EL PAíS › OPINIóN
› Por H.I.J.O.S *
Hubo un tiempo en que nos podíamos cruzar al genocida Alfredo Astiz –o a cualquier otro– en un bar, caminando por la calle, en la panadería, en un banco, donde fuera. En ese tiempo, el 20 de febrero del 2000, el genocida fue convocado para ser juzgado en Tribunales, pero sólo por unas declaraciones a una periodista. Y fue: de traje, serio, prolijo, tan Astiz como siempre. El genocida de la ESMA, el que estaba en la patota 3.3.2, el secuestrador y torturador de víctimas indefensas, atadas y encapuchadas, el que fue tan cobarde rindiéndose sin pelear en la Guerra de Malvinas, como infiltrándose y entregando a las Madres de Plaza de Mayo: el inmundo verdugo seguía impune. Estaba ante la Justicia por lo que dijo y no por lo que hizo. Esto nos motivó a escracharlo.
El escrache a Astiz fue diferente de casi todos los demás: fue dentro del edificio de Tribunales. No estuvo anunciado, sino que fue sorpresa. Con la planificación necesaria y la convicción de que debía ser juzgado por delitos de lesa humanidad, lo escrachamos en la sala de audiencias. Muchos recordarán esa imagen de los hijos e hijas de desaparecidos exigiendo la “cárcel al torturador”, como decían las remeras, y gritándole genocida, asesino, torturador en la cara. Estábamos diciendo las palabras de todo un pueblo. Y también señalándole a la Justicia que tenía una deuda con la historia. Para entonces, ya era conocido el escrache, esa herramienta popular que irrumpió la calma de la impunidad de los verdugos y los hizo conocidos en el barrio, para asociarlos con sus crímenes y víctimas. En 1995 nos juntamos los H.I.J.O.S., nos lanzamos a las calles y pusimos el escrache en los barrios. Los escraches son una acción colectiva: se trata de la memoria puesta en acción, de la verdad gritada por todos juntos, al mismo tiempo. Ese carácter colectivo hace que pueda ser contado de tantas maneras distintas, porque es la construcción social de un hecho político. Una forma de narrarlo es decir que consiste en poner en evidencia ante el barrio a los culpables de crímenes de lesa humanidad que gozan de impunidad. El escrache no es sólo un momento. Es un acto que una vez que se hace tiene consecuencias para siempre. Y no puede ser analizado fuera de una coyuntura específica.
Hasta 2003, debido a las leyes de impunidad y los indultos, los genocidas no podían ser juzgados. Pero sí podían ser condenados por la sociedad. Por eso salimos a decir que “si no hay justicia hay escrache”. Antes del día del escrache nos juntábamos en una plaza del barrio para empezar a conocernos con las agrupaciones, los vecinos, con todos los que querían ser parte de esa denuncia popular que buscaba que la casa del genocida fuera su cárcel. El día del escrache convocábamos en un punto del barrio y desde ahí partíamos en un recorrido que llegaba a la casa del verdugo. En el camino se iban sumando más vecinos, algunos desde la ventana, el balcón. Frente a la puerta, siempre custodiada por policías uniformados y de civil, leíamos un discurso y arrojábamos la pintura roja, para simbolizar la sangre derramada y dejar las marcas de la memoria en el barrio. Quien pasara por ahí sabría que en esa casa vivía un asesino, torturador e incluso apropiador de bebés. Después, seguíamos caminando hasta algún otro lugar del barrio donde la música cerraba la jornada. Pero el escrache acababa de empezar, porque recién llegaba al barrio y las consecuencias se veían cada día posterior: el barrio había cambiado.
Es inevitable narrar el escrache más en tiempo pasado que en presente, porque desde 2003 se abrió la posibilidad de juzgar a los genocidas y tomamos ese camino. Nada fácil, pero sí necesario, justo, reparador. La decisión histórica del entonces presidente Néstor Kirchner reconoció en una política de Estado la lucha del pueblo por memoria, verdad y justicia. El escrache no es una práctica que hayamos abandonado, porque aparece cada vez que es necesario construir condena social y luchar contra la impunidad. Desde hace tres años, los compañeros y compañeras de H.I.J.O.S. México escrachan mensualmente a la Corte Suprema de Justicia de la Nación por la impunidad que rige ante los crímenes de lesa humanidad. La historia de la Justicia para los genocidas es reciente en Argentina, la estamos escribiendo a diario. Pero a 12 años de ese escrache a Astiz, este 20 de febrero es la primera vez que podemos decir que ya no camina por las calles y que está condenado a prisión perpetua en una cárcel común. Pasaron 12 años de aquel día. La historia nos cambió y cambiamos la historia.
* Agrupación Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio.
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