Jue 02.12.2010

EL PAíS  › JULIANA GARCíA RECCHIA DECLARó EN EL JUICIO SOBRE LA APROPIACIóN DE SU HERMANA

“A mi hermana la busqué toda la vida”

Juliana tenía tres años cuando asesinaron a su padre y secuestraron a su mamá, embarazada. Encontró a su hermana en febrero de 2009. Ayer relató ante los apropiadores que están siendo juzgados la historia de sus padres y su propia búsqueda.

› Por Alejandra Dandan

Juliana García Recchia tenía sentados enfrente a los dos apropiadores de su hermana. La defensa la interrumpió en un momento para pedirle algo de mesura: “Esperé treinta y dos años a que llegara este momento”, dijo apenas el tribunal calló a la defensa. “Una apropiación es algo terrible, es reducir un sujeto a condición de objeto, como mi hermana lo fue para ellos”. Y dijo: “Quiero decir cosas porque es el momento, si uno se guiara por sus instintos más básicos, perdonen por lo que digo, pero daría una piña. Pero estoy acá, dando las posibilidades de que se defiendan y no me es agradable: yo no sé si a (José Luis) Ricchiutti es la primera vez que lo veo porque no sé si no vino al operativo en mi casa, es muy probable que nos hayamos visto hace treinta y tres años”.

Juliana nació el 30 de diciembre de 1973. Es la hija de Antonio García, asesinado en ese operativo en su casa, y de Beatriz Recchia, secuestrada cuando estaba embarazada y aún desaparecida. Ayer, Juliana declaró en la primera jornada del juicio oral contra los apropiadores de su hermana: Luis José Ricchiu-tti era un suboficial del Ejército del Batallón 601 de Inteligencia de Campo de Mayo y está detenido en Marcos Paz. Su mujer es Hélida René Hermann, un ama de casa que simuló un embarazo para fraguar la tenencia de su hermana.

“Primero quiero contar quiénes eran mis padres”, le dijo al presidente del tribunal, Alfredo Justo Ruiz Paz. Antonio había hecho la primaria como pupilo en el colegio de González Catán donde ahora trabaja Juliana. Era un excelente alumno, dijo ella. Dio clases en el Colegio Pío XII y trabajaba como operario en casa Stewart. Beatriz Re-cchia se crió en Munro e hizo la escuela primaria en la misma escuela donde Juliana estudió. Beatriz se recibió de maestra, ejerció como jardinera y empezó Historia en Filosofía y Letras. “Desde jóvenes tuvieron inquietudes sociales y políticas. Cada uno buscó por su lado, y esas inquietudes hicieron que se encontraran.” En 1972 se casaron y cuando Beatriz estaba por rendir uno de sus últimos finales nació Juliana: “Viví con ellos tres años y trece días; intensos tres años. Hay cosas que pude reconstruir a través de lo que me contaron y otras que viví, algunas conscientes y otras son sensaciones”.

Habló de una gran casa en Florida con conejos y perros. “Hay algo que tengo muy adentro: esa sensación del amparo que me tenían y de los abrazos y de los besos. Tengo en la piel los recuerdos de sus abrazos y de los besos: cuando yo hoy abrazo a mis hijas siento que ese abrazo me es conocido porque mis viejos me abrazaron y me quisieron mucho y eso fue la base para ser lo que puedo ser hoy.”

Beatriz estaba embarazada. Las cosas se habían puesto complicadas por las persecuciones y las caídas de compañeros. En diciembre de 1976, entre cambios de casa, llegaron a un PH de Villa Adelina.

La noche del 12 de enero de 1977 hacía mucho calor. Los tres dormían. El año pasado, en una vuelta al barrio, ella se animó a hablar con los vecinos y pudo saber qué pasó durante el operativo: “ Muchos de mis recuerdos eran reales –dijo–. Porque lo que me contaban y yo vi era tal cual lo tenía presente”.

Un grupo de tareas irrumpió en la casa. Su padre salió al patio y le dispararon desde un tanque: “Nos sacan a mi mamá y a mí, nos hacen pasar al lado del cadáver de mi papá. Ese era un recuerdo que yo tenía: ruidos fuertes y luego pasar por el cadáver de mi papá. La imagen estaba”.

