EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
El proyecto de Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (SCA) tiene un trayecto democrático y parlamentario más que interesante. La Cámara de Diputados recogió importantes reformas exigidas por la oposición de centroizquierda que, con su incorporación, lo aprobó en general. En Senadores es más que posible que se añadan cambios relevantes en la cláusula de desinversión y, eventualmente, en la autoridad de aplicación (ver asimismo nota aparte). En todo caso, esos aspectos se ventilaron en las cámaras, en foros públicos y en los medios. La polémica alcanzó un refinamiento inusual, digno de ser saludado. Hasta se escudriña con lupa cuántas comisiones examinan el texto.
Ese trámite rico e intenso suele menoscabarse con un discurso que reniega de la falta de institucionalidad, de la urgencia, de un oficialismo sordo y cerrado. Un sobrevuelo por leyes determinantes en los últimos 25 años comprueba que la prisa, las mayorías apretadas, los pasos fugaces por las cámaras han sido más regla que excepción. También que determinaciones gravísimas (el corralito, el recorte a las jubilaciones) se impusieron mediante decretos del Ejecutivo y se refrendaron por el Congreso más tarde, en plena aplicación. La disciplina de los oficialismos, la restricción a aportes opositores también fueron costumbre.
El análisis comparado es inusual en las crónicas domésticas: ni se coteja el presente con el pasado, ni la realidad local con la de otras comarcas. Si se lo hiciera, como se tratará de esbozar en esta breve nota, quizás habría juicios menos tonantes. Tal vez por eso no se hacen, también incide la pereza. Para desafiarla, apenas, vaya este recordatorio, que no pretende ser exhaustivo ni, ejem, cerrar el debate.
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Ampliación de la Corte (primera presidencia de Menem, 1989). A tantos años vista, huelga decir que para el gobierno peronista era esencial cambiar la composición de la Corte Suprema, vía la ampliación del número de sus integrantes. Lo precisaba para su proyecto económico social: una sedicente “modernización” que arrasó al Estado benefactor, renunció a la política monetaria, desguazó el patrimonio estatal y barrió con conquistas laborales producto de años de lucha.
En septiembre de 1989 el presidente Carlos Menem hizo entrar el proyecto de ley por el Senado, donde contaba con mayoría confortable. Fue aprobado en septiembre, pese a la oposición de la bancada radical. José Luis Manzano, jefe del bloque justicialista de Diputados, procuró que se tratara ese mismo día, fracasó. El proyecto debió esperar unos meses y se consagró en una sesión escandalosa, literalmente entre gallos y medianoche. La lista de oradores se suspendió abruptamente, el radicalismo se retiró del recinto, la iniciativa ganó raspando. Manzano saltó de alegría, entonó la marcha peronista a voz en cuello con sus compañeros. Doce días después se enviaron los pliegos de los nuevos cortesanos al Senado. La sesión, secreta, fue un modelo de ejecutividad: duró siete minutos, sin presencia de la oposición.
Manzano, por estos días, mora cerca del Congreso. Hace lobby desenfadado contra la ley de SCA, en representación del Grupo Vila, que integra. El Chupete se vale del perfil bajo y el diálogo entre cortinados, a diferencia de lo que hacía en esos idos buenos tiempos. Sus gestiones no versan sobre calidad institucional sino sobre vísceras sensibles. Daniel Vila, otra cabeza del grupo, es quien sale a la palestra haciendo comparaciones con la dictadura militar. Ni mención a episodios en los que Manzano fue protagonista central como el que reseñamos o como...
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La privatización de YPF (1991, primera presidencia de Menem). El Senado fue la cámara iniciadora. Aun con el clima de época (privatista y de abatimiento de la resistencia popular) al oficialismo le costó colar la entrega de la nave insignia de las empresas estatales. La Cámara alta, con todo, le fue fiel y aprobó la propuesta del Ejecutivo. La UCR se opuso y hasta auguró que revisaría la privatización más adelante, si llegara al gobierno. En Diputados el trámite fue tumultuoso, el catamarqueño Luis Saadi denunció que giraban sobornos de ocho millones de dólares por cada legislador (seguramente exageraba en cuanto a la extensión y al importe). Hubo lo que ahora se llamaría “borocotización”.
