EL PAíS
› LOS CARTONEROS LLEVARON ALIMENTOS A TUCUMAN
El día que por fin llegó el tren
Después de 25 horas de calor y paradas, los cartoneros y los asambleístas porteños llegaron a Tucumán llevando su ayuda a un comedor infantil. Página/12 compartió el viaje, la alegre recepción y la explosión de solidaridad.
› Por Irina Hauser
Desde San Miguel de Tucumán
Los aplausos ya se escuchaban a lo lejos, pero comenzaron a crecer más y más a medida que cada cartonero y cada asambleísta bajaba del tren. Una multitud alborotada de tucumanos esperaba a la medianoche en el andén, encabezada por un cordón de chicos que alzaban un cartel rodeado por una guirnalda dorada y que llevaba escrito con marcadores de colores “Bienvenidos hermanos cartoneros”. El contingente solidario que llegaba de Buenos Aires se aglutinó en otro extremo, desplegó una bandera argentina y comenzó a caminar derecho hacia sus anfitriones. “Tucumán, Tucumán”, cantaba un grupo, “cartoneros, cartoneros”, redoblaba el otro, a medida se iban acercando frente a frente hasta encontrarse y mezclarse todos en abrazos múltiples como si se conocieran de toda la vida.
Enseguida cartoneros y caceroleros porteños olvidaron el cansancio y la mufa de haber pasado más de un día de viaje tirados, muchos de ellos, en el suelo entre vagones. Con fuerzas renovadas pudieron bajar de la bodega los más de 1.000 kilos de alimentos, ropa, juguetes y medicamentos que juntaron a lo largo de un mes ante el pedido desesperado que les había hecho llegar por carta el comedor Conejitos Felices, que recibe a 100 chicos por día, ubicado en el barrio Juan Pablo II.
–Ustedes no se imaginan lo que esto significa para nosotros. Tuvimos que cerrar otros jardines por falta de alimento, estamos tan agradecidos –suspiraba tembloroso Gabriel Zelarayán, uno de los encargados del comedor, ante algunos de los recién llegados que lo miraban absortos.
La gente aplaudía sin parar mientras armaba una ronda alrededor de la montaña de cajas que quedó junto a la locomotora. Con una sincronización impresionante se fue trazando desde ahí hasta la puerta principal de la estación una cadena de mujeres, hombres y niños por la que saltaban paquetes y bolsas de todos los tamaños. Un camión esperaba en la puerta para albergar las donaciones y trasladar con ellas hasta el comedor a la multitud que se había formado. Todo fue mucho más sencillo y rápido de lo que habían imaginado los viajeros, temerosos de que les robaran la mercadería o se entrometiera alguna fuerza política para capitalizar lo que era un logro pura y exclusivamente de ellos. Cerca de la una de la madrugada del domingo ya estaban todo y todos en su lugar de destino.
Conejitos Felices está en una zona de casas bajas y precarias, con calles de tierra embarradas por la lluvia que coronó un sábado de 45 grados. Una larga mesa hecha con caballetes y tablones aguardaba junto a la fachada de cemento y ladrillos chuecos. Un cartel atado con alambre indicaba el nombre de la entidad y a la derecha, junto a la entrada estaba, aún caliente, el horno de barro donde las cocineras habían preparado empanadas tucumanas de bienvenida. Un nuevo engranaje humano permitió bajar las cajas mientras unas 200 personas se agolpaban en el lugar, trepadas hasta por las paredes y las rejas.
Laura Igarzábal y Gabriel coordinan allí, desde febrero del año pasado, los almuerzos y meriendas que se sirven de lunes a viernes. Al lugar concurren chicos de hasta 14 años, muchos de ellos con bajo peso. El alimento proviene de donaciones y de lo un grupo de mamás logra recolectar golpeando puertas. Lo que más les cuesta conseguir es carne. “Hace poco estuvimos dos días sin poder recibir a los niños porque no teníamos qué darles. Nos dolía el alma, pensamos que no remontaríamos más la situación”, comentó una cocinera, de pelo negro lacio y remera blanca.
–Es increíble, lo que no hace el Gobierno lo hacen ellos, que no tienen nada –decía mirando con adoración a los cartoneros un señora menuda y de pelo cortito, que ayuda a dar de comer en el lugar.
“Cartoneros, cartoneros”, vivaban otra vez algunos vecinos. El espíritu festivo iba en aumento, mientras circulaban vasos de gaseosa. Todo elmundo se concentró bien cerca de la mesa y con toda naturalidad los visitantes comenzaron a hablar de a uno. Gabina Argañaraz, una de las cartoneras, contó cómo hicieron para juntar todo cerca de las estaciones de tren de Capital Federal donde ellos trabajan y entre sus conocidos de las villas de emergencia donde viven. Norma Flores, que también se dedica al cirujeo, recordó que la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA hizo un aporte importante de dinero y que allí tuvieron la posibilidad de relatar ante un nutrido grupo de científicos dispuestos a ayudar, todos los detalles sobre sus condiciones de trabajo y existencia. Lidia Quinteros reflejó el impacto que causó la llegada de la nota desde Tucu mán con el pedido de ayuda de pobres a pobres y agradeció a Carlos Sosa, el dueño de una parrilla al paso en Colegiales “ya que fue el primero en poner una caja para recibir cosas que llevara la gente”. Sosa, que viajó con ellos, agregó: “Tengo el corazón tan contento”. La ronda terminó con la entrega de la bandera firmada por el colectivo de cartoneros y asambleístas.
Apenas empezó a dar las gracias con su voz suavecita, Laura rompió en un llanto que no pudo dominar y se quedó abrazada a Isabel Zerda, una cartonera de cara angulosa y pelo negro hasta la cintura que desde hace un tiempo se instaló en Tucumán y fue la encargada de hacer llegar la carta a sus pares en Buenos Aires. Ricardo La Guidara, asambleísta de Colegiales, dijo bien fuerte, totalmente conmovido: “Está demostrado que si nos juntamos podemos hacer grandes cosas y que para eso tenemos que confiar en nosotros mismos”.
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