EL PAíS
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El viaje de un día y una noche de los pobres que ayudan a otros
Por I.H.
“Si no anda el aire acondicionado, mala suerte, saquen las ventanas”, ordenó handy en mano uno de los capataces del tren, minutos antes de que partiera rumbo a Tucumán, el viernes a la noche. Los técnicos abandonaron cualquier intento de reparación y cumplieron en sacar los vidrios con una destreza sorprendente. La escena primero despertó carcajadas y luego ataques de ira. Tres vagones más adelante, donde la refrigeración directamente no existía, estaba el contingente ilustre de cartoneros y asambleístas, intentando acomodarse. Irritados, agitaban los boletos que les había regalado en un aparente gesto solidario la empresa de ferrocarril que ahora los invitaba a sentarse en pasillos asfixiantes que lindan con los baños. Tenían por lo menos 25 horas de trajín por delante.
Lidia Quinteros, delegada cartonera, es tucumana, pero hace 27 años que no pisa su provincia. “Aquel último año que pasé en Tucumán no veía la hora de irme, había dictadura y todos los días se llevaban a algún vecino”, repasa. Miguel Carabajal también nació y vivió allá hasta 1987, cuando se cansó de trabajar sin ninguna perspectiva en las plantaciones de caña de azúcar. Se fue a Buenos Aires a probar suerte, tuvo trabajos formales, los perdió y hace dos años se dedica al cirujeo. Norma Flores dejó la tierra tucumana hace 12 años, y allí también a dos de sus cinco hijos, a quienes cría su hermana.
Pero el imán que conduce al grupo de 13 no pasa por el parentesco sino por un sentimiento de hermandad mucho más entrañable y difícil de rotular.
Luces en el camino
Sentados entre vagones, con las puertas abiertas, cartoneros y caceroleros comenzaron a reanimarse cuando al pasar por la estación Colegiales –cuya asamblea participa en la travesía– vieron una hinchada de vecinos que los saludaba con alegría. La emoción se duplicó cuando en José León Suárez una multitud de cirujas se paró cerca de las vías con sus emblemáticos carros mientras, como cortina de fondo, se prendían y apagaban las luces de sus rudimentarias casitas. La parada en La Banda, en Santiago del Estero, también depararía sorpresas, además de una ráfaga de vendedores de empanadas, bebidas y galletas. Un comerciante se acercó a los cartoneros para decirles que él quería donar cientos de kilos de porotos y estaba inquieto por combinar con ellos para hacerlos llegar.
El tren, que había dejado de funcionar en 1999 y reanudó sus viajes con complicaciones el año pasado, llevaba más de las 900 personas para las que tiene capacidad.
–¿Me da una ensalada de bronca? –ironizó Lidia ante uno de los mozos que atendía el vagón comedor, donde optó por sentarse con Rosa y María luego de un rato de viaje.
“A mí lo que me molesta es que me mientan, dando por hecho que por ser cartoneros vamos a tener que tirarnos en cualquier parte como trapos”, refunfuña. Lidia tiene una personalidad arrolladora y se impone ante los demás como una suerte de líder natural aunque, aclara, nunca militó política ni sindicalmente. Para viajar se fue muy arreglada, con su pelo largo bien peinado, unos anteojos de marco dorado y una remera de hilo beige. Pero después de unas horas no aguanta más y anuncia que se va a ir a mojar la melena al baño. “Me gusta hacer eso cuando ando cirujeando”, dice. Es uno de tantos rituales que adoptó y que se resiste a abandonar, cualquiera sea el contexto. “Creo –arriesga– que ahora ni siquiera quisiera dejar de ser cartonera. Más allá de que me ayude a subsistir, me gusta porque es algo que uno hace en conjunto, con la gente del Tren Blanco. Y a veces me parece que algunos me necesitan.”