Envolvieron a Beatriz con una sábana para paralizarla. “Me dijeron que mamá gritaba y yo iba de la mano de mi mamá. Que nos sentaron en un escaloncito. Que yo lloraba mucho, mucho. Para mí fue muy importante reconstruir esos últimos minutos, esa sensación de que no la iba a ver más y que es hoy irreversible.” Y siguió: “‘Mamá, mamá, mamá’, le decía yo todo el tiempo y yo que soy madre me imagino esa situación y me la imagino a mi vieja y me es de una angustia insuperable. Me imagino que ella no sabía qué le iba a pasar y el embarazo y a mí que en cualquier momento me separaban”.

A Juliana la llevaron a casa de los abuelos maternos. “Yo les contaba que habían venido unos señores malos que explotaban globos, que mi mamá tenía las rodillas lastimadas: con tres años recién cumplidos eso pude contar.”

Supieron que el cuerpo de Rubén había quedado en el cementerio de Boulogne. De su mamá, supo que estaba de viaje. “Preguntaba si se había roto el colectivo porque no venía a buscarme”, aunque a medida que se su familia se iba enterando de datos se los iban contando, hasta que le dijeron que a los desaparecidos los habían matado: “Yo tenía la sospecha, pero la confirmación fue una cachetada”.

De a poco, empezó a hacerse presente la idea de la hermana. Ya estaban en contacto con las Abuelas de Plaza de Mayo. “La busqué toda la vida: en las caras de otros chicos que podían tener su edad, en la calle y si alguien venía y me decía: ‘Vos te parecés a tal persona’, no era como a cualquiera: yo averiguaba quién era esa persona.”

Juliana, su familia y Abuelas contaban con el testimonio de dos ex detenidos desaparecidos de Campo de Mayo. Uno de ellos, Cacho Scarpati, había dado cuenta de la presencia de Beatriz, pero había dicho que creía que había tenido un varón. Durante mucho tiempo, Juliana buscó a un hermano. “Me sentía jugando a las escondidas, que mi hermana podía estar detrás de un árbol, pero no estaba sola escondida: el tema es que la tenían escondida.” Llegó febrero de 2009, en el que pudo sentir que cantaba el “pica” en el juzgado de la jueza Sandra Arroyo Salgado: “La encontré y les pude ver las caras a las personas que la tenían detrás del árbol”.

Juliana empezó a trabajar en Abuelas. Cada vez que llegaba alguien de la edad de su hermano perdía la calma: “Esa sensación de que en algún momento iba a abrir la puerta y me iba a encontrar con mi espejo”.

Desde 1984 había datos sobre Ricchiutti. Las denuncias decían que se había quedado con una niña. Que la había conseguido de un momento a otro, que la mujer no podía quedar embarazada y que le había contado a un vecino que se la había traído envuelta en una campera una noche de Campo de Mayo.

Llamaron a Bárbara a la casa. Pese a que no iba a ir, Juliana fue. Se sentó en el McDonnald’s del Obelisco y no dijo nada: “Me senté a un costado, hablé muy poco y me di cuenta de que era mi hermana: esas señales que yo esperaba, las tuve. Mi hermana estaba embarazada, y me di cuenta de su piel: las dos tenemos una piel muy delicada. La piel de la cara es terrible porque tenemos los poros dilatados y gastamos mucha plata en cremas y yo me dije: ¡eso es lo que yo veo en el espejo todos los días!”. Hubo gestos, modos. Y más tarde vio parecidos hasta los pies. Pasaron dos años hasta el resultado. Bárbara no quiso hacerse los exámenes por lo que podía pasar con sus apropiadores. La Justicia ordenó un allanamiento y ella aceptó sacarse sangre. Juliana no había vuelto a verla ni habló con ella hasta el 12 de febrero de 2009 en la Farola de San Isidro. La jueza las había convocado. Primero a una, luego a la otra. En el camino se cruzaron en el bar. “Necesito abrazarte”, dijo Juliana. “Nos dimos un abrazo que fue eterno, un abrazo postergado por treinta y dos años. Mi hermana se había materializado, estaba, la podía tocar, abrazar, oler, existía: nos habíamos encontrado.” Esa noche la llamó. Hermann la atendió y le reprochó lo mal que lo estaba pasando Bárbara. Cada vez que salían la llamaba por teléfono mil veces. Bárbara vivió en esa casa hasta octubre del año pasado: “Para mí tener que llamar a esa casa era esperar que me atienda Bárbara de movida porque tuve que soportar que le dijera: ‘Barbarita, hija, te llaman’. Y yo lo interpreto como una provocación”. Y subrayó: “Los dos son responsables”.

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