EL PAíS › OPINION
› Por Raúl Dellatorre
El Fondo Monetario Internacional logró un “gesto formidable” en su favor, como lo definió su director gerente, tras la Cumbre del G-20: ser designado como el organismo que supervise “si las políticas aplicadas por cada país miembro son coherentes con las trayectorias más sostenibles y equilibradas para la economía mundial”. Casi un certificado de supervivencia. Argentina tuvo otro logro no menos significativo: pasó a ser integrante del grupo de “elegidos” que compartirán el foro de discusión de la política económica mundial, que es en lo que se convertirá el G-20 de aquí en más. Algo impensado apenas siete años atrás, cuando en el país todavía se tornaba difuso ver la salida de la crisis económica más profunda de su historia.
La crisis de la convertibilidad, a fines de 2001, dejó al FMI en el lugar del “enemigo público número 1” de la Argentina. Néstor Kirchner, presidente desde 2003, planteó sin tapujos el repudio a las políticas de ese organismo y a su presencia en el país. Cristina Kirchner, a partir de 2008, llevó esos planteos a foros internacionales, condenando al Consenso de Washington (base de las políticas neoliberales de los ’90) y reclamando una reformulación de los organismos financieros internacionales (FMI y Banco Mundial). En la reunión de esta semana, en Pittsburgh, llevó el desafío a un punto más alto: planteó la sustitución de estos organismos por otros que contemplaran prioritariamente el de-sarrollo de los países menos poderosos, la defensa del empleo y una distribución más justa.
La propuesta no fue tomada por el G-20, pero en cambio tiene eco en el proyectado Banco del Sur, que la Cumbre de Margarita retomó ayer para darle nuevo impulso. Hugo Chávez amplió su alcance para proponerlo como un banco Sur-Sur, unido a una banca común de países africanos.
No está mal que el Tercer Mundo se dé sus propias instituciones, al mismo tiempo que disputa espacios en la mesa de “los grandes”. Estados Unidos defendió la vigencia del FMI como institución supervisora, pero ya no como rectora de las políticas económicas nacionales. Pero debió ceder votos a las economías con mayor proyección de desarrollo, entre ellas Brasil. No ver en este cambio en el tablero un avance de la nueva política latinoamericana es negar la realidad y, sobre todo, el fracaso del neoliberalismo.
Pero también sería erróneo suponer que estos cambios significan la derrota de los viejos dueños del poder. Al contrario, la vigencia del FMI es una señal de que el poder financiero mundial sigue vivo y dando pelea. Condicionando al gobierno de Barack Obama, incluso. Latinoamérica, con Brasil y Argentina en roles importantes, tiene la oportunidad de seguir diseñando un modelo distinto, una relación distinta, no subordinada y cada vez más autónoma, con los factores del poder económico. El FMI, entre ellos.
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