EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Puede decirse que la enorme atención mediática que se llevó el tema es justificada, porque el debut de la nueva integración de Diputados acarreó una derrota del oficialismo nunca vista en ese ámbito. Pero también pueden preguntarse dos cosas que están relacionadas: si hay proporción entre ese despliegue y el interés social despertado, y si acaso lo ocurrido el jueves es necesariamente un pronóstico de nuevos tiempos políticos.
La respuesta a lo primero es negativa si en lugar de las preocupaciones y entusiasmo de los actores involucrados –legisladores, funcionarios, ambiente político– hablamos de esos mismos términos respecto del ánimo popular. La batalla con “el campo” fue seguida por “la gente” como si se tratase de una final entre Boca y River. Con la ley de medios audiovisuales, aunque en menor medida, sucedió otro tanto. Si bien no pareció que el grueso de la sociedad se sintiese comprendido, sí se apreció que la guerra con Clarín trasunta una afectación de intereses muy significativa (más allá de que eso fue y es un avatar, muy grande pero circunstancia al fin, de una herramienta que bien aplicada podría cambiar sustancialmente el mapa comunicacional). Y en ambos casos hubo movilizaciones públicas, polémicas ardorosas, larga vigencia, vigilias que rodearon al Congreso. En cambio –y al igual que lo percibido frente al debate y sanción de la reforma política– no hay forma de sentir que la pugna por cómo se reparten los cargos y las comisiones de Diputados importa mucho más que un pelo, por fuera de quienes la protagonizan. Lo cual respondería a dos razones. Una de tipo general, ya acostumbrada, que considera a “la política” como un escenario sólo emparentado con las transas y ambiciones personales non sanctas. Y otra, consecuencia de la anterior, es que a casi nadie le parece que le vaya la vida, o los grandes rumbos patrióticos, ni nada que se le parezca, si quedan tales o cuales en las comisiones de una cámara parlamentaria. Como el firmante ya lo expresara en una reciente columna, su pensamiento tiene buena sintonía con esa percepción. Sin embargo, cabe aclarar que eso no va en perjuicio de que el suceso del jueves es, o puede ser, institucionalmente importante.
Contra la gran mayoría de los pronósticos –si no la totalidad– el conjunto de la oposición se puso de acuerdo. Logró determinación y quórum para vencer al kirchnerismo. Por primera vez, si no la única, o una de las muy pocas, aunque habrá que ver si dejaron de lado sus constantes e insoportables beligerancias de egos. Encima, como material simbólico (o justamente impulsados por ello), produjeron el arreglo ante el muy incómodo estreno de Kirchner en su banca. Apareció para perder, se lo hicieron notar, le enrostraron que la fortaleza enorme demostrada tras la caída electoral tenía o podría tener plazo fijo. Y como la realidad numérica es la que es, no hay lugar para esas segundas lecturas que intentaron disimular el golpe tras la presunción de consenso: el oficialismo mantiene la presidencia de la Cámara y la preponderancia en algunas comisiones de las denominadas estratégicas; pero la conformación final responde a los dos tercios que, aunque divididos, derrotaron a los K el 28 de junio. Y de la misma forma, tampoco pueden ignorarse los episodios ¿coyunturales? que enmarcaron este coup de force. A menos que alguien siga creyendo en un azar magnífico. La Mesa de Enlace campestre se junta con la UIA, a invitación de ésta. Duhalde asiste al cónclave como invitado de honor y habla, en el discurso de cartel francés más duro que se le escuchó, de un Gobierno que ya es “tiempo pasado”. La Asociación Empresaria Argentina (AEA), que agrupa a lo más granado del empresariado y cuya vicepresidencia ejerce Clarín, lo invita al ex presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso a decir que en la región hay dos modelos de democracia y que debe defenderse el institucional, no el “intervencionista”. La Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa se autocritica por no haber alzado la voz contra el Gobierno en los años de bonanza. Pampuro, el senador semi K que hasta aquí obró como vago referente de ensamble pejotista, sale a decir que “Cobos está capacitado para ser presidente”. Hasta Carrió tiene un ataque de desprendimiento y resigna cargos parlamentarios, en aras del “consenso”. Y para el 10 de este mes hay prevista la juntada agropecuaria en el Rosedal, para festejar con los referentes opositores la flamante o deseable armonía en el Congreso.
A uno no le gusta mucho que digamos hablar de (intentos de) “restauración conservadora”, como si éste fuese un gobierno de izquierda y así sea comprobable que, si es por opciones políticas concretas, a su izquierda está la pared. Pero tampoco tiene muy claro si hay definiciones mejores para designar a estas casualidades permanentes, diría Menem, del “movimientismo” opositor. Y a su vez, los propios protagonistas (o algunos muy relevantes) de esa movida del establishment parecen desmentir su agorerismo. Paolo Rocca, sin ir más lejos –accionista y presidente de Techint y, a la sazón, miembro clave de AEA– acaba de anunciar en la fiesta de Siderar, en San Nicolás, que el grupo relanza su plan de inversiones, calculadas en 1200 millones de dólares. A una de sus empresas, Ternium, le vaticinó volver a posicionarse como líder latinoamericano en aceros planos. Y por si quedara alguna duda, afirmó que “la clave estratégica es el compromiso de la empresa con el país”, con la meta de llegar, para Siderar, a los 4 millones de toneladas de producción.
A priori, no se entiende muy bien cómo se compatibilizan esos anuncios y acciones optimistas, que no son los únicos del mundo empresario y financiero ni mucho menos, con un discurso asimilable a esparcir que estamos en el peor de los mundos, en la reciprocidad conducción política-oportunidades de inversión. Todo lo contrario, los pronósticos del propio poder económico presagian un 2010 más en calma que tormentoso. Será, entonces, que esa contradicción con lo que dicen y articulan se explica por la insaciabilidad de lo que alguna vez se llamó “burguesía nacional”. No es del caso discutir si eso efectivamente existió. Sí lo es apuntar que en cualquier caso ya no existe. Y que si no hay un papel estatal predominante, como conductor de la voracidad del interés particular, volvemos a los ’90 y el mercado se chupa al Estado (entendido éste como regulador de los desequilibrios sociales).
Uno piensa, o quiere pensar: debe ser por todo o por una buena parte de esto que, seguridad o intuición mediante, la sociedad no les confiere importancia mayor a debates parlamentarios y resultados políticos como los del jueves. Y no precisamente porque confíe en el Gobierno, sino porque, cabría presumir, también desconfía de para qué están poniéndose tan de acuerdo quienes se le oponen. ¿Qué clase de “nuevos” tiempos políticos auguran una cosa como ésa?
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