EL PAíS › OPINION
› Por Diego Tatián *
Comienza Videla. Aunque dice que pensó en llamarse a silencio como hasta ahora, declara haberse decidido a romperlo por la juventud y las nuevas generaciones. No habla ante un tribunal sino para la historia. Se trabuca, se equivoca, se le desacomodan las hojas. Pero no parece nervioso. Se cambia las gafas. Exhibe un esquema en cuyo centro está la expresión “guerra interna”. Afirma que no se trató de una guerra sucia, sino de una guerra justa, y cita a Santo Tomás. Desarrolla, pretenciosamente, una filosofía de la historia reciente. Habla como si hubiera condescendido a dictar una lección para legos.
Dice también: los guerrilleros eran un enemigo mimético, sin uniforme ni banderas, que usaban mujeres embarazadas como escudo para poner bombas y asesinar. Y dice otras cosas, hasta que llega a donde finalmente quería: esa guerra no terminó. Se trata de una “guerra imprecisa” que aún continúa por medios no violentos, y concluye: los enemigos derrotados en el campo militar hoy gobiernan el país, están en el poder, y quieren instaurar un régimen marxista a la manera de Gramsci. Se define como preso político e insta a la sociedad argentina a recuperar el protagonismo perdido (por protagonismo entiende: haber delegado en las Fuerzas Armadas la defensa de “nuestro estilo tradicional de vida”).
Dijo no haber venido a defenderse. Lo que se propuso en efecto fue justificar, con la repetición de una tosca versión de los hechos, la masacre de miles de personas, entre otros crímenes. Pero no lo hizo sin amenazas –que fueron aún más explícitas en el caso de la arenga a los gritos de Gustavo Alsina (quizás el más elemental y feroz de los asesinos condenados), incapaz de distinguir una sala de tribunales (y el mundo en general) de un cuartel militar; incapaz de advertir la diferencia entre “coraje cívico” y bravuconada energúmena despojada del menor pensamiento, que embiste sin importar lo que hay delante ni de qué se trata.
Videla fue el primero en hacer uso de la palabra; Menéndez, el último, a su romo discurso, ya usado en otros juicios, antepuso esta vez largas citas del artículo de Todorov que días atrás publicara La Nación; también citas de Caparrós, Martini y Massetti. En el medio, la más miserable secuencia de idiotismo y cobardía cínica.
Hubo quien (el Gato Gómez ni más ni menos) se presentó como un humilde trabajador proveniente de una familia pobre y ahora honesto cocinero para viejitos en un hogar de día; hubo otro que dijo de sí ser descendiente de pueblos originarios y alfabetizador de sus propios padres iletrados; hubo quien se mostró perplejo por lo que estaba ocurriendo y al borde del llanto dijo no entender del todo por qué motivos se lo sometía a proceso; hubo quien dijo que otra persona se hizo pasar por él para cometer el crimen por el que se lo estaba juzgando ahora.
En casi la totalidad de esos sórdidos relatos, que oscilaron entre la amenaza y la autoconmiseración, estuvo presente la Navidad. Uno de los imputados imploró a los jueces que pensaran en la tristeza de su familia durante la Nochebuena; otro espetó que “dentro de poco el cordero de Dios iba a ser sacrificado”, y muchos concluyeron la alocución que les garantiza la ley deseando Feliz Navidad a todos –en algún caso mirando provocativamente a los pocos familiares de las víctimas que decidieron estar en la sala durante la víspera de la sentencia (entre ellos Olga Tello, siempre con la foto de Diana Findelman, capaz de afrontar con calma conmovedora esa exhibición del mal en toda su banalidad pero también en todo su cinismo y brutalidad, “para no dejar solo a Pérez Esquivel”).
Imposible no recordar aquí la página en la que Borges relata su experiencia durante el Juicio a las Juntas en 1985. El día en el que asistió declaraba Víctor Basterra. “De las muchas cosas que oí esa tarde y que espero olvidar –confesaba el viejo escritor–, referiré la que más me marcó, para librarme de ella. Ocurrió un 24 de diciembre.” Los secuestrados habían sido conducidos a una sala con una larga mesa tendida, donde había “manteles, platos de porcelana, cubiertos y botellas de vino”. Entre tortura y tortura, continúa Borges, en la cena de Nochebuena “apareció el señor de ese infierno y les deseó Feliz Navidad”.
En mi opinión, ni aquella macabra cena de Nochebuena, ni los siniestros deseos de felicidad (“sin distinción de credos”) que se debieron escuchar en la sala de Tribunales el 21 de diciembre último, tienen que ver con una “inocencia del mal” –según la expresión que Borges acuñó en el texto mencionado, contigua en su espíritu a la “banalidad del mal” con la que años antes Hannah Arendt había subtitulado un libro sobre Eichmann. En mi opinión hay allí simplemente burla y experimentación con el dolor de los otros.
Considerar esas “palabras últimas” de Videla, Menéndez y los sicarios de la peor patota asesina que asoló Córdoba por años como si fuera un relato único donde las posibilidades más sórdidas que aloja la lengua que hablamos pueden ser despertadas, deja en quien ha oído una irremediable turbación: todo puede ser dicho. Hay algo triste en que así sea.
* Filósofo, docente de la Universidad Nacional de Córdoba.
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