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› Por Mario Rapoport
La celebración del Bicentenario es oportuna para hacer un balance de la evolución económica y social del país en el largo plazo, aunque algunos análisis históricos basan ese balance, de manera casi obsesiva, en la comparación entre la “brillante” Argentina del primer centenario y la “decepcionante” de nuestros días. “Casi un siglo de caída económica”, se titula un artículo publicado recientemente sobre este tema (Roberto Cortés Conde, en La Nación, 14-5-2010) En síntesis, el argumento es el siguiente. Desde las últimas décadas del siglo XIX hasta la primera década del nuevo siglo, la Argentina pasó de ser un país atrasado y marginal a figurar entre los primeros del mundo por su renta per cápita y sus indicadores de bienestar. Pero la declinación posterior fue igualmente notoria, hasta ubicarnos nuevamente en el pelotón de los países subdesarrollados. Esa declinación coincide, en la óptica de la corriente historiográfica liberal, con el fin del modelo agroexportador, cuando se profundizó la intervención del Estado en la economía y se impulsó un proceso de industrialización que cerró la Argentina al mundo, redistribuyó ingresos de manera irresponsable y la llevó a crisis económicas recurrentes, procesos inflacionarios y un sistema político inestable.
La exaltación del modelo agroexportador empalma, sin duda, con ideas que se expresaban en el primer Centenario. El ex presidente Carlos Pellegrini señalaba, por ejemplo, en la introducción de un libro escrito cuando se celebraba aquel acontecimiento: “La Argentina ocupa ahora una posición tan significativa como la que tenía Estados Unidos a comienzos del siglo XIX y, de continuar esta evolución, antes del fin del siglo XX el país tendrá, sin duda, una importancia igual a la de Estados Unidos en los tiempos presentes”. Propuesta aparentemente modesta, porque comentando esta opinión al presidente norteamericano Theodore Roosevelt, éste le habría respondido que la Argentina necesitaría “menos tiempos que eso” para lograr ese objetivo: sólo cincuenta años (en Martínez y Lewandosky, The Argentine in the Twentieth Century, 1911, p. xliii). Toda leyenda amalgama, sin duda, realidad y fantasía en proporciones diversas y se transmite de generación en generación encubriendo, en muchos casos, los datos objetivos proporcionados por el contexto socioeconómico. El modelo agroexportador, cuyo punto culminante fue la época del Centenario, tuvo una apreciable performance en materia de comercio exterior, y presuntas altas tasas de crecimiento del PIB (no había entonces cálculos del producto e ingreso nacional), lo que alentó a la clase dirigente a imaginar un brillante “destino manifiesto” para la República Argentina. Fue en ese marco que se configuró la metáfora que atribuía al país del Plata la condición de “granero del mundo” o “granero del orbe”, según la generosa licencia poética de Rubén Darío, aunque no se pudieran ocultar los altos niveles de pobreza y las profundas desigualdades sociales que existían en el interior de la sociedad argentina. Ni tampoco, como los autores del libro que citamos lo admiten, desconocer la carencia de una auténtica democracia en un país donde las elecciones estaban manejadas por el gobierno. Resulta “difícil decir si esto es así –afirmaban–, porque no hay una verdadera opinión pública, o si esa opinión pública no existe porque el gobierno usurpa las funciones del electorado” (p. xxii). Opinión pública “invisible” en la que debían incluirse también los millones de inmigrantes que habían venido a trabajar y habitar la Argentina.
La clase dirigente de entonces, una cerrada oligarquía –dueña mayoritaria de las mejores tierras del país–, confiaba, por otra parte, en la supuesta inagotabilidad de las riquezas naturales; en la perenne continuidad del endeudamiento externo, que contribuía a financiar la infraestructura de transporte y el desarrollo urbano y rural (pero también producía repetidas crisis financieras); y en la inamovible disposición del mundo a adquirir y abonar los bienes producidos en las fértiles y vastas extensiones de la Pampa Húmeda.
En verdad, esto último estaba enmarcado en una división internacional del trabajo cuyo eje era Gran Bretaña, el poder hegemónico de la época, que proveía sus capitales y manufacturas, y necesitaba las materias primas y alimentos baratos, pero no la competencia a sus productos industriales: esto indicaba las características asimétricas y dependientes de la inserción de Argentina en el mundo. La realidad no tardó, además, en mostrar que el país contaba con una base productiva limitada que distaba de brindar a su población en crecimiento un bienestar como el que empezaban a alcanzar los habitantes de Australia, Canadá, Estados Unidos y las naciones del norte europeo. Cuando estalló la crisis mundial en 1929, la clase dirigente (otra vez la oligarquía en el poder) debió abrazar medidas otrora consideradas revulsivas para sus convicciones, pero ineludibles a la hora de capear una tempestad gestada en otras latitudes. El rumbo industrializador adoptado en la Argentina, sobre las endebles bases heredadas del modelo agroexportador, no fue una respuesta equivocada a las nuevas condiciones del mundo sino la adaptación al panorama impuesto por una realidad que escapaba al control de la elite local. Luego, otra orientación política afirmó ese rumbo y le agregó un programa social del que el país carecía.
Ahora bien, resta saber cuáles son los factores que dan cuenta de la divergencia en el camino transitado por parte de Australia y Canadá, dos países (entonces colonias) que despegaron económicamente en condiciones internas y externas con similitudes a las nuestras: extensos territorios, grandes riquezas naturales y escasa población. Al realizar una comparación con esas naciones, entre las principales diferencias se encuentra la estructura de tenencia de la tierra. Frente al dominio del latifundio en nuestro país, acompañado por un sistema de arrendamiento que dificultaba la incorporación de tecnología, en Australia la posesión de la tierra quedaba en manos de la Corona, y cuando se otorgaban adjudicaciones, se lo hacía exigiendo mejoras en la utilización de la misma.
En el caso de Canadá, predominaba allí la explotación de medianas extensiones personificada en la figura de los farmers, quienes habían obtenido la propiedad de sus campos en forma gratuita y a quienes esa condición les facilitaba el acceso al crédito, haciendo posible la adquisición de maquinarias y el mejoramiento de las explotaciones. Por el contrario, la Argentina no logró generar una clase media rural significativa, lo que implicó, al ser prácticamente el sector agropecuario la actividad económica que motorizaba al país, una gran concentración de poder en manos de grandes estancieros, que promovieron la más amplia apertura comercial a fin de colocar sus productos agrícolas. Esto se diferenciaba de lo que ocurría en Canadá, donde la “Política Nacional”, industrialista, encabezada por el primer ministro MacDonald, facilitó el desarrollo manufacturero desde 1890; o de las preferencias otorgadas en Australia a firmas locales por licitaciones del gobierno, particularmente en torno del abastecimiento de materiales para los ferrocarriles y las comunicaciones en general, incentivando áreas como la metalurgia y la producción de maquinarias agrícolas. Estos hechos muestran las distintas capacidades con que los tres países enfrentaron el proceso de industrialización a partir de la abrupta caída en el comercio exterior que siguió a la crisis del ‘30 y permiten dilucidar el supuesto misterio que se escondería detrás de las divergencias en el grado de desarrollo de sus economías, muy superior, desde esos años, al de nuestro país. Las esperanzas de Carlos Pellegrini no se cumplieron y la Argentina entró al siglo XXI con más incertidumbres que certezas. Pero ello se debe no sólo a un futuro difícil de pronosticar sino, y sobre todo, al balance de un pasado que no ha sido suficientemente bien comprendido.
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