EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
El voto popular, especialmente cuando tiene la contundencia de las primarias del domingo pasado, adquiere un significado diferente y superior a la compleja trama de deseos y rechazos que lo motivaron. El voto no solamente refleja, el voto crea. Da poder y lo quita. Desata dinámicas impensadas el día anterior. Reorganiza el campo político en su conjunto.
Es completamente esperable que los actores políticos, unos y otros, oficialistas y opositores, sigan durante un tiempo determinado usando el mismo lenguaje y apelando a los mismos recursos interpretativos de la realidad que circulaban antes de un acontecimiento político de la fuerza del que ocurrió el 14 de agosto. De alguna manera, todos estamos tratando de comprender lo ocurrido, con los esquemas que usábamos hasta el día anterior. Nos preguntamos por el voto del campo. Por la relación del Gobierno con las clases medias de las grandes ciudades. Por la conducta del electorado peronista y el peso que en ella tuvieron las querellas internas, particularmente en el conurbano bonaerense. Las respuestas que vamos encontrando, precarias y provisorias, nos insinúan que se ha cerrado un capítulo de nuestra vida política: el que empezara con la rebelión de las corporaciones agrarias contra la resolución que disponía las retenciones móviles a las exportaciones de granos. El país de agosto de 2011 no es el mismo que el del otoño de 2008.
A grandes rasgos, la etapa que acaba de cerrarse mostraba a un puñado de empresas de la comunicación audiovisual en el centro de la escena política. Una tensa expectativa rodeaba cada una de las operaciones tácticas de dos o tres grupos mediáticos oligopólicos, a la espera de cuál de ellas sería la definitiva en la cruzada desestabilizadora. Tuvimos picos de alta tensión. Fueron los que rodearon cada una de las iniciativas gubernamentales que alumbraban cambios estructurales: la recuperación de los fondos jubilatorios por el Estado, la ley regulatoria de los medios audiovisuales, el cambio de hecho en las relaciones entre el Gobierno y el Banco Central fueron probablemente las principales. Los medios concentrados fueron el centro de gravitación, ante todo, de la política de la oposición. De allí surgían la táctica, la estrategia, la agenda y el guión que interpretaban los principales referentes del antikirchnerismo. Así fue hasta el 14 de agosto.
Desde el punto de vista del Gobierno, fue una etapa en la que primó una estrategia de “ciudadela sitiada”. Después del duro retroceso electoral de junio de 2009, asistimos a una original contraofensiva político-discursiva del Gobierno, planteada más en términos de resistencia cultural que de ejercicio, desde el Gobierno, de la hegemonía política. No es muy habitual en la política contemporánea que un gobierno desarrolle algo así como una acción “contracultural” en los medios de comunicación, en el mundo intelectual, artístico y cultural. El grupo Carta Abierta y el programa televisivo 6, 7, 8 son los emblemas centrales de esta etapa y de la recuperación kirchnerista que las urnas acaban de consagrar. El gran “otro” de la contraofensiva kirchnerista no fue un partido o grupo de la oposición sino los grandes medios de comunicación, cuyos mensajes pasaron a ser sistemáticamente criticados y contestados desde el dispositivo oficialista. La elección del 14 de agosto tiene unos derrotados centrales: son los medios hegemónicos y, dentro de ellos, sus redactores principales. La primera semana posterior a las primarias insinúa que los actores del drama seguirán moviéndose bajo el efecto inercial de la etapa que se cierra. Los analistas del establishment mediático e intelectual, más allá de una enorme confusión, siguen tratando de comprender lo ocurrido en los viejos términos. Los opositores no alcanzan a situarse en la nueva escena. Buena parte de la comunicación favorable al Gobierno sigue teniendo la mirada fija en los titulares de los grandes diarios, aun cuando la Presidenta ha dado claras muestras de su disposición a abrirle paso a un discurso diferente.
