EL PAíS › EL LIBRO DE BEATRIZ SARLO SOBRE KIRCHNER Y CRISTINA
Antes que en 6,7,8, Beatriz Sarlo había expuesto su impugnación al kirchnerismo en un libro. Con escaso sustento fáctico alaba al ex senador Duhalde, ignora el compromiso de Kirchner con los derechos humanos previo a su presidencia, minimiza el reto del poder agromediático, desconoce la cronología del conflicto con Clarín, atribuye a Kirchner la ley de comunicación audiovisual con menosprecio machista por CFK y subestima la calidad del debate que la precedió y la coalición que la sustenta.
› Por Horacio Verbitsky
La visita de la ensayista Beatriz Sarlo al programa 6,7,8 tuvo una merecida repercusión. Introdujo en un medio tan ubicuo y paupérrimo como la televisión un debate político necesario, lo cual merece todo encomio, para la invitada y sus anfitriones. Si no pudieron profundizar los temas discutidos, fue antes por las limitaciones intrínsecas del medio que por deficiencias de ellos. Más propicio para ese fin son el papel y la letra impresa. Lo que sigue no es un comentario del último libro de Sarlo(1), que contiene opiniones sobre medios y estilos de comunicación, sino apenas una discusión de aquellos tramos en los que plantea algunas cuestiones políticas.
Sarlo afirma que “el campo” no había sido enemigo de Kirchner “hasta la resolución 125” y después se convirtió en su “enemigo principal”, cuando en realidad sólo se trataba de una “mera disputa por la renta”. Agrega que “hasta el enfrentamiento con el Grupo Clarín, cuyo inicio coincide con el conflicto con el campo, el kirchnerismo no había agitado la necesidad de una nueva ley de medios audiovisuales. No era una cuestión de principios ni una cuestión programática. Iniciado el conflicto con Clarín se convirtió en ambas cosas”. También sostiene que desde que Kirchner favoreció al grupo con la extensión de licencias “no había sucedido otra cosa que el cambio de línea editorial del diario”, por lo cual la ley de medios de comunicación audiovisual habría constituido una mera venganza. De este modo, y sin más trámite, desdeña la magnitud y la gravedad del desafío que la oligarquía diversificada (según la definición de Eduardo Basualdo) planteó en la disputa por las retenciones que, tal como Sarlo sostiene, adquirió una dimensión simbólica. En ella se jugaba el destino de la democracia en la Argentina, agrego yo. Es imprescindible recordar que el Grupo Clarín no sólo es socio de La Nación y de las patronales rústicas en la megaferia Expoagro, en la que se cierran cada año negocios por 300 millones de dólares, sino que desde la Asociación Empresaria AEA conduce junto con la trasnacional italiana Techint a la fracción dominante del capitalismo en la Argentina, que dos de sus voceros, Hugo Biolcati y Mariano Grondona, vaticinaron entre chanzas que Cristina no terminaría su mandato y que, una vez fracasado ese intento, el CEO del Grupo, Héctor Magneto, reunió en su casa a los jefes de la oposición política para urgirlos a encontrar una combinación electoral que permitiera derrotar al gobierno. Sarlo realiza una crítica cultural a partir de afirmaciones e imágenes instaladas por ese mismo poder agromediático. La inteligencia de su especulación intelectual no puede suplir tamaña falla de origen en los cimientos de la obra, que pierde densidad al rebajar a la autora al nivel de sus interesadas fuentes.
La prórroga por diez años de todas las licencias de radiodifusión, dispuesta en mayo de 2005 por el decreto 527, no fue un favor al Grupo Clarín (que acababa de renovar las suyas) sino a sus competidores de los canales de televisión 2 y 9, que las tenían a punto de vencer y para colmo estaban en convocatoria de acreedores. Esto era causal de extinción de las licencias, según el artículo 53, inciso c, de la ley de radiodifusión 22.285 vigente entonces. En tal caso, Clarín reinaría sin competencia, dado que el restante canal de aire, en manos de la española Telefonica, se abstenía de cualquier intervención política. El entonces secretario de Comercio, Guillermo Moreno, intercedió ante Telefonica para que condonara o refinanciara la deuda que Daniel Hadad contrajo al adquirir el canal 9, como informó este diario oficialista el 26 de diciembre de 2004. Cuando esas gestiones fracasaron, Kirchner acudió a la prórroga de las licencias. De ese modo revalorizó a los contrincantes del Grupo Clarín y los rescató de la quiebra. Es decir que ya en el segundo año de su presidencia, Kirchner estaba prevenido contra la enorme concentración de poder mediático en un solo grupo, que además procuraba expandirse al campo de las telecomunicaciones, para lo que solicitaba el apoyo oficial. Que no lo haya enfrentado entonces obedece a debilidad objetiva y subjetiva. “Hay cosas que no me animé a hacer, para no de-sestabilizar, para no profundizar, y que, gracias a Dios, Cristina las está haciendo”, dijo en enero del año pasado (“Hombre de la Plaza Rosada”, Página/12, 10 de enero de 2010). Una vez más, la cronología ayuda a comprender los procesos. En diciembre de 2007, tres días antes de su conclusión, el gobierno de Kirchner había autorizado la operación conjunta de Cablevisión y Multicanal, si se cumplían las condiciones de desmonopolización señaladas por el Tribunal de Defensa de la Competencia. El 4 de abril de 2008, a diez días del primer lockout agropecuario, la presidente recibió a los directivos de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y el 16 de abril a los miembros de la Coalición por una Radiodifusión Democrática, quienes le presentaron los “21 puntos por el Derecho a la Comunicación”en los que desde 2003 trabajaron 300 organizaciones sociales y cooperativas, sindicatos, universidades, organismos de derechos humanos, asociaciones de radiodifusores y radios comunitarias y le solicitaron que reformara la vetusta ley de Radiodifusión, sancionada por Videla en 1980 y empeorada por Menem diez años después.
