EL PAíS › SEGUNDA NOCHE DEL BICENTENARIO MUSICAL
La avenida 9 de Julio fue una alegre peatonal con una multitud inmensa bailando. La segunda noche de festejo fue alegre, múltiple y emocional.
› Por Cristian Vitale
“Los pueblos deprimidos no vencen.” Una de las tantas frases lema de Arturo Jauretche se proyecta en letras azules desde la fachada del escenario principal hacia el sur. En la misma dirección que irradia la luz, un reguero de cabezas se pierde en un infinito para el ojo humano. El paisaje humano de la peatonal 9 de Julio, como si estuviera escuchando al descubridor del medio pelo, rebasa de gente alegre. Efusiva. Sonriente. Sorprendida... Casi no se puede transitar. Acaba de tocar Vox Dei cuatro temas (“Génesis” y “Las Guerras”, entre ellos) y esa pizca de rock criollo, transpirado solo de batería marca Rubén Basoalto incluido, le deja el piso caliente a Víctor Heredia. “Qué maravilloso coro, el de las voces de la conciencia colectiva de este país”, dice el cantautor, no bien concluye con la bella “Ojos de cielo”. Está clareando el momento cenit de la segunda noche –anoche– de la Fiesta del Bicentenario. El reloj pisa las 9, las banderas flamean y todo lo que venía amagando en el crepúsculo, la Serenata de las 50 arpas paraguayas que regaló su “Carreta Guy” al pueblo argentino, por caso, cierra concreto: un redondo festival de música latinoamericana girando en torno de una más –ni más ni menos importante– de todas sus regiones.
En otras palabras, una idea de unión continental –a través de la música, claro– que se parece más al viejo sueño de los libertadores que al chiquitaje que, en gran parte de esta joven historia, se cargó los destinos del país. Se podría decir también –siempre hay una política de la memoria, al cabo– que más a la idea de Patria Grande del primer Perón y del gran Discépolo, que a la quintita de patio trasero que defendieron a tiro sucio Aramburu, Massera o Alsogaray. O, corriendo un siglo atrás, más a la proclama americanista de Felipe Varela que al país chico de Mitre y Rivadavia. El aire que se respira, el clímax, liga con esa sensación de primavera en medio de un otoño pleno de gris y garúa. Con un sentimiento nacional, pero no el chabacano de la derecha exclusivista, ni el solapado en banderitas que se entregó tantas veces, manso e interesado, a los caprichos de la metrópoli civilizadora. Hay, como en algún momento del ’45, del ’83 o del ’73, una percepción de libertad y conjunción. De abrazo fuerte con los pueblos de al lado. Una reivindicación de la barbarie, entendida en términos jauretchanos.
“Americano crece a la luz del sol”, repite Heredia, como poseído por la misma impronta. Y no tarda más que finalizar su segunda canción cuando presenta a Los Jaivas, uno de los grupos más emblemáticos y maravillosos del folklore sinfónico que ha dado el continente. La cantidad de gente, abajo, se torna incalculable y aparecen banderas chilenas pegadas a las argentinas. No es data menor. Así recibe la 9 de Julio al grupo que acaba de cumplir 47 años y que, pese a la gran cantidad de cambios –estéticos y de formación– conserva su sello variopinto en ritmos. El sonido épico del piano de Claudio Parra –uno de sus fundadores– se entrelaza con reminiscencias de tarkas y ocarinas para que suene un inoxidable himno de batalla con brisas litoraleñas: “Pregón para iluminarse”. Le sigue “Alturas del Machu Picchu”, el texto de Pablo Neruda que los chilenos musicalizaron para la obra homónima de principios de los ’80. La pieza es intensa en su musicalidad y no hace más que, con sus variaciones –épicas o rítmicas– tenderle un abrazo simbólico a la hondura americana. “Un abrazo fraternal de Chile”, lanza Mario Mutis, el otro pionero, y la plaza se funde en un abrazo cerrado.
Colombia entra a la fiesta, casi a las 11, con una genuina representante de los sonidos afroamericanos, que hace sacudir a la masa: Toto La Momposina, una negra simpática y movediza, que suelda tierra y cuerpo en sintonía con la dirección general. “La música que nosotros hacemos es la identidad de una región que se llama Colombia, pero también la de indios y negros, la de nuestros ancestros”, dice ella, encendida, tras tocar “La candela viva” y “El pescador”, entre otros temas. La escena quedaba a punto caramelo para el convide mayor: León Gieco como anfitrión, y tres invitados más que tienen por costumbre esquivar fronteras: Jaime Roos, la esponja sonora de la Banda Oriental; Gilberto Gil, fiel catalizador de las expresiones musicales brasileñas, y Pablo Milanés, desde Cuba, pisando estas calles nuevamente. Al cierre de esta edición, y con las narices de los invitados olfateando el telón, arrancaba León –rockero– con “Malas condiciones”, seguía con “La mamá de Jimmy”, se ponía profundo con “La memoria”, “De igual a igual” y una frase de las suyas hecha canción rondaba los corazones: “Dos siglos de sombra y luz” que, dado lo vivido, corría su péndulo hacia la claridad solar.
Si es preciso agregar algo... intención consumada: todo está guardado en la memoria.
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