Paciencia
Rosario era una esperanza. Ahí, les había dicho el guarda, podían llegar a desocuparse asientos. Mientras tanto, el comedor terminó convirtiéndose en centro de reunión de los que ya no sabían en qué posición acomodarse. En ese vagón la ventilación era casi nula, había posters de Rodrigo, la Sirenita, paisajes cualquiera y poemas melosos. La musicalización saltaba de la cumbia al estilo country y viceversa. Vendían minutas, gaseosas, cerveza y vinos baratos, incluso en tetra-brick. A la medianoche estaba repleto, especialmente de mochileros que componían una proporción asombrosa de los ocupantes de la formación. Norma Flores iba y venía, atando y desatando con sus anchos brazos su pelo lacio cobrizo. Disfruta enredarse en las anécdotas de su vida cotidiana. “Mi última pesadilla son los porteros de los edificios. Están los que te mezclan los papeles con toda la basura y te complican la vida pero, peor, los que ahora juntan los diarios que tira la gente y te los quieren vender”, protesta. Por semana, hace la cuenta, ella logra ganar unos 60 pesos. “Con la comida me arreglo porque ya tengo muchos negocios amigos que me dan”, dice orgullosa.
A la mesa se fueron sumando Ricardo La Guidara, herrero y padre de tres hijos que se fueron a España; Rubén Rodríguez, de 17 años; Carlos Sosa, el dueño de la parrilla donde nacieron la colecta y los planes para el viaje; y Andrés Pérez Esquivel, de 18 años. Los tres primeros son de Colegiales y Andrés, de la asamblea de Palermo Viejo. Después de unas cuantas botellas de vino, Sosa se puso a cantar, afinado él, canciones de Sandro y tangos varios. Las damas, a sus pies rendidas.
Todo revuelto
En el sector de asientos pullman, tres mochileras tejían (y destejían) despatarradas sobre la alfombra gris, otras hacían collares de mostacillas y un grupo mixto, donde predominaban las boinas y los aros en la nariz y las cejas, cantaba con dos guitarras. El vagón de la misma clase que se quedó sin ventanas, y-si-llovía-que-se-arreglen, apestaba a olor a sandwich de milanesa. En la primera fila, una pareja mayor leía cada uno una Biblia. El sector de camarotes era un mundo aparte, fresco y cómodo. En ese pasillo, un santiagueño que iba con su esposa y una hija de dos años, y a quien le habían vendido tres pasajes duplicados, hacía un pronóstico alarmante: la última vez que había tomado ese mismo tren tardó dos días en llegar a Santiago. En un tramo, contó, se habían quedado sin combustible; en otro, una señora intentó suicidarse –sin éxito– arrojándose a las vías y casi todo el tren fue a ofrecerse en el momento como testigo. Una mujer quejosa, retirada de la policía, lo escuchaba aterrada, con el maquillaje intacto pese al correr de las horas.
La parada rosarina fue alivio para pocos de los integrantes de la delegación solidaria. Gabina Argañaraz, otra delegada cartonera, pudo sentarse. Norma explica que Gabi, de 34 años, es enferma cardíaca y, sentada a su lado, le corre el cuello de la remera azul para mostrar que tiene una enorme cicatriz en el pecho. Su afección se agravó en algunos de sus siete partos y ahora tiene una válvula artificial que deberán cambiarle este año. La noche es larga, pero el día también. A las 11 de la mañana, en algunos sectores del tren el calor es insoportable. El grupo había quedado dividido en tres. Rubén, Andrés, y otros dos cartoneros, Damián y Fabián, pasaron horas en las escaleritas de los costados intentando dormir y tomar aire. Otros lograron sentarse en asientos reclinables, pero algunos se sentían muy atraídos por volver al comedor, a pesar de que allí no corría ni una gota de viento.
Ricardo tiene un brazo enyesado y le gotea la frente. El 19 de diciembre, cuando hacía una manifestación en el barrio, lo atropelló un auto que quiso romper la protesta. Fuma un cigarrillo tras otro, igual que Sosa que, además, desayuna cerveza. Norma muestra sus tobillos hinchados yse coloca una botella de agua hecha hielo. Por momentos funciona la ronda de mate, hasta que la mesa es un completo enchastre. Sosa vuelve a cantar, y se anima a bailar cuando un mozo sube el volumen de la música intentando callarlo. Hablaron de todo, hasta de cómo habían convencido a sus parejas de que querían viajar. El atardecer los encuentra más calmos, volviendo sobre la reflexión de Ricardo, aunque les inquieta cómo será la bienvenida. Sosa es el único que queda junto a la ventana abierta. Los demás se reparten por distintos rincones, casi en silencio. Norma lagrimea. El tren llegó demorado, como es de rigor en un país bananero. Pero los cartoneros y las asambleas llegaron a tiempo.
Nota madre
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