negocia con los ricos en silencio. Otra concepción indica que la política social y la económica deben converger en una política socioeconómica participativa, que construya una sociedad vivible y deseable. Hoy ni los pobres ni los ricos son llamados a participar ni dicen todo lo que pueden decir en la esfera pública. Unos por silenciados y chantajeados con la amenaza de situaciones aun peores, otros porque los medios hablan (o callan) por ellos y porque sus intereses son inconfesables.

No podemos seguir atribuyendo todo los males a la dictadura y al menem-cavallismo. En su conjunto, coherentemente, la política pública (con vacas flacas o gordas) ha seguido generando una sociedad de ricos exitosos cada vez más ricos y de masas estigmatizadas de pobres y excluidos, y los sostiene juntos pero cada vez menos mezclados. La desigualdad aumenta y la pobreza estructural se reproduce y profundiza por la misma inercia de la destitución intergeneracional y la baja calidad de los bienes públicos de acceso universal.

Aunque su nombre podría inspirar otras ideas, la política social no está siendo una política que construye sociedad, sino una que hace que esta misma sociedad fatalmente desigual e injusta aguante con remiendos las tensiones de la fragmentación y las amenazas a la gobernabilidad por la latente rebelión de las mayorías sin esperanza. Su eficiencia consiste en lograrlo con el menor costo posible, otra muestra de la penetración de la lógica economicista en la política social. La política se está convirtiendo en el arte de calcular cuánto podrán aguantar los pobres y excluidos para operar en esa cornisa de gobernabilidad (claro que, cuando toca ser oposición y sólo se produce discurso, suena distinto). En todo caso, tanto para el poder político como para el poder económico, la amenaza creíble del hambre es una condición de su reproducción (¡cómo explicar, si no, la complicidad con el clientelismo o la protesta de los empresarios porque el Plan

Jefas y Jefes los dejaba sin trabajadores!). No puede entenderse la creciente pobreza de las mayorías sin el creciente enriquecimiento de los menos. No hay otra explicación de por qué hay hambre y pobreza masiva en la Argentina, cuando podría resolverse sin un costo fenomenal medido en ingreso.

Los equilibrios políticos se han venido asociando a los equilibrios macroeconómicos y la acumulación de reservas para cuidarlos (la utilidad e inteligencia de la Caja es innegable). Los valiosos análisis del grupo económico de Carta Abierta o del Plan Fénix son progresistas, luchan contra el neoliberalismo. Pero comparten un supuesto que habría que debatir: se basan en la creencia de que el sistema de mercado capitalista, regulado desde el Estado, proveerá una sociedad justa. Nada hace plausible esa hipótesis si no se construyen las condiciones políticas que requiere. En una economía global de mercado, lo que el Estado nacional periférico puede hacer manipulando parámetros es limitado. Incluso la acción simultánea de varios Estados centrales no pudo parar una movida especulativa del capital financiero y de hecho las probabilidades de avanzar realmente en Unasur están fuertemente limitadas por el inmediatismo político de los partidos gobernantes. Las recientes acciones de los Estados del centro tampoco implican un regreso a los años dorados, sino una vuelta más del torniquete que el capital le pone a la sociedad. Salvar al capital y sus instituciones aparece como la condición para “salvar” apenas a los integrados al sistema de mercado.

La teoría del derrame que todo esto supone (lo que es bueno para el capital revierte por goteo en los trabajadores) fue descalificada oportunamente por el mismísimo Robert Mac Namara cuando se hizo cargo del Banco Mundial. No sólo no funciona sino que lo opuesto es verdad, decía: el desarrollo económico se genera de abajo hacia arriba. Pero plantear una opción entre “de abajo arriba” o “de arriba hacia abajo” es solo invertir una flechita abstracta cuando la estructura de poder permanece intocada. La economía es una actividad que produce y reproduce sujetos sociales y políticos que combinan de diversas maneras el arriba y el abajo, cosmovisiones, derechos y responsabilidades, valores morales. No genera los mismos sujetos sociales la inútil y tan festejada actividad de cavar y tapar pozos que arar y sembrar la tierra, ni limpiar hasta el cansancio las calles de la ciudad como trabajo comunitario que asumir una empresa recuperada. Ni la exportación a paladas de nuestras montañas, tierras y equilibrios ecológicos que su transformación racional por una industria integrada para el mercado interno. No es lo mismo hacer obras de infraestructura que faciliten el transporte de mercancías del capital global a través de un canal interoceánico que construir caminos y sistemas de riego rurales, ni invertir en el irracional sistema de transporte basado en los intereses corporativos del sector automotor que en los ferrocarriles al servicio de las economías regionales. No es lo mismo mejorar la competitividad de algunos trabajadores (capacitación individual en oficios) que propiciar la mayor participación de los colectivos de trabajadores en el Estado y las empresas, la autonomía del trabajo organizado, el desarrollo de la capacidad de autogestión y empresa de los trabajadores cooperantes.

