EL PAíS › DOS REFLEXIONES ACERCA DE LAS CELEBRACIONES POR EL BICENTENARIO
María Matilde Ollier y María Pía López analizan lo que fue la fiesta por los 200 años de la Revolución de Mayo. No sólo destacan la masividad de la participación popular, sino sobre todo la calma que mostró la gente en la calle.
María Matilde Ollier, politóloga
Un festejo deslumbrante. Una fiesta para el pueblo argentino. Un Estado nacional que mostró una capacidad de organización que no deja lugar a dudas, que alimenta una esperanza: es posible tener un Estado eficiente. Un Estado local que con la terminación del Teatro Colón probó que cuando hay continuidad y decisión para llevar adelante una política pública, ésta puede ser realidad. Ninguna reflexión sobre los festejos puede obviar aquello que el poder político ha hecho bien en esta ocasión. Todos los análisis coincidieron en destacar la participación de la sociedad en estas fiestas, participación que sorprendió a los propios organizadores, a los opositores, a los medios y a la ciudadanía en general.
Pero lo llamativo no es sólo la participación en sí misma, sino la manera pacífica y calma con que ésta fue llevada a cabo. Pues la Argentina venía siendo testigo de otras participaciones desde hacía bastante tiempo. Con excepción de la despedida al ex presidente Raúl Alfonsín, el país estaba presenciando un espacio público radicalmente diferente, con calles pobladas por otros ruidos. Me refiero a una participación expresada en los escraches a oficialistas u opositores, y en los cortes: el corte del puente, el corte de rutas, el corte de calles y el corte de autopistas. En muchos de esos cortes se han visto, bajo diversos motivos, dos Argentinas. En verdad, no pocas veces se ha hablado de las dos Argentinas. La expresión ha referido a las cuestiones más variadas, por lo tanto me siento autorizada para aludir, en esta oportunidad, a las dos Argentinas de la Semana de Mayo y que estaban representadas en el palco y en la calle. En el palco estaba la Argentina fragmentada, dividida, facciosa, la que demostró no haber superado las divisiones y las disputas aunque más no sea para festejar un cumpleaños más que especial, el que nos ocurre cada cien años como habitantes de nuestro país. En la calle, por el contrario, estaba otra Argentina, alegre, gozosa, calma, unida; tan unida que obligó a la otra en la sesión del Congreso de la Nación, al día siguiente, a mostrar una unidad que ya creíamos incompatible con esa institución.
Sin embargo, el ejemplo de la Argentina en la calle no fue suficiente y a renglón seguido, al tiempo que la sorpresa por la participación de la gente en los festejos obligaba a los parlamentarios a bajar sus tonos, otra disputa empezaba: quién había ganado y quién había perdido, quién había capitalizado, y quién no, los festejos. Toda una parrafada de enconos velados que no lograron, en cambio, ocultar la verdad: ni el Gobierno ni la oposición hubiesen logrado convocar a esta fiesta en su propio nombre. La verdad es que se trató de una participación que respondió a una convocatoria de la cultura y de la historia, más allá de cuántos simpatizantes del Gobierno hayan constituido el grueso de los festejos. La cultura permite cosas que la pelotudez de la política no permite, habría dicho el presidente José Mujica.
Sin embargo, la fiesta fue un hecho político. Pero no partidario, o en términos de capitalizar para uno o para otro, o en sentido de acumular en uno u otro lugar, sino político como creación del espacio público y como mensaje de una nación que nos involucra a todos más allá de nuestras preferencias. La pelea entre los políticos no consiguió convencer a muchos ciudadanos de que sus motivos de encono resultaban más importantes y trascendentes que aquello que se estaba celebrando. La manera pacífica de participar constituye, de manera clara, una prueba de ello. A nadie se le ocurrió agitar una pancarta a favor de su bando frente al Cabildo o frente al Teatro Colón, aun cuando cada uno de los participantes pueda dar la razón a uno u otro sector en esa pelea; aun cuando haya muchos motivos de conflictos y de disputas. Por eso la celebración fue una lección sobre qué quiere el pueblo argentino. El que mejor lo exprese, sin duda va a dar el salto que permita, en la próxima prueba, acortar la brecha entre las dos Argentinas.
María Pía López, socióloga
Fue una fiesta. Vasta y callejera. Interrumpió las lógicas cotidianas de uso del espacio público y también las derivas urbanas habituales. Porque si esta ciudad, como tantas otras, en las últimas décadas fue rehecha por lógicas de segregación social que espacializaron la polarización económica, construyendo ghettos para pobres y urbanizaciones privadas para ricos; durante estos breves días de mayo la heterogeneidad se hizo visible y en las calles se cruzaron aquellos que provenían de los barrios más dispares. También, porque si en los últimos años primó la retórica de la inseguridad, basada en la idea de que salir a la calle era peligroso y cruzarse con desconocidos una amenaza; los días de la fiesta la multitud era el mar del cuidado, del respeto mutuo y de la consideración.
La fiesta fue alegría de ritualidad escolar –con marchas militares incluidas–, de hinchada de fútbol, de espectáculo masivo. Puso en escena una ciudad y un país que no se parecen a sus cotidianos dolidos por la pobreza o la segregación. Materialmente hizo del Bicentenario no sólo el plano de una rememoración, sino el de una existencia social a construir con una idea de igualdad democrática profunda. Auscultar eso que sucedió, en la espontaneidad de las multitudes caminantes, oyentes, festivas y recordatorias, es extraer imágenes posibles para la vida del presente, de los anhelos no explícitos en los recorridos habituales de la nación.
Esa fiesta fue el marco popular de una narración sobre la historia argentina. Una narración que, con imágenes proyectadas, con stands, con músicos, con retratos de patriotas, con una dramaturgia de grandes escenas, situó la historia argentina como un capítulo de la emancipación latinoamericana. Contra el relato de la Argentina del Centenario, recostado en el vínculo con Europa y en la puesta en escena de una paz social inexistente, para tranquilizar la mirada de los visitantes extranjeros, se erigió este otro relato, hecho de latinoamericanismos y de reconocimientos del carácter conflictivo de la existencia política, poniendo en el centro de los acontecimientos aquellos que fueron actuados por el activismo militante del siglo.
La Argentina de esos años estaba siendo rehecha por las multitudes inmigratorias europeas; la actual por la migración de los países de la región. Por eso, situar los hechos de la historia nacional en la historia del continente no es sólo un acto simbólico: es lo que en el plano de los símbolos corresponde a las efectivas políticas de apertura de las fronteras y de legitimación de los derechos de los migrantes y a la apuesta por instancias de articulación regional como el Unasur. Del mismo modo, la centralidad de Madres y de Abuelas de Plaza de Mayo en la conmemoración es lo que corresponde en el plano simbólico a las efectivas políticas de reparación y juicios respecto de los crímenes de la última dictadura.
Hace cuatro años un cuadro fue descolgado. Este 25 varios retratos fueron colocados en una suerte de panteón de las luchas emancipatorias, dejando el hilo de una tarea siempre reanudada y siempre inconclusa.
El relato corresponde, entonces, a los reales hilos que traman la Argentina contemporánea. La fiesta a los tiempos utópicos, esos que recorren como hálito cada presente, para recordarle aquello que una y otra vez se debe reabrir: la hechura popular de los acontecimientos históricos. Es más sencillo develar lo que significa el primero, que saber lo que llama, sordamente, en el segundo. Pero su fugaz paso –con la fugacidad de la fiesta– debe ser preservado: otra ciudad se vivió en esos días. Bastante más parecida a aquella en la que querríamos vivir.
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