EL PAíS
› LA FILOSOFIA DEL CANDIDATO A MINISTRO DE DEFENSA DE MENEM
Los excesos según Massot
Si gana las elecciones, el riojano está considerando poner al frente de Defensa a Vicente Massot, el dueño del diario “La Nueva Provincia”, de Bahía Blanca, y ex secretario de la revista fascista “Cabildo”. Massot es un apologista del terrorismo de Estado que pedía fusilamientos y dictadura eterna, y sigue reivindicando la tortura.
“A ‘Le Monde’, un diario blanduzco y baboso, identificado con las izquierdas rosadas, las botas le causan un horror visceral (...) Prefiere el tercer sexo al sexo masculino, el color rosa al celeste y, lógicamente, las chancletas a las botas.” (Vicente G. M. Massot, “La obsesión del fascismo”, Cabildo, 7-2-74)
Por Diego Martínez
El principal candidato a ocupar el Ministerio de Defensa ante un eventual triunfo de Carlos Menem es tal vez el mayor apologista civil del terrorismo de Estado durante la última dictadura militar. Doctorado en la Universidad Católica Argentina, politólogo de la Universidad del Salvador, ex secretario de redacción del pasquín de ultraderecha Cabildo, columnista de La Nación y director ejecutivo del diario naval La Nueva Provincia, Vicente Gonzalo María Massot es un hombre coherente. En julio de 1976 exigía “juicios sumarios, pena de muerte dictada por autoridades militares, toque de queda y patrullaje militar en todo el país”. En 1993 abandonó el cargo de viceministro de Defensa por reivindicar el uso de la tortura como legítima herramienta estatal, que a sus alumnos explica con una hipótesis abstracta, de probabilidad remota: “Si hay cien mil personas en un estadio a punto de volar en pedazos y encuentran a quien puso la bomba, ¿lo torturan para que hable?”. A fines de los ‘90 asesoró al gobernador bonaerense Carlos Ruckauf, bajo cuya administración se generalizaron los apremios a personas detenidas por la policía. El 1º de abril, rodeado de militares almidonados, presentó en sociedad un ensayo sobre la violencia política en el que califica a las Madres de Plaza de Mayo y a los desaparecidos como “cabos sueltos” de una “guerra civil y sucia” en la que existieron “excesos inevitables”.
Especialista en descubrir vacíos de poder y potenciales terroristas en cada esquina, Vicente Massot es hijo de Diana Lía Julio Pagano de Massot, directora de La Nueva Provincia desde 1959, nieta del fundador Enrique Julio y admiradora del ex dictador chileno Augusto Pinochet, cuya foto con especial dedicatoria adorna su despacho. Dos directivas la pintan de cuerpo entero: para no mezclarse con la tropa, sus hijos tuvieron siempre prohibida la entrada a la redacción; y su chofer, aunque el calor derrita el asfalto, no está autorizado a sacarse el sombrero. El marino Adolfo Scilingo, amigo de su hijo Federico Christian, fallecido en 1990, explica en su libro ¡Por siempre nunca más! que LNP “ha llegado a formar un monopolio periodístico que no sólo da información sino crea opinión en la mente de los bahienses y fundamentalmente de los oficiales de Puerto Belgrano y del Quinto Cuerpo de Ejército”. Famoso por las cruces esvásticas en los crucigramas de su contratapa, el bahiense es un diario peculiar: sus escribas recurren con seudónimos a la sección Carta de Lectores para dar a conocer sus opiniones, sus empleados tienen prohibido el ingreso con pelo largo o con pantalones cortos, y no se toleran mujeres solteras embarazadas en sus filas.
El libro de Massot, de editorial Emecé, fue presentado en el Consejo Argentino de Relaciones Internacionales por Julio Bárbaro, Rosendo Fraga y José Luis Peco. Entre los militares retirados sobresalían el ex secretario de Agricultura de la dictadura Jorge Zorreguieta, el director del HSBC Emilio Cárdenas y el empresario Francisco De Narváez. De impecable gomina, Massot presentó al “ex peronista de izquierda” Bárbaro como “un actor presencial de los años de plomo, agudo como pocos”. A su turno, el peronista de la sala alabó a Massot porque “toma la distancia que los argentinos necesitan” para arribar a “un libro logrado” y destacó “la necesidad de que nuestros hijos no repitan los mismos errores”. Bárbaro, mediador del ingreso de Bunge & Born al gobierno de Carlos Menem, no duda en disertar rodeado de los militares que, hasta hoy sin remordimientos, masacraron a sus ex compañeros de la juventud maravillosa.
Almirantes de papel
“Es evidente que las Fuerzas Armadas no tuvieron cabal idea de la naturaleza del conflicto que habían comenzado a librar antes de asumir el gobierno”, afirma en su ensayo un Massot apaciguado, ya sin ánimo de reavivar internas castrenses. Veintisiete años atrás, la familia renegaba por la cobardía de los militares. “Son unos cagones. Tenemos generales, almirantes y brigadieres de papel –le explicaba a Scilingo el más moderado de los Massot, Federico–. No quieren fusilar. No quieren muertos. No quieren tener problemas con la Iglesia. Evitan los inconvenientes y críticas que en su momento vivió Franco en España y Pinochet en Chile. Será una dicta-blanda. Combatirán la subversión sin firmar las sentencias de los muertos. Creo que esto traerá problemas futuros.”
