EL PAíS › OPINIóN
› Por Ernesto López *
Acabo de recibir un e-mail en el que con templada desazón y moderada nostalgia, los coroneles Horacio Ballester y Augusto Rattenbach anuncian, en una carta abierta, la disolución del Centro de Militares para la Democracia Argentina (Cemida), por considerar que ha cumplido ya su ciclo de vida.
Con algo de congoja que se alimenta en parte de razones personales –asesoré informalmente a mi padre, el general Ernesto Víctor López Meyer, presidente de dicho centro entre 1985 y 1995, año en que falleció, y por lo tanto conozco en parte la historia de esa entidad– me imagino el costo que debe haber tenido esa decisión para los dos coroneles y los restantes miembros de la institución, y evoco rápidamente su trayectoria al amparo de lo que los propios Ballester y Rattenbach consignan en la carta. Y confirmo mi propia conclusión de años atrás: la del Cemida fue una epopeya de la consecuencia y de la dignidad dedicada a mostrar que otras Fuerzas Armadas eran posibles en nuestro país, y a trabajar incansablemente por ello. Lo hicieron con un coraje y una entrega infrecuentes, empujados por el afán de mantener en alto los únicos fundamentos sobre los que valía la pena pelear por esa meta: la defensa de la democracia y del sistema de valores que inevitablemente debe acompañarla, a sabiendas de que eso, en las condiciones que había dejado la dictadura del Proceso, estaba íntimamente conectado con la búsqueda de un modelo de país que rechazara cualquier tipo de inclusión internacional subordinada y con el rescate de la Memoria, la Verdad y la Justicia. ¡Y vaya si cumplieron!
La noche previa al lanzamiento oficial del centro, una poderosa bomba destrozó la puerta de entrada y parte de los muebles y de los vidrios de las oficinas en las que iba a funcionar. Algunas esquirlas quedaron alojadas en el blindaje de una caja fuerte que formaba parte de aquel mobiliario: tal fue el rechazo y el encono que ese lanzamiento suscitó entre la entonces “mano de obra desocupada” que había servido al terrorismo de Estado, que por esos días acosaba al gobierno de Raúl Alfonsín. Ese fue su bautismo. Y no fue su sino, porque una voluntad a toda prueba y un compromiso y una entrega por momentos estremecedores lo torcieron.
Pero entonces rebobino y me digo, esta singladura da tanto para la tristeza como para el júbilo.
Ballester y Rattenbach enumeran con concisión lo ocurrido en los 27 años que separan la fundación del Cemida con el día de hoy: plena subordinación de las instituciones militares al control civil; enjuiciamiento y condena de los uniformados por la comisión de delitos atroces y aberrantes violatorios de elementales derechos humanos; desligamiento respecto de la añosa influencia norteamericana sobre los institutos castrenses; en la misma línea, creación de la Unasur y del Consejo de Defensa Suramericano; finalización de hecho de la alianza extra OTAN; realización de la primera ejercitación conjunta de nuestras tres Fuerzas Armadas con participación de observadores continentales; incremento de la cooperación para la integración de las Fuerzas Armadas a escala latinoamericana, sin el monitoreo norteamericano. Y rematan: “Por supuesto que estamos muy lejos de pretender asignarnos el mérito de tales trascendentales éxitos, pero lo que no se puede negar es que ésos fueron nuestros objetivos liminares, y para su obtención hicimos cuanto nos fue posible con nuestros precarios medios”.
Aparece aquí la modestia, esa noble virtud que nos legara nuestro criollaje, tan distante de la “personalidad majestuosa” de aquel general que nos hundió en Malvinas, por colocar sólo un contraste entre otros posibles. Modestia de recursos, que no impidió ni la persistencia ni la intransigencia, y modestia de procederes como suele corresponder a hombres austeros, comprometidos y altruistas. Pero atención: esa valorable humildad esconde, sin proponérselo, razones para el júbilo: dieron batalla y aportaron sus granos de arena –por decir lo menos– para una trascendente transformación de la realidad. Esto debe ser reconocido y celebrado.
El alma del Cemida fueron cinco coroneles de la misma promoción, la ‘75, del Colegio Militar de la Nación: Horacio Ballester, José Luis García, Augusto Rattenbach, Gustavo Cáceres y Carlos Mariano Gazcón, los dos últimos ya fallecidos. Todo el celeste y todo el blanco para ellos y sus esforzados compañeros: los colores con que nuestro pueblo acostumbra premiar a sus mejores.
* Embajador de la Argentina en Guatemala.
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