Tras varios fracasos en lograr quórum, el oficialismo consiguió el apoyo del llamado bloque intersindical, compañeros cegetistas que cooperaron en la entrega. Se llegó al quórum estricto, circunstancia en la que Jorge Matzkin (jefe de la bancada peronista) conminó sarcásticamente a “que salgan los radicales que están atrás de los cortinados”, un slogan que transformaría en mantra. La sesión se prolongó más de un día, con un cuarto intermedio. El proyecto se aprobó sin modificaciones. Los radicales, que se retiraron del recinto comandados por César Jaroslavsky, despotricaron contra la medida. Pero al día siguiente, en conferencia de prensa, le hicieron una reverencia a la seguridad jurídica anunciando que no la revisarían si llegaran a la Casa Rosada en 1995.
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Recorte jubilatorio (presidencia De la Rúa 2000). En julio de 2001, Fernando de la Rúa y su ministro de Economía, Domingo Cavallo, anunciaron en la Casa Rosada que “primero se pagará la deuda (externa)” y luego los salarios y jubilaciones estatales. Dos días después se dictó el decreto 896/01 que recortó jubilaciones y salarios estatales en un 13 por ciento. La resistencia a la movida incluyó un paro general nacional convocado por la CGT y la CTA. El decreto fue enviado al Congreso en pos de una mayor legitimación. Diputados lo aprobó, aun con el distanciamiento del Frepaso, por primera vez durante la gestión aliancista. La ley entró al Senado el 25 de julio, sólo dos semanas después del anuncio. De la Rúa envió una carta de puño y letra a cada uno de los senadores justicialistas que se mostraban renuentes y despotricaban a voz en cuello. Su comportamiento, empero, fue funcional a la aciaga iniciativa aunque cuidando las formas. Dieron quórum para una atolondrada sesión ¡sábado a la noche! En la madrugada dominical levantaron la mano los senadores oficialistas, varios provinciales y un tránsfuga justicialista: Omar Vaquir. Los votos alcanzaron, ahí justito.
Aun con los pruritos justicialistas, el texto pasó por una sola comisión senatorial, la de Presupuesto. Los radicales gobernantes en 2001 eran, por lo visto, menos puntillosos que ahora, cuando moran en la vereda de enfrente. Tal vez habría venido bien un vistazo de la Comisión de Asuntos Constitucionales: el recorte era manifiestamente violatorio de varias garantías consagradas en la Carta Magna. La Corte Suprema declaró la inevitable inconstitucionalidad en 2002. En el ínterin, los jubilados vieron sisados sus ingresos.
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Corralito (De la Rúa, 2001). El corralito fue también implementado mediante decreto por la dupla De la Rúa-Cavallo, cuando estaban en preembarque del gobierno hacia la sociedad civil y el ostracismo. El megaministro hizo el anuncio el primero de diciembre. El consabido decreto de necesidad y urgencia llevó el número 1570/01, se publicó en el Boletín Oficial dos días después. La implementación fue inmediata. El 19 de diciembre, horas antes de la declaración del estado de sitio, la Cámara de Diputados lo aprobó limitando algo sus alcances. El Senado redondearía el proceso unos pocos días y varios presidentes después: el Día de Reyes de 2002, con Eduardo Duhalde en el sillón de Rivadavia. Del paso por las comisiones nada registra la crónica, audiencias públicas no hubo.
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Otras yerbas. La sinopsis podría sumar casos más patológicos, con mayores irregularidades y corrupción, como la Reforma Laboral de la Alianza, con sobornos para senadores oficialistas y opositores. O intentos de fraude parlamentario, frustrados por testigos y periodistas, como fue la invención de “diputruchos” para lograr quórum para el menemismo en 1992.