No es lo mismo jugar a los microemprendimientos (a lo que se ha reducido la política de “economía social” para el Gobierno) que propulsar con políticas socieconómicas integrales el desarrollo de sistemas productivos regionales, redes de productores en cooperación reflexiva, vinculaciones entre producción y necesidades priorizadas por comunidades políticas democráticas. No es lo mismo exportar alimentos y cuidar el abastecimiento de la demanda interna existente que redistribuir tierra, agua y crédito y generar redes solidarias de autoabastecimiento alimentario que alcancen a todos. No es lo mismo encuadernar un listado de proyectos de infraestructura atendiendo a los intereses del gran capital y los caciques locales que tener una estrategia de desarrollo nacional.

Construir otra economía no se logra creando una economía pobre para pobres, sino que supone, como política pública, articular economía, política y sociedad, reconociendo que ni el Estado ni el mercado nos pueden sacar por sí solos de esta crisis de la vida en sociedad, convocando con credibilidad a la efectiva y consciente participación de sujetos múltiples y diversos, organizaciones formales y redes informales, dirigentes sociales y comunidades, intelectuales, técnicos, maestros, médicos, empresarios y trabajadores organizados y no organizados. Supone no bloquear sino facilitar que se constituyan sujetos locales, regionales, nacionales, alrededor de proyectos intergeneracionales que impulsen la mejor calidad de vida aspirable, movilizando cooperativamente sus recursos y capacidades y demandando con autonomía lo que legítimamente se requiere para ejecutarlos con responsabilidad. Propiciar la formación de alianzas progresivas que pongan límites éticos a la tasa de ganancia ilimitada y la destrucción del medioambiente, limiten la especulación y favorezcan la producción, propugnando una racionalidad fundada en objetivos sociales trascendentes antes que en ocultamientos e intereses inmediatos inconfesables.

Armar sistemas productivo-reproductivos donde no existen, cambiar valores del egoísmo a la solidaridad es difícil y suele considerarse utópico. Pero si el progresismo se limita a diseñar políticas macroeconómicas para ser aplicadas desde arriba, dejando al libre juego de fuerzas actuales el reparto de sus resultados y a lo sumo remendarlo con alguna redistribución marginal de ingresos, no salimos de la misma economía periférica dependiente, aunque podamos hacer importantes gestos de soberanía. Si no intentamos lo difícil, habrá que preparase para vivir en (o lo más lejos posible de) las catacumbas.

El pragmatismo realista es mortal para muchos. Para al menos un cuarto de los argentinos no hay manera de integrarse a este modelo, lo regulemos como lo regulemos. Las políticas del régimen actual han mostrado hasta dónde puede llegarse sin salir del modelo. Queda poco o ningún margen y ya comienza a verse la fatalista inclinación al poder monopólico políticamente amigo y a los aparatos políticos que minimizan riesgos. No habrá pleno empleo con salarios decentes, menos aún sostenidos a lo largo de la vida con seguridad social, sobre la base de esta estructura productiva, de esta pobreza de bienes públicos, de esta alienación entre la ciencia y la sociedad, de este manejo clientelar que reproduce en la economía los mismos sujetos corporativos que nunca reconocieron que sin democracia no se construye democracia.

Otra economía capaz de sustentar otra sociedad requiere otra política social y otra política que permita la formación de nuevos sujetos sociales con suficiente autonomía para dar forma y fuerza a otros proyectos de vida. Se trata de construir entre todos otra economía a partir de esta economía mixta con dominancia capitalista. Fortalecer y complejizar la economía nacional, proporcionar recursos productivos (tierra, conocimientos, crédito, capacidad político-técnica para organizarse con libertad sindical, cogestionar y autogestionar) a los trabajadores potenciales y vincularlos directamente con las necesidades insatisfechas de millones de argentinos. Esto no es exclusivo para pobres, debe incluir a los sectores de clase media (profesionales, técnicos, pequeños y medianos empresarios) que se ubican de este lado de la línea divisoria político-ética, superando la lectura mecánica de su interés inmediato estrechamente entendido, como si la calidad de la sociedad no afectara su calidad de vida o su posibilidad de desarrollo.

* Economista, director de la maestría en Economía Social (UNGS).

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