Transcurrió un año de debates, seminarios, foros, mesas redondas, en los barrios, los sindicatos, las universidades, Concejos Deliberantes y Legislaturas provinciales antes de que CFK presentara su primer anteproyecto, que recién se convirtió en proyecto de ley luego de otro semestre de apasionados foros regionales realizados en todo el país. También las dos cámaras del Congreso realizaron sendas rondas de consulta con las organizaciones de la Coalición y con aquellas que representaban a los intereses económicos en juego, incluyendo a las autoridades del Grupo Clarín, que se negaron a concurrir aduciendo que las decisiones ya estaban tomadas. No hay otra ley discutida con tan alto grado de participación en la historia argentina, y sólo el Código Civil del siglo XIX puede competir con ella en cuanto a anotaciones de legislación comparada. Con una desventaja: aquel Código fue obra de un solo hombre, Dalmacio Vélez Sarsfield, y se aprobó a libro cerrado en el Congreso. Podría decirse que Cristina se apropió de las propuestas para la democratización de las comunicaciones que elaboraron las organizaciones fundadoras de la Coalición y que tenían un antecedente fundamental en los proyectos del ex presidente Raúl Alfonsín, elaborados por el Consejo para la Consolidación de la Democracia pero nunca aplicados, como tantas otras buenas iniciativas de aquel malogrado gobierno. Más costaría fundamentar qué tiene de malo que un gobierno elegido por el voto popular adopte las reivindicaciones que provienen de los sectores más avanzados de su propia base electoral. Lo mismo hizo Cristina con la Asignación Universal por Hijo, que también surgió de fuerzas políticas y sociales ajenas a la propia y que durante años fue resistida por el gobierno. La laboriosa ministra de Desarrollo Social, Alicia Kirchner, y su hermano presidente objetaban ese tipo de transferencia directa de ingresos, y en su lugar privilegiaban la reducción del desempleo, para que cada cual se ganara con mayor dignidad el sustento. Pero, igual que en otros campos, fue el éxito de esa política (con la creación de cinco millones de puestos de trabajo y la caida del desempleo a los niveles de hace un cuarto de siglo) el que puso en evidencia sus limitaciones y la necesidad de superarlas. Cristina pudo adoptar la AUH porque antes había recuperado el sistema previsional, convertido por Menem y Cavallo en un negocio financiero para los grandes bancos, que con ese dinero financiaban a altas tasas los déficit del Estado, consecuencia de esa misma privatización. Esta capacidad de reconocer los problemas y el desprejuicio para adoptar las soluciones ideadas por otros es una clave de la vitalidad del kirchnerismo, que no debería suscitar rechazo en quienes valoran el diálogo y los consensos.
