Lun 03.02.2003

EL PAíS  › CONFLICTOS ENTRE LOS SIN TIERRA Y LAS FORESTALES EN ARGENTINA

Tierra para el que la vive y la trabaja

No parece ser un problema argentino, pero ya están creciendo los conflictos entre los dueños de tierras ociosas y colonos pobres que las ocupan. Una crónica desde el pequeño poblado en Misiones que se transformó en primera experiencia de los sin tierra argentinos.

Por Reed Lindsay
Desde Pozo Azul, Misiones

Cuando Rubén Cunha tenía nueve años, su padre ocupó un pedazo de selva en Pozo Azul. Cunha y sus hermanos ayudaron a cortar los árboles y despejar la tierra para plantar maíz, mandioca, caña de azúcar, arroz, bananas, maní, melones y, más tarde, tabaco. El chico trabajaba la tierra, ordeñaba la vaca de la familia y alimentaba los pollos y el cerdo. “Siempres supe que la tierra tenía dueño”, dice Cunha, hoy un robusto muchacho de 21 años, de pelo crespo y negro, y una sonrisa tímida. “Pero irnos a otro lado a empezar de nuevo no tiene sentido. Y para gente como nosotros, ir a la ciudad es morirse de hambre.”
Por décadas, los sin tierra y una peonada mixta y pobre acamparon en tierra ajena en las vastas selvas misioneras. A los dueños ausentistas, muchas veces compañías madereras que ya se habían llevado lo mejor del bosque, no parecía importarles. Pero en los últimos años, el incentivo oficial a la forestación con pinos subió el valor de cada hectárea de esta tierra roja y fértil. Sus dueños están pidiendo que las autoridades saquen a los ocupantes que no tengan título.
Los sin tierra no piensan mudarse. En los últimos años los puestos en los molinos de madera y madereras se hicieron raros, y las crecientes villas miseria no ofrecen nada mejor. Por primera vez, los ocupantes se organizaron y protestaron, exigiendo títulos de las tierras que ocupan y una reforma agraria que fraccione las grandes propiedades locales.
Esto es una novedad en Argentina, país vacío que nunca vivió las luchas por la tierra que asolaron otros países latinoamericanos. Pero ante la crisis que mata de hambre a tantos chicos, los ocupas misioneros insisten en tener tierra que garantice que sus hijos tendran qué comer. Y para esto están desafiando el poder de un puñado de grandes empresas que dominan el negocio de la exportación maderera y la tradición de grandes propiedades rurales de la provincia.
La pequeña localidad de Pozo Azul es el epicentro de esta lucha. Desde los años setenta, unas 1200 familias fueron creando un archipiélago de chozas de madera a lo largo de las rutas que cruzan una propiedad de 30.000 hectáreas, despejando lotes y plantando. Los primeros ocupantes llegaron de a uno y sin mayor escándalo, pero en los últimos años el proceso tomó velocidad y los dueños, la Colonizadora Misionera, comenzaron a pedir su expulsión.
Cuando corrió el rumor de que la Colonizadora iba a ser vendida a una compañía forestadora, los ocupantes se organizaron. Con ayuda de la Pastoral Social de la Iglesia, 500 personas cortaron el principal cruce de rutas de la propiedad, justo en el centro de la provincia. A los tres días de piquete, el gobierno provincial intervino, prometiendo un censo de ocupantes y una agrimensura de lotes como pasos previos a la concesión de títulos a los ocupantes.
Francisco García, presidente de la Colonizadora Misionera, afirma que difícilmente alguien quiera comprar su tierra o invertir allí: las protestas espantaron a los inversores. El empresario también se queja de la degradación de la tierra y la deforestación causada por los ocupantes, que queman la selva para despejarla. Las tierras de la Colonizadora están en un corredor verde de bosques protegidos por ley.
Pero García reserva sus críticas más duras para la Iglesia, a la que culpa por “incitar” las ocupaciones y las protestas. “La Pastoral Social los empuja con el argumento de que la tierra es sagrada, que Dios se las dio a ellos y que debe ser compartida. Es una teoría que no se aplica al mundo de hoy”, protesta García. “Llegan inversores y se van. Es como querer alquilar una casa que está tomada.” El piquete de Pozo Azul preocupa a otros empresarios, porque el ejemplo se está extendiendo. En diciembre, cientos de líderes sin tierra se reunieron en las tierras de la Colonizadora para un congreso convocado por la Pastoral Social y acordaron coordinar acciones entre asentamientos y pedir la redistribución de las tierras. “Es muy preocupante”, dice Adrián Lerer, vocero de Alto Paraná, la compañía forestadora chilena que opera el mayor molino de papel y la mayor maderera del país, y tiene la mayor plantación de pinos de Misiones. “Estamos observando atentamente.”
