Mié 21.10.2009

EL PAíS  › OPINIóN

El jarrón humano

› Por Mario Wainfeld

En demasiadas oportunidades la actividad política se salpica con sospechas de delitos. Ese entrevero no debe hacer olvidar que las responsabilidades penales y políticas corren por carriles muy dispares, con diferentes exigencias. En materia penal rige la presunción de inocencia que sólo cede ante la condena judicial. En materia política, la carga de la prueba propende a invertirse, conforme la máxima de la mujer del César. El sospechado carga con el deber de desbaratar las acusaciones en su contra, no ya en tribunales (cual es su derecho), sino en el ágora. Las sanciones por no hacerlo son más imprecisas que las penales, aunque a menudo igual de inexorables. El ministro Guillermo Montenegro (hombre de derecho él, devenido funcionario) debería conocer la diferencia, respecto de la cual se hizo el desentendido en su conferencia de prensa de ayer (ver asimismo nota principal).

Montenegro debía hacerse cargo de las andanzas de Ciro James, funcionario del gobierno de la Ciudad, aliado entrañable de su fallido jefe de Policía, Jorge “Fino” Palacios. Las explicaciones que tentó el ministro siguieron la senda de la narrativa macrista: victimizarse, eludir responsabilidades propias, aducir inocencia como un ladrón de gallinas.

Su caso no es sencillo, el pasado reciente condena a James y a Palacios. James revistó en el Ministerio de Educación, donde se dedicó a la dudosamente didáctica misión de pinchar teléfonos de familiares de víctimas del atentado a la AMIA, con quienes “el Fino” y muy pronto la administración macrista tenían un serio entripado. Las autoridades comunales negaron su revista, hasta que fue probada. Nunca explicaron cuáles eran sus tareas formales. Según informó Página/12, su superior, la jefa de Gabinete Roxana Barroso, contó que asesoraba en cuestiones relativas a licencias pero que, rara avis en la administración pública, no lo hacía por escrito.

Montenegro se defendió atacando. Sus argumentos, si se desmenuzan apenas, son de una pobreza franciscana. Se declaró sorprendido en su buena fe por James, acusó a “la oposición” de una conjura contra la no nata Policía municipal, le tiró unos palitos a su ex colega Oyarbide. Lo que jamás abordó es cómo ingresó James a su gobierno, quién lo propuso, quién lo contrató, por qué el polizón laboró durante más de un año. Estilizando un poco el discurso del ministro (en materia pedagógica es lícito simplificar), James fue un infiltrado en su administración. Se lo “plantaron”, una variante de carne y hueso del jarrón de Guillermo Coppola. La base de la delirante acusación es que James ocultó en su ficha de ingreso a la policía comunal su condición de integrante de la Federal y de contratado por Educación. La primera parte es irrelevante, además la papelería que se supone la acredita no tiene fecha cierta, puede haber sido armada después. La segunda parte es un gol en contra: una administración que se proclama eficiente como la macrista debería poder corroborar dobles contrataciones internas con sólo pulsar enter en una computadora. Tampoco se justifica que una gestión que emprendió una guerra santa contra los supuestos ñoquis y los supernumerarios haya dejado escapar la tortuga de un asesor fantasma designado por el enemigo que andaba por ahí, a seis lucas por mes.

Salpicar a otros, invocar la propia torpeza, omitir información sobre aspectos esenciales... Montenegro se defendió como si estuviera en Tribunales, donde el acusado puede negarse a decir algo que pueda ser interpretado en su contra. Políticamente, lo suyo fue un papelón.

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Todo es posible: el ministro dijo algo correcto. La investigación del juez Oyarbide se va conociendo a través de los medios. En su retórica persecutoria, ve en eso una mano negra. Habría que advertir que la praxis de Su Señoría es usual entre los magistrados argentinos y que, llegado el caso, debe reconocérsele a Oyarbide ecuanimidad política. Está procediendo igual en la causa sobre irregularidades en obras sociales, en las que fue construyendo la vindicta pública con Juan José Zanola en base a información vertida a veces off the record, a veces on the record. En ese expediente, la reputación implicada es la del gobierno nacional y algunos de sus aliados. La táctica de Oyarbide es conseguir legitimidad política por vía mediática para avanzar con sus pesquisas. Le viene resultando, en los dos casos.

Montenegro se sorprende de una praxis cotidiana de tantos jueces, no utilizada exclusivamente contra él.

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El macrismo defendió al “Fino” pasando por alto su currículo, que siempre fue un prontuario. Dirigió la masacre del 21 de diciembre de 2001, participó en un grave encubrimiento en la causa de la AMIA. Jamás se sabrá cuál era el perfil de Palacios que más atraía a Macri-Montenegro, si el de represor sanguinario o el de ocultador de tareas sucias de un gobierno. Acaso fueran los dos. Como fuera, lo bancaron hasta la necedad y sólo lo dejaron caer cuando el procesamiento era un dato inminente. Contaron que tenía el record de condecoraciones (una formalidad interna), pero en términos políticos su causa era indefendible.

Con James, el método es polarmente opuesto. Lo niegan ya más de tres veces, aducen demencia, soslayan explicaciones fundamentales. Nada es seguro en política, pero todo indica que sólo prolongarán una agonía. Algún funcionario de fuste tendrá que pagar por las tropelías cometidas por el jarrón humano. El nerviosismo de Montenegro de ayer, apurando de un sorbo vasos de agua como si fueran dedales, parecía intuir un desenlace duro.

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En el mismo día, Emilio Pérsico renunció a su cargo de subsecretario de Economía Social tras conocerse un presunto delito cometido por su hijo Pablo, empleado de su repartición. Para colmo, el joven usaba una camioneta oficial. La indagación penal recae sobre el hijo, pero la política pesa sobre el ex funcionario de Desarrollo Social. Eso lo indujo a dimitir. Su reflejo y la aceptación de volea son adecuados, pero la responsabilidad política no cesa con ese forzado paso al costado. La situación limará la reputación de Emilio Pérsico, la del oficialismo y dañará la de los movimientos sociales que representaba en el Estado. Todos los funcionarios tienen deberes exigentes pero, acaso, los que enarbolan la bandera de los humildes duplican el nivel general.

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La conspicua crisis de la representación se ahonda cuando quienes ocupan cargos públicos proveen razones al discurso cualunquista o al escepticismo de taxistas derechosos o de profetas de la antipolítico.

Los dos episodios reseñados desalientan y liman la credibilidad del sistema, más allá de diferencias de pertenencia o de reflejos.

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