En un capítulo importante de su libro, Sarlo dice que Kirchner encontró en la reivindicación de los derechos humanos una fuente de legitimidad ya “que había llegado al gobierno cautivo de su propia debilidad”. Se trataría de una operación política, comenzada en su discurso inaugural cuando “recordó a los militantes asesinados” que en Santa Cruz nunca habían recibido “el menor homenaje de su parte”. Así habría puesto fin a “una amnesia política que había durado mucho tiempo”. Habría dramatizado de ese modo “una puesta en escena de una alianza entre las organizaciones de derechos humanos y el presidente”, con quienes Kirchner “se inventa una relación”. Sarlo dice que al pedir perdón en nombre del Estado Nacional el 24 de marzo de 2004 en la ESMA, “por la vergüenza de haber callado durante veinte años de democracia tantas atrocidades”, Kirchner dio “un paso principal en su propia invención política”. Con una entonación psicologista comenta: “Él, que no se había ocupado de los derechos humanos hasta llegar a la presidencia, transfería ese lapsus al Estado argentino y a otro presidente, Raúl Alfonsín, que había hecho su campaña electoral comprometiéndose a juzgar a los comandantes responsables de los crímenes de la dictadura”. Concluye que esa omisión le evitó “el incómodo recuerdo de que él mismo votó, en 1983, a un partido justicialista que consideraba legal la autoamnistía que se habían otorgado los militares”. El oficio de la crítica literaria, que Sarlo practica con general beneplácito, no soporta bien su traslado a la política, como bien saben quienes admiraron la obra de David Viñas, porque esta materia no se circunscribe a un texto fijo ofrecido a la interpretación del lector, según establecieron Hegel y Perón. Por el contrario, es tan huidiza que, con toda probabilidad, Sarlo no conocía al escribir su libro el discurso que Kirchner pronunció en el Ateneo Juan Domingo Perón, durante la campaña para elegir el candidato justicialista a la intendencia de Río Gallegos en 1983. Allí dijo que “la represión de la dictadura militar ha ensangrentado a todo el pueblo argentino” y que “siempre dijimos que Videla y Massera y Agosti, y todos los sinvergüenzas que vinieron después, iban a ser sentados en el banquillo de la justicia constitucional para que respondan ante tantos abusos y ante tantos crímenes cometidos contra este pueblo”. La observación de Sarlo sobre la posición del candidato justicialista a la presidencia en 1983, Italo Luder, es de estricta justicia, pero no puede reclamársele a Kirchner, quien recién en 1991, después de las amnistías de Alfonsín y los indultos de Menem, accedió a la gobernación de su provincia, una posición desde la que no es posible modificar asuntos que pertenecen a la escena nacional. El discurso completo pronunciado por el joven Kirchner a sus 33 años puede encontrarse en http://www.youtube.com/watch?v=siuGYpy-G3A&feature=youtu.be. Hay un bonus track: la presentación del orador por la también jovencísima Cristina Fernández, que está despertando pasiones retrospectivas en la web.
“A diferencia de los radicales”, dice también Sarlo, “los peronistas ‘se meten’ con los medios, los favorecen, los acosan o los cortejan, fundan medios y los financian”. Es una afirmación incomprensible en alguien que haya vivido en la Argentina durante las presidencias de Arturo Frondizi y Raúl Alfonsín. Lo que les faltó no fue desprejuicio, sino eco popular. La principal diferencia entre El Nacional y Tiempo Argentino, entre los “Bueyes perdidos” de Mario Monteverde y 6,7,8, está en la eficacia, y ésta no depende sólo de las calidades personales o profesionales de sus responsables, sino de la índole de los respectivos gobiernos que defendieron.
Equivocaciones menores de Sarlo confirman la impresión de una exégesis teórica presuntuosa, edificada sobre una base fáctica que conoce mal. Por ejemplo, al referirse a las elecciones de 2005, en las que Kirchner decidió confrontar con quien lo había impulsado al gobierno, dice que “en la madrugada de la victoria, entre gallos y medianoche, abandonaron a Duhalde y se hicieron kirchneristas los fieles Díaz Bancalari y Pampuro, nombres importantes del derrotado peronismo bonaerense”. Es cierto que Díaz Bancalari era el compañero de fórmula de Hilda González en el Partido Justicialista, pero Pampuro fue quien lo venció, como segundo de la boleta que encabezaba Cristina Fernández. Sorprenden también las alabanzas al ex senador Eduardo Duhalde, quien durante unos meses de 2002 y 2003 ocupó en forma interina la presidencia. Dice que “practicó la moderación hasta que la policía, en un episodio oscuro, asesinó a los militantes Kosteki y Santillán”. Sólo las distintas acepciones del adjetivo impiden calificarlo de escandaloso: el gobierno de Duhalde preparó en forma cuidadosa esa emboscada, con el propósito de dar un escarmiento a las fuerzas sociales movilizadas en aquellos días, con informes falsos y tremendistas elaborados desde la SIDE por su ministro Carlos Soria y presentados a la Justicia por su ministro Jorge Vanossi. Antes, había presionado a la Justicia federal para que encarcelara a Cavallo y a varios banqueros, ofreciéndolos a la vindicta pública. Según Sarlo, el moderado Duhalde trabajó “en la reparación de un país en ruinas, donde la palabra incendio no era una hipérbole sino una imagen descriptiva bastante realista”. Ni una línea en las 235 páginas del libro menciona la brutal transferencia de ingresos, de los sectores subordinados a las mayores empresas, provocada por la mayor devaluación del tipo de cambio real de la historia y por la pesificación asimétrica dispuesta en aquel nefasto gobierno, sin el cual la devastación de la década anterior no hubiera terminado de ejecutarse. Sin duda, se trata de un libro audaz, escrito con más pasión que cálculo.
(1). Beatriz Sarlo, Kirchner 2003-2010. La audacia y el cálculo, Sudamericana, 2011.
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