Las ocupaciones de tierras en la provincia aumentaron aceleradamente en los últimos años. Se estima que entre 36.000 y 48.000 personas ocupan casi 100.000 hectáreas, el cinco por ciento de la superficie de Misiones. La comparación con el Moviento Sin Tierra brasileño resultó irresistible. Como el MST es particularmente fuerte y activo en el sur de Brasil, cerca de la frontera, surgieron voces apuntando a que en realidad el problema es uno de extranjeros cruzando la frontera para ocupar tierras en Argentina. Pero si bien una cantidad de ocupantes en Misiones son descendientes de brasileños, la amplia mayoría son argentinos y niegan tener más que vagas referencias del movimiento en Brasil.
“Aquí no hay ninguna organización que impulse ocupaciones violentas de propiedades privadas”, afirma Gustavo Weirich, director del ente provincial que media en disputas por la tierra. “Las ocupaciones son solamente en tierras abandonadas.”
Weirich promete que el gobierno provincial va a resolver las disputas caso por caso, usando una ley local que permite al Estado intermediar transferencias de títulos de los propietarios a los ocupantes que hayan vivido en tierras privadas por más de ocho años. En lugar de expropiar las tierras y repasarlas a los ocupantes, el gobierno puede simplemente compensar a los dueños con el perdón de deudas fiscales. Un intercambio semejante podría permitir que el gobierno misionero solucione casi todas las disputas, dice Weirich, incluyendo las de Pozo Azul: hace diez años que la Colonizadora Misionera no paga el impuesto inmobiliario.
Pero tanto los ocupantes como los propietarios no creen que el gobierno salga de su larga indiferencia al tema. Y aun si las autoridades pueden solucionar las disputas actuales por la propiedad de la tierra, no existe ninguna estrategia a largo plazo que solucione el problema de raíz de las ocupaciones, la enorme desigualdad en la distribución de la tierra entre un puñado de grandes empresas y una creciente población de pobres sin tierra y sin trabajo. Emprendimientos como la Colonizadora Misionera son rémoras del siglo diecinueve, cuando la provincia entera era propiedad de dos docenas de personas. Y aunque muchas de estas grandes propiedades fueron divididas y vendidas en loteos a colonos inmigrantes en el siglo pasado, en los últimos años se dio un proceso de concentración en el que las compañías forestadoras comenzaron a consolidar sus propiedades para plantar pinos. Según un reciente estudio catastral, más del 30 de por ciento de la superficie de la provincia pertenece sólo a 140 personas o empresas.
Este proceso ocurre en un momento en que la demanda por la tierra es mayor que nunca, como resultado de un proceso en el que el gobierno provincial repartió las últimas tierras públicas disponibles y la población de Misiones se duplicó en apenas treinta años. Esta población en crecimiento solía mudarse tradicionalmente a las grandes ciudades, pero con el país empantanado en la peor crisis de su historia, la capacidad de los centros urbanos de absorver inmigrantes llegó a la saturación. En las ciudades, los pobres no tienen una capacidad que sí tiene el pobre rural y el ocupante de tierras, la de producir su propia comida. “Los aserraderos cerraron, las forestales cerraron y las plantaciones de pinos ofrecen poco empleo”, dice Manuel Domínguez, 52, un hombre flaco y de pelo erizado que ocupó una tierra en Pozo Azul con su familia cuando se lastimó la espalda trabajando como hachero. “No queda otra alternativa que ocupar algo o morirse de hambre.”
