EL PAíS › UNA MULTITUD PRESENCIó EL DESFILE DE 80 COLECTIVIDADES EXTRANJERAS RADICADAS EN EL PAíS
La lluvia no empañó el despliegue de las delegaciones. Las más numerosas y coloridas fueron las de Bolivia y China. Desfilaron desde los descendientes de aquellos que llegaron hace un siglo hasta los que vienen de los países limítrofes.
› Por Nahuel Lag
Con caporales, con kimonos, con tiroleses, con túnicas blancas, con armaduras, con tambores, cada una de las 80 colectividades que volcaron sobre la 9 de Julio a unos 4 mil representantes de las naciones que conviven en la Argentina, enfrentaron a la lluvia y les dieron un día más de color a los festejos de los 200 años de la Revolución de Mayo. A pesar del mal tiempo, las personas que cantaron, bailaron, aplaudieron y se emocionaron en el Paseo del Bicentenario transformaron a la celebración en la más popular desde los actos por el retorno de la democracia. Los que tienen la sangre originaria, los que llegaron como esclavos, los que bajaron de los barcos, los que vinieron en avión, el crisol de razas que forma la gran colectividad argentina, estuvieron presentes ayer en el “Desfile de la Integración”, y la tonada latinoamericana fue la que fusionó a los espectadores.
La colectividad de los países árabes es la tercera en cantidad en la Argentina, pero de la A a la Z es la primera en aportar su cultura y costumbres al suelo del Bicentenario. Por eso, escoltando a la marplatense Guardia Nacional del Mar, la delegación de la danza del vientre abrió el “Desfile de la Integración” dispuesta a recorrer las seis cuadras del Paseo del Bicentenario para terminar abrazados al Obelisco. Con el cielo gris amenazador. Los alemanes y los armenios siguieron el orden del desfile sin mojarse sus trajes típicos.
La Pachamama fue la que abrió el cielo y trajo el agua sobre el asfalto. Para los más bajitos, que no alcanzaban a pasar la mirada entre la gente agolpada contra las vallas, la Pachamama volaba por el Paseo del Bicentenario. Para los más altos llegaba el desencanto al ver las cuatro ruedas que la hacían levitar. Sin embargo, Leonor y Juan, que hace diez años llegaron al país, desde su Cochabamba natal seguían “como en casa” la celebración de los caporales –hombreras y cascabeles para los hombres, vestidos de campana y gorras para las mujeres; explosión de colores para todos lados– que parecían agradecer a la lluvia por el carnaval. “Jallalla Argentina”, el saludo aymara, se escuchaba por segunda vez en la semana, la Whipala volvía a flamear sobre la 9 de Julio, después de la movilización de los pueblos originarios del jueves.
“De esto no me olvido más”, aseguró Silvia Pozzani, debajo de su paraguas y sosteniendo la bandera argentina, pero no se refería a la delegación italiana retrasada en el abecedario del desfile sino a la “felicidad por participar de una celebración de encuentro, debate y respeto”. Sobre Avenida de Mayo la descendencia quedaba de lado, todos pasaban por el puesto del Paseo donde se entregaban escarapelas gratis. Mónica no paraba de repartir la insignia patria, en forma de sticker, y volteaba los ojos y suspiraba cuando pensaba en las miles que ya había despachado. “¿Me das cinco?”, la apuró una chica.
De vuelta al desfile, una réplica inflable del Cristo Redentor de Río de Janeiro avanzaba junto a las bahianas de túnicas blancas o “mamá vieja” y el axé (fuerza vital) cortaba la lluvia, marcando la raíz de la religión colonizadora y su fusión con las raíces afroamericanas, presente en el país por los 34 mil brasileños que eligieron la alegría argentina y por los cerca de 2 millones de afrodescendientes argentinos. “Tudo bem. Termina o desfile e te ligo”, dijo, breve, un turista brasileño mientras seguía, entre charcos, al Cristo.
Mientras el monumento del cerro Corcovado avanzaba para ubicarse detrás del Obelisco, los búlgaros –son unos 40 mil descendientes en el país– también lucían su cultura y detrás de ellos, los coreanos. Desde el palco oficial, el canciller Jorge Taiana aplaudía junto a otros embajadores con las palmas rojas, por tanto despliegue, y frías gracias a una llovizna que no se detuvo.
Entonces, los colombianos llegaron para ponerle calor con cumbia y un poquito de café. “100 por ciento colombiano”, decía el poncho amarillo, azul y rojo de Willian, que seguía el desfile junto a su familia, radicada hace cinco años en el país. “Ya extraño poco, uno va echando raíces y se acostumbra al vivir de aquí, que es muy bonito”, aseguró el “pelado”, como le diría un amigo en su país.
Antes los chinos habían arremetido con sus dragones, en la delegación más nutrida, que provocó un comentario clásico desde el público: “Son muchos los chinos”. La llovizna empezaba a molestar, los paraguas de Mayo eran una tapa de Billiken y los Bomberos Voluntarios de La Boca montados en antiguas autobombas eran un mal presagio para el chaparrón que se venía. Después del desfile bombero, algunos friolentos conformes con la batalla de hachas y espadas recreados por los guerreros dinamarqueses, las castañuelas de los niños y niñas españoles y las polleras y gaitas escocesas empezaron a volver a casa.
Pero el desfile no había terminado: llegarían los kimonos japoneses, los exóticos atuendos nigerianos y los mariachis mexicanos. “Hay que aprovechar, ahorita, a festejar aquí. Pronto llega nuestro bicentenario”, adelantó Luis, un mexicano residente en la Argentina desde hace dos años, que no podrá estar en septiembre en tierra azteca. “¡Renato! Ahí va un equipo de nuestro álbum”, señaló un pequeño desde los hombros de su papá a su hermano, recordando su colección de figuritas con banderas: el desfile ya tenía el título de Mundial. Pero por si faltaba integración, la delegación de Uruguay salía, a pura murga, a demostrar cuánto se pueden parecer dos naciones más allá de las banderas.
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