Probablemente la inercia se extienda hasta el momento del veredicto definitivo de la sociedad que será el 23 de octubre. Sencillamente, quienes triunfaron no van a cambiar de táctica, cuando el ciclo de las definiciones electorales no se ha cerrado. Y la oposición no tiene mucho repertorio disponible. No pueden, a diferencia de los equipos de fútbol que pierden los partidos decisivos, cambiar al técnico ni a los jugadores: sus candidatos y la red de alianzas no pueden ser reemplazados. Los espera una nueva ronda competitiva con los mismos protagonistas, con el agravante de que sus fuerzas –y sobre todo sus debilidades– han quedado desnudas ante los ojos de la sociedad. ¿Qué pueden cambiar en su mensaje electoral? Han apostado a encolumnarse detrás de la literatura del escándalo que producen todos los días las grandes redes comunicativas. Pasar en seis o siete semanas de ese patrón al desarrollo de una mirada independiente, crítica y sensata del mundo político y al ejercicio de una plena voluntad de poder parece un ejercicio inviable para sus referentes. No tienen para ofrecer sino más de lo mismo. La sola retención de su pobrísimo caudal de las primarias parece un desafío muy exigente.
“Peligro era atropellar / y era peligro el juir” dice Martín Fierro frente al indio dispuesto a atacarlo. La descripción es apropiada. Duhalde se decidió a “atropellar”. Lo hizo en su discurso lópez-reguista en la noche del domingo electoral y lo desplegó en los días posteriores con la agitación del apocalipsis económico inminente en el mejor estilo de Carrió, hoy políticamente marginalizada. El candidato del peronismo federal no sólo sufre la inercia del pasado; se aferra desesperadamente a él ante la carencia de cualquier otro recurso. Ricardo Alfonsín y el radicalismo emprenden más bien el rumbo de una huida elegante. Con un sorprendente voluntarismo dicen procurar que la elección de octubre se convierta en parlamentaria. Su máximo dirigente y promisorio candidato hasta hace poco, Ernesto Sanz, cree ver un latente peligro político-institucional, nada menos que en el voto popular favorable al Gobierno. Parece más un eco melancólico de la “solución” militar posterior a la elección de 1962 ganada por el peronismo desde la proscripción de su líder y su partido, que un enfoque mínimamente ajustado al clima actual. En la UCR soplan, además, vientos de discordia, después de una campaña electoral tan belicosa como pobre de contenido.
En la grilla opositora, quien mejor controló los daños del pronunciamiento popular fue Hermes Binner. Curiosamente su discurso y su gestualidad de campaña resultaron más parecidos a los que caracterizaron históricamente al radicalismo que a una expresión de centroizquierda. Moderación y sensatez son virtudes que no alcanzan para sustentar un proyecto de mayorías y de poder, pero son virtudes muy importantes en las horas de vacas flacas. La continuidad de su ejercicio permitiría augurar un módico mejoramiento del desempeño del FAP en octubre. Por su parte, Solanas completó la saga de su autoaislamiento y quedó fuera de la competencia definitiva. Su corrimiento, junto al ocaso de Carrió está dejando provisoriamente vacante el lugar del líder apoyado exclusivamente en los recursos mediáticos. Acaso eso puede ser importante en la perspectiva de un refortalecimiento de los partidos políticos como expresión central de la lucha política democrática.
Falta la elección de octubre para que el nuevo cuadro de situación trazado por las primarias se cristalice plenamente en la realidad. Desde ahora ya aparece la posibilidad de que el desmadre de la oposición actual abra paso a una nueva dinámica política. A una verdadera deliberación sobre el proyecto político que el país necesita, en el contexto de una crisis civilizatoria que no dejará al mundo en las mismas condiciones que antes de su estallido. No es muy artificial la afirmación de que el tipo de discusión política que se abre en el país está muy articulada con el debate mundial sobre el capitalismo globalizado. El lugar de los estados nacionales, la ciudadanía frente a las lógicas exclusivamente mercantiles, la autonomía de la política frente al poder económico, la justicia social como premisa de cualquier recuperación económica real, el desarrollo productivo social y ecológicamente viable frente a la subordinación de la vida en común a la lógica del capital financiero, entre otros muchos temas, parecen constituir la agenda que viene. En el país, en la región y en el mundo. No puede sembrarse la ilusión de que la crisis mundial no traerá consecuencias para nosotros. Lo cierto es que la ratificación de un rumbo de impulso de la demanda interna –particularmente de los sectores populares– y la articulación de las políticas con nuestros vecinos de la región parecen la mejor estrategia para enfrentar la crisis y atemperar sus efectos. La política argentina necesita una oposición en condiciones de participar seriamente en este debate.
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