Wilson Wagner es un hombre macizo, barbudo, de 34 años, que maneja una van turística en Puerto Iguazú, cerca de las cataratas. También es el representante de 150 familias que ocuparon tierras de una maderera y ya producen vegetales, crían ganado y están empezando a entrar al mercado con sus productos, después de formar una cooperativa. Los abuelos de Wagner fueron inmigrantes alemanes que compraron 25 hectáreas de tierra en los años veinte. Cuando Wilson era chico, sus padres se endeudaron con la tabacalera que compraba su cosecha y mantenía un monopolio del mercado. La familia tuvo que vender su tierra y se mudó a Puerto Iguazú. Wagner siempre soñó con tener su propia granja, y siempre supo que nunca podría ahorrar para comprarla. Cuando se enteró de que estaban ocupando la maderera, marcó un lote. Y no se disculpa. “Le tomé esta tierra a una compañía que llegó a una selva altísima, con árboles increíblemente gruesos y se los llevó. La empresa se llevó lo que quería, hizo dinero y se fue. ¿Quién tiene derecho a la tierra ahora?”.
Otras 300 familias de Puerto Iguazú comenzaron a plantar mandioca, batatas, calabaza, zanahorias, lechuga y otros vegetales en tierras fiscales en las afueras de la ciudad. Aunque de hecho no las ocuparon, le están pidiendo títulos al gobierno provincial. Es que con el creciente desempleo y el hambre, la necesidad de asegurarse una fuente de alimentación es la fuerza primaria que impulsa la lucha por la tierra en Misiones. Para Pocho Agüero, un trabajador social en la Pastoral muy activo en Pozo Azul, el movimiento de ocupantes puede ser el catalizador para una acción más amplia a favor de la producción agraria a menor escala. “Otro problema mayor es qué hacer con la tierra una vez que uno la tiene”, explica. “Esto es apenas el primer round. La pelea real es por un desarrollo agrícola sustentable.”
En los noventa, el gobierno implementó incentivos fiscales y subsidios y transformó a la industria forestadora, básicamente las plantaciones de pinos, en el motor de la economía misionera. Desde 1992, tanto la superficie plantada con pinos como la cantidad de madera y productos de papel hechos en la provincia se más que duplicaron. Esta expansión fue liderada por Alto Paraná, dueña hoy del equivalente a algo más que el seis por ciento de la superficie de la provincia. En simultáneo, el gobierno desreguló el mercado del principal producto misionero, la yerba, lo que arrinconó a los pequeños productores. “No es que la industria forestal esté en conflicto con el pequeño productor”, dice Juan Angel Gauto, subsecretario provincial encargado del área forestal. “El problema es que el pequeño productor no es viable económicamente en el largo plazo.”
La familia Cunha, sin embargo, no tiene la opción de ponerse a plantar pinos, sea en tierra propia o ajena. Aun si tuvieran acceso a créditos para realizar la inversión inicial, no tendrían de qué vivir mientras esperan los quince a veinte años que les toma a los árboles madurar. Junto a un mar de tabaco y bajo un cielo gris pálido, Cunha habla de la tierra que conoce desde chico con una mezcla de orgullo y nostalgia. El hombremuestra el monte de árboles que dejaron en pie como una “reserva” y los troncos caídos que nadie toca para que se descompongan y renueven el suelo con material orgánico. También señala una casilla de madera donde ahora encierran a los chanchos y que fue el techo de su familia hasta que pudieron construir una casita junto a la ruta. Con risa avergonzada, se acuerda de la vez en que por accidente quemó la cosecha de caña.
La tierra roja de Misiones es tan rica que cualquier cosa crece, dice Cunha mientras se agacha frente a un lote de plantas de maní. Pero excepto por su tabaco, la familia no tiene prácticamente ningún mercado para lo que cultiva, debido a su aislamiento y a la pequeña escala de su producción. Más aún, con sus bueyes y su arado de madera no tienen manera de competir en un mercado globalizado. Aun así, los Cunha tienen esperanzas de conseguir el título de su tierra. Quieren que la electricidad y el correo lleguen a su rincón, y hablan de formar una cooperativa para vender sus productos, algo que no pueden hacer hasta que tengan sus escrituras válidas. Y sobre todo, explica Cunha, quieren la seguridad de saber que la tierra y la comida serán suyas en el futuro. “En un país con semejante desempleo, qué mejor que dar a la gente la chance de vivir de la tierra”, dice Cunha. “No estamos contra la propiedad privada, pero todos deberían tener un poco.”

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