EL PAíS › EL TEATRO FUE REMODELADO A UN COSTO APROXIMADO DE 100 MILLONES DE DóLARES
La obra de restauración, iniciada durante gestiones anteriores, fue paralizada durante la actual y se terminó en un final acelerado. Trabajaron los profesionales más respetados en la materia y su acústica permanecería intacta.
› Por Diego Fischerman
Opinión
La propaganda del gobierno de la Ciudad invita a ver hoy la reapertura del Teatro Colón. Desde afuera, claro. Y, casi como un chiste de mal gusto, aclara que el espectáculo (que se realizará adentro) no se suspenderá por lluvia. Al fin y al cabo, si hace doscientos años hubo un pueblo que quería saber de qué se trataba (adentro) bajo los chubascos otoñales (afuera), por qué habría de ser distinto en la conmemoración de aquella empresa. Es obvio: jamás podrían caber en un teatro todos los habitantes de una ciudad. Pero la torpeza comunicacional guarda una precisa relación con los gestos que hasta ahora han emanado de las autoridades con respecto al teatro comunal de ópera. Señales, sin duda, hacia adentro.
El Teatro Colón se abrirá, es un hecho. Estará limpio como nunca, restaurado en miles de detalles y el solo hecho de que todas sus lamparitas funcionen será una novedad de fuste frente al progresivo deterioro edilicio y a la falta de manutención adecuada de los últimos treinta años. Y todo indica, hasta ahora, que su famosa acústica estará intacta. Es decir que, más allá de las miles de percepciones subjetivas que pueda haber de ahora en más, se tomaron todos los recaudos, se eligió a los profesionales más respetados en la materia, se realizaron las mediciones correspondientes y, sobre todo, a diferencia de lo que sucedió con todos los otros temas atinentes a la reparación, en ese campo no hubo incesantes cambios de planes. Pero lo que se intenta presentar como una nueva Gesta de Mayo no es más que el final de obra de una restauración que había sido interrumpida precisamente por quienes ahora acercan triunfales su tijera a la cinta inaugural, y muchos de cuyos aspectos estructurales más importantes (sistema de apagado de incendios, cimientos, bombas, impermeabilizaciones) ya habían sido concluidos antes de su arribo a la gestión pública.
Cuando Mauricio Macri asumió como jefe de Gobierno de la Ciudad sólo restaban las obras de escenario y platea, y las mismas hubieran sido más fáciles, rápidas y baratas de no haber sido detenidas durante más de un año. La restauración del Colón salió, aproximadamente, 100 millones de dólares. El gasto fue realizado por una ciudad colapsada en varias materias, entre ellas la cultural, como muestra la falta de financiación del Teatro San Martín puesta en escena por la burlesca fiesta de cumpleaños de la que fue partícipe en su afán por conseguir fondos. Lo que podrá indicar si el gasto fue justificado o no serán las respuestas a algunas preguntas pendientes. Dos de ellas se refieren, en concreto, a las obras realizadas. ¿Se hizo todo lo que se tenía que hacer? Y, principalmente, ¿todo lo que se hizo se tenía que hacer? El Colón, 100 millones de dólares más caro que antes, ¿tendrá menos o más dificultades para producir? No debería olvidarse, en ese sentido, que el origen de estas reformas edilicias tuvo que ver con la comprobación de que su escenario y sus condiciones de producción eran obsoletas. ¿Lo son menos ahora? Si el único objeto de esta última parte de los arreglos fue tan sólo decorativo, el monto fue sin duda exagerado para las posibilidades de una ciudad como Buenos Aires. Y si en algo las condiciones de producción se hubieran empeorado, resultaría directamente inadmisible.
Pero allí es donde entra a tallar la cuestión más importante, en tanto atañe al destino final del teatro. Su actual director, Pedro Pablo García Caffi, asumió hace apenas quince meses y, con profesionalismo, consiguió armar una temporada con algunos puntos muy altos, como los del Abono Bicentenario que incluye a artistas de la talla de Barenboim, Yo-Yo Ma o el extraordinario pianista Andras Schiff. Su margen de acción era bastante escaso y aperturas de temporada que implicaran encargos especiales o coproducciones deberían haber sido decididos mucho antes de que él arribara a la función, cuando su antecesor desvariaba acerca de la “música linda” y la “música fea”. Pero el inicio con La Bohème, de Puccini, y la gala inaugural incluyendo uno de sus actos y uno del ballet El lago de los cisnes, de Tchaikovsky, están lejos de ser simples concesiones a la posibilidad. Son mensajes. Y lo son hacia adentro. Hacia el público cautivo. Hacia muchos de los abonados que se sienten dueños del teatro y para quienes ese “como decíamos ayer” suena a bálsamo. El Colón será lo que fue, y quienes dicen pagarlo sienten el derecho a imponer que así sea. Como todo razonamiento falso, basa una construcción impecable en un soporte equivocado. Y es que el recupero por ventas de entradas (que además no son sólo los abonos) de un teatro como el Colón difícilmente exceda el 15 por ciento de sus gastos totales (el Covent Garden, uno de los de mayor recupero, ronda el 20). Lo que significa, lisa y llanamente, que el 85 por ciento de sus gastos es sostenido por el total de los contribuyentes, de los que los abonados representan aproximadamente un 1 por ciento. Para poner las cifras en un plano más comprensible, si sólo se pensara un Colón para ese público, 99 personas estarían pagando los gustos de una sola. También en ese caso los 100 millones de dólares resultarían una dilapidación. Para que eso no suceda, deberán mediar políticas que difundan y extiendan lo que el teatro hace, y diseñarse acciones destinadas a un público interesado en la cultura que, por ejemplo, concurre al Bafici o al Festival de Teatro o al Festival de Jazz. Un público al que el Colón había comenzado a hablarle durante la gestión de Sergio Renán, con la creación del CETC, con aquella Metrópolis de Lang con música en vivo de Martín Matalón o con el encargo y estreno de La ciudad ausente, de Gandini y Piglia, y al que, actualmente, no interpela en absoluto.
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