Sábado, 31 de marzo de 2012 | Hoy
EL PAíS › A TREINTA AÑOS DE LA GUERRA DE MALVINAS
Dos abordajes sobre la cuestión Malvinas: los argumentos justificantes de la colonización británica y la funcionalidad del concepto de “autodeterminación”. La “aventura” militar de 1982, el informe Rattenbach y la negociación pacífica.
Por Mirta Mántaras *
La soberanía es uno de los elementos constitutivos de una nación y la lucha por recuperar un territorio usurpado por una potencia extranjera es un derecho continuado, pues el fracaso de una negociación diplomática no importa que se consolide la usurpación, por el contrario, es un reclamo más que sólo cesará con el restablecimiento de los derechos soberanos.
El Reino Unido de Gran Bretaña quiere utilizar la “aventura” militar de la dictadura genocida como una beligerancia donde el que ganó la batalla adquiere derechos de vencedor como si se tratara de tierras vacantes o mostrencas, donde no había derechos previos, habitantes argentinos y bienes del Estado.
Esta posición merece ser calificada de “aventura” diplomática, pues contradice completamente al derecho internacional.
Por eso la postura Argentina –sostenida también por los países hermanos– importa una invocación al respeto de los derechos contra las acciones bélicas que desplazan violentamente a los nacionales para intentar apropiarse de sus tierras y riquezas naturales. La elección del gobierno argentino es la vía pacífica, la de los acuerdos diplomáticos y la denuncia del incumplimiento unilateral de Gran Bretaña respecto de la resolución de las Naciones Unidas sobre la necesidad de llegar a acuerdos.
En ese marco, la Argentina ha destacado que la guerra de Malvinas de 1982 fue una decisión del tándem cívico militar que instaló el terrorismo de Estado en 1976 y por ello, después del proceso a la junta militar, se juzgó a los responsables de la conducción de la guerra de Malvinas mediante los tribunales militares y civiles de la Nación.
Es decir que con independencia de la vocación del Estado argentino de seguir manteniendo su derecho a reclamar la restitución del archipiélago, ha cuestionado internamente el método bélico utilizado por quienes sin legitimidad ni legalidad alguna decidieron ese combate.
El general Benjamín Rattenbach fue el presidente de la Comisión Caercas (Comisión de Análisis y Evaluación política y militar de las Responsabilildades en el Conflicto del Atlántico Sur) y autor del informe final con sus conclusiones que entregó al dictador Reynaldo Bignone. El informe se filtró y fue publicado, quizá con algunas inexactitudes.
En base al trabajo de la Caercas, el 15 de mayo de 1986 el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas dictó sentencia condenando a los jefes de las tres armas con las siguientes penas: a Leopoldo Fortunato Galtieri, 12 años de reclusión; a Jorge Isaac Anaya, 14 años de reclusión, y a Basilio Lami Dozo, ocho años de reclusión, todos con accesoria de destitución. No era una gesta, sino delitos castigados con prisión y expulsión del seno de las Fuerzas Armadas.
En la revisión obligatoria de la sentencia castrense por los tribunales constitucionales, el Poder Judicial de la Nación ratificó las condenas y unificó las penas en 12 años a todos los imputados, con accesoria de destitución. El fundamento coincidió con el informe del general Ra-ttenbach acerca de que la guerra fue una verdadera aventura militar.
Desde el inicio del conflicto intervino el entonces teniente de navío Alfredo Ignacio Astiz, quien se rindió y fue capturado como prisionero de guerra y llevado a Gran Bretaña. Ello motivó que su imagen saliera en los diarios y se confirmara definitivamente que era el mismo que se hacía pasar por familiar de desaparecido con el nombre Gustavo Niño y que entregara a las Madres de Plaza de Mayo, a las monjas francesas y a numerosos familiares que se reunían en la Iglesia Santa Cruz para juntar fondos y sacar una solicitada. Doce personas fueron llevadas a la ESMA, torturadas y desaparecidas. Ahora está condenado por delitos de lesa humanidad.
Falta anular los indultos que en diciembre de 1990 Carlos Saúl Menem otorgó como premio a los condenados por la guerra de Malvinas. Menem fue el continuador de los genocidas, porque concretó los dos “objetivos del Proceso” que les quedaron pendientes: el achicamiento del Estado y la privatización de las empresas públicas, con lo que le asestó un golpe de gracia a la institucionalidad argentina.
La conmemoración (hacer memoria) del 2 de abril convoca a un día de reflexión ciudadana para repudiar el genocidio y para valorar el modo pacífico de encarar con firmeza la defensa de la soberanía nacional y de los recursos estratégicos.
* Abogada de derechos humanos y autora de Genocidio en Argentina.