Tampoco nos detendremos en la ley de obediencia debida, de tremendas consecuencias en materia de derechos humanos. Se resolvió a tambor batiente con presiones sobre el bloque oficialista y sin abrir las comisiones parlamentarias a los organismos de derechos humanos.
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Legitimidad y legalidad. La ilegitimidad de la actual composición del Parlamento, otra acusación en boga, amerita asimismo una mirada retrospectiva. El especialista en Comunicaciones Guillermo Mastrini encontró un ejemplo comparativo bien pertinente, que está posteado en el blog seminariogargarella.blogs pot.com. Evoca Mastrini: “En agosto de 1989, luego de la caída del alfonsinismo, pero antes de que asumieran los diputados electos, el Parlamento aprobó las leyes de Emergencia Económica y de Reforma del Estado, conocidas como leyes Dromi. En uno de sus artículos se eliminaba el impedimento para que los dueños de medios gráficos pudieran ser licenciatarios de medios de radiodifusión. A partir de dicha modificación pudo constituirse el grupo Clarín. De esta forma, no sería arriesgado señalar que de sancionarse la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual tendría la misma legitimidad de origen que todos los grupos multimedia que existen en Argentina. Salvo que se utilice un criterio cuando el proceso favorece y otro cuando perjudica”. Ajá.
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Otras yerbas (II). La primacía del Ejecutivo es otro rezongo recurrente, con poco anclaje en la experiencia comparada. El politólogo italiano Gianfranco Pasquino (insospechado, que se sepa, de populismo o kirchnerismo) desmenuza la cuestión en su recomendable libro “Los poderes de los Jefes de Gobierno”. “Quien debe hacer las leyes –mociona Pasquino– es el Gabinete y no el Parlamento, el primer Ministro y no los parlamentarios, por buenas razones.” Lo sostiene con datos empíricos de importantes sistemas políticos europeos. En Alemania, el 76 por ciento de las leyes aprobadas fue promovida por el “Gobierno”. En España la marca sube al 92 por ciento, en la ejemplar Suecia llega al 96 por ciento. Acá llamarían “escribanías” a esos parlamentos.
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El pasado y el hoy. El cronista sabe que, en el acotado marco de lo posible, es mejor que las leyes se asienten en consensos amplios. Eso les da, de movida, sustentabilidad y legitimidad mayor. Las administraciones kirchneristas no quisieron o no supieron construir esos consensos para la reforma del Consejo de la Magistratura (cuya aprobación consiguieron) o para las retenciones móviles (contienda que perdieron). En la recuperación democrática ha habido muchos casos edificantes con aprobación unánime o filo unánime: la ley de Defensa de la Democracia, la que sancionó la inconstitucionalidad de las leyes de la impunidad, la ley Nacional de Educación por citar un puñado. Ese objetivo superior no siempre es accesible.
El repaso de esta columna, que se sabe discrecional pero pretende no ser arbitrario, no aspira al conformismo ni reniega de la búsqueda de mejor praxis política o parlamentaria. Pero sí dar cuenta de que algunos reproches que se concentran en el presente parten del falso implícito de que todo tiempo pasado fue mejor.
El martes que viene, 29 de septiembre, se cumplirán 140 años desde que el Congreso aprobó a libro cerrado el Código Civil redactado por Dalmacio Vélez Sarsfield. Así lo impulsó el presidente Domingo Faustino Sarmiento levantando vendavales de cuestionamientos. En este año se conmemoró el decimoquinto aniversario de la Reforma Constitucional de 1994 cuyo nodo, “el núcleo de coincidencias básicas”, fue pactado por el peronismo y el radicalismo antes de la Constituyente. Lo blindaron y lo sustrajeron al debate respectivo.
Con tales precedentes y tanta agua corrida bajo el puente, lo sensato es contextualizar y valorar menos prejuiciosamente lo que está transcurriendo, sin renunciar para nada a tratar de mejorar los desempeños colectivos, día a día, de aquí en más.
Informe: Nicolás Lantos.
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