Por Cecilia Abdo Ferez *
El debate público argentino asistió a la reaparición, algo traspapelada, de argumentos coloniales, anclados, en este caso, en la dinámica tradición de justificación de la desposesión de tierras y recursos naturales por parte del Imperio Británico, aquel donde “nunca se ponía el sol”.
La colonización británica es un tipo particular de colonización, específicamente moderno. Su modernidad se forjó en contraste intencionado con el modo español de colonización, basado en la conquista y la extracción de recursos, sobre todo mineros, de territorios ocupados por otros imperios como, por ejemplo, el azteca y el inca. Nadie en los territorios invadidos por los españoles podía alegar que esas tierras no poseían ya instituciones políticas, económicas y sociales antes del “descubrimiento” y, por tanto, los intelectuales del momento, sobre todo los teólogos que componían las juntas reales de consulta, se lanzaron a encontrar argumentos que justificaran la desposesión de amerindios ya organizados (es decir, no tan fácilmente describibles con el chicle ideológico de “bárbaros”). Los encontraron principalmente en el recurso a la así llamada “guerra justa”, que criminalizó las resistencias amerindias y que permitió llevar a cabo, sin grandes titubeos ideológicos, lo que había sido autorizado por las bulas papales: perseguir a los paganos, árabes y ateos donde quiera que se encontrasen, tomar sus tierras y esclavizarlos de por vida. Todo esto, literal.
La corona británica no poseía esa llave de las bulas papales y tampoco podía alegar mucho haber descubierto las tierras. Sus intelectuales produjeron entonces otros argumentos, de tipo económico, que reformularon en el curso de los siglos XVI y XVII los conceptos de soberanía y de propiedad (o dominio). El argumento central que usaron los británicos –y sobre todo el así llamado padre del liberalismo, John Locke– es el de “tierra vacante”. Las tierras que ocuparon, sostenían, no estaban bien utilizadas por los pobladores nativos, que por sus incapacidades técnicas, por su nomadismo o por su “incivilidad” no podían maximizar la producción y extracción de recursos, lo cual constituía un desperdicio, un derroche y una afrenta a la concepción cristiana de que Dios dio a todos la tierra en común, pero para la maximización de sus recursos. No importa que se haya comprobado que en general los pobladores nativos sí eran agricultores (porque esto era a lo que el liberalismo inglés llamaba “trabajo industrioso” y racional, justificador de la propiedad: ser agricultor), que sí tenían organización política y hasta modos de distribución tribal de las tierras. Los colonos ingleses se instalaron igual, anudando la colonización a un argumento productivista y supuestamente racional, en sentido económico: estamos aquí porque tenemos la industriosidad suficiente para desarrollar los recursos naturales, sobre todo la agricultura, que los nativos no tienen y por eso no originamos ninguna injuria, sino un beneficio a la humanidad.
El modo inglés de colonización, entonces, se basó en el verbo clave de “plantar”. Valga un célebre ejemplo: en los decretos de la reina Isabel I que autorizaban a los privados la aventura de la exploración marítima (otro modo característico inglés: el recurso privado de inversión colonial) to plant se repite varias veces, en los objetivos: los colonos se asentarían en América para plantar población, para plantar el cristianismo y para plantar cultivos. A lo que se agrega, plantar instituciones políticas de largo plazo. Resulta por eso muy ajustado al discurso legitimador inglés, tejido desde hace siglos, que intelectuales argentinos recurran a la autodeterminación de los pueblos. Porque a estos cuatro modos de “plantar” los ideólogos ingleses de la colonización agregaron, en varios textos, que la corona británica se debía mostrar como liberadora de los pueblos sojuzgados por las así llamadas “tiranías” –por entonces, la española–, es decir, proponer en donde se asentaran y como estrategia diferenciadora, formas de autogobierno y de tolerancia religiosa (mientras sus colonos no atinaran a competir con las manufacturas inglesas ni atentaran contra las Actas de Navegación).
La colonización británica es moderna y, a la vez, un prototipo para la economía y la política que hoy persisten. Moderna, en este caso, obviamente no es un elogio, sino una descripción de cómo ciertas potencias aún precisan de territorios de ultramar para mejorar sus balanzas comerciales, alivianar presiones internas con promesas migratorias y, a la vez, perpetuar sus desigualdades domésticas. Anuda un modo de participación política con un modo de apropiación y extracción de recursos naturales, que se justifica en que si éstos no se utilizan implica un derroche, una irracionalidad económica. Es central, sí, anclar el reclamo de Malvinas a la defensa de la soberanía y el dominio sobre los recursos naturales (o lo que es igual, afirmar la persistencia de la cuestión del colonialismo –y ningún “post”– en nuestros países). Pero colonialismo y desarrollismo comparten esta matriz ideológica de la utilización “racional” –productivista y tecnicista– de los recursos. Ir por todo es también no dar por sentada esa lógica político-económica de la extracción.
* IIGG-Conicet.
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