Los editoriales del diario no eran más sutiles: “Es hora de abandonar esta absurda y forzada mentalidad ‘legalista’ que parece querer imponérsenos. (...) Se trata de saber, ahora, si las Fuerzas Armadas están preparadas para asumir la responsabilidad de aquellas medidas urgentes que deben tomarse ya, porque una sociedad harta de desorden y falta de autoridad, pero sobre todo, sin vocación de suicidio, así lo exige: juicios sumarios, pena de muerte dictada por autoridades militares, toque de queda y patrullaje militar en todo el país”. (6-7-76)
Las ejecuciones previo juicio sumario aparecen en el libro como propuesta de “dos distinguidos generales de brigada”, Rodolfo Mujica y Juan Antonio Buasso. Pero “fue descartada por impracticable: ¿cómo justificar miles de fusilamientos ante el clamor que tal práctica levantaría en el mundo?” escribe el frustrado Massot versión 2003. “La metodología escogida fue, pues, descargar sobre los subversivos el terror que ellos habían usado y del que habían abusado. ¿De qué manera? Haciéndolos desaparecer”. La realidad histórica no es como Massot deseó ni como la presenta hoy. Los grupos guerrilleros practicaron el secuestro extorsivo para financiarse, pero no torturaron ni hicieron desaparecer a sus víctimas. Un par de excepciones que se han citado hasta el cansancio no desmienten esta regla. Los miles de desaparecidos, expresión directa de la represión clandestina, son obra exclusiva de las Fuerzas Armadas.
Para Massot las desapariciones forzosas son “el sino histórico de todos los ejércitos clásicos que han debido enfrentar a contingentes guerrilleros”, generalidad que no desarrolla. Los ejemplos constan en otro editorial de 1998 sobre el juicio contra los Grupos Antiterroristas de Liberación en España. Bajo el gozoso título “Represores socialistas” el diario festeja el “empleo de procedimientos irregulares” del gobierno de Felipe González, que incluyó “capturas de terroristas en el extranjero, secuestros, torturas, desapariciones y la eliminación física de combatientes y ‘cerebros’ de la organización terrorista vasca”. Apunta también que las tropas británicas recurrieron a “procedimientos poco ortodoxos” para enfrentar al IRA, y destaca que “el rumbo de una respuesta adecuada” lo marca Israel, al consagrar “una legalidad excepcional, como lo es la extracción de información a los terroristas mediante el apremio físico” (1-6-98). Es una sucesión de falacias.
Los GAL son un caso aislado en una lucha contra la ETA que ya lleva 44 años. Los separa del caso argentino otra diferencia, cuantitativa, pero no menor: los GAL no asesinaron a 30.000 personas, incluyendo al amigo del amigo del amigo, sino a 28 personas vinculadas con el nacionalismo radical vasco, hechos por los cuales fueron juzgados y condenados funcionarios de la cúpula antiterrorista del Ministerio del Interior y jefes de las fuerzas de seguridad durante el mismo gobierno socialista. En Inglaterra acaba de conocerse un informe del comisionado de la policía de Londres, Sir John Stevens, que describe la colaboración de un grupo de inteligencia del ejército con paramilitares de la Asociación para la Defensa delUlster, de Irlanda del Norte, en el asesinato de católicos a fines de los ‘80. Stevens concluye que el ejército británico no colabora para acabar con el conflicto en la provincia y prometió llevar a los asesinos de uniforme ante la Justicia. El Tribunal Superior de Justicia de Israel prohibió la tortura en septiembre de 1999 porque contrariaba principios humanitarios básicos y acarreaba una profunda deslegitimación internacional al Estado judío. Italia tampoco abandonó los principios del derecho para enfrentar a las Brigadas Rojas, contemporáneas de las guerrillas argentinas. Cuando un servicio de inteligencia le propuso al general Carlo Alberto Dalla Chiesa torturar a un detenido que en apariencia tenía información sobre el secuestro de Aldo Moro, el militar respondió: “Italia puede permitirse perder a Aldo Moro. No, en cambio, implantar la tortura”.
La Nueva Provincia,
1930 vs. 1973
Cuatro décadas antes de la última dictadura militar, LNP no adoraba las botas ni despreciaba la democracia. Al día siguiente del golpe de Uriburu, en 1930, Enrique Julio declaró su “horror por los estallidos del militarismo que engendran dictaduras odiosas”. El peronismo marcó un antes y un después en la historia del diario. Después del triunfo de Cámpora, LNP se declaró defensora “de los derechos y garantías individuales” (18-3-73). Dos meses después clamaba: “¿Qué esperan nuestros hombres de armas para reconocer que la Argentina vive un clima de guerra interna y para proceder en consecuencia sin contemplaciones ni concesiones? Las Fuerzas Armadas tienen la palabra” (2-5-73).
Los Massot tampoco se privaron de elogiar la violencia clandestina de derecha. El diario festejó un comunicado del Comando Central de Seguridad del Movimiento Justicialista según el cual “por cada peronista que caiga a partir del día 28 de mayo de 1973 caerán 10 representantes de la línea izquierdista” y sólo lamentó “que estos aguerridos grupos de argentinos que defienden los colores patrios y reaccionan como hace rato debió hacerlo el país todo contra el ‘trapo rojo’ se vean forzados a accionar en la clandestinidad, jugándose la vida en operativos paramilitares, cuando existen en la república los organismos profesionales y regulares a los que debiera apelar el gobierno para terminar, definitivamente, con la siniestra aventura marxista” (5-6-73).
En 1975 LNP ya marcaba rumbos puntuales para la cacería que implementaría un niño mimado de la casa, el general Acdel Vilas: “No caben márgenes para el error. Si hay factores nocivos en la Universidad Nacional del Sur que la adulteran o perturban, deben ser eliminados sin miramientos ni flaquezas” (2-3-75). Massot no se priva en su ensayo de rescatar los métodos de tortura aplicados por el primer jefe del Operativo Independencia, quien “entendió que en San Miguel de Tucumán se decidiría la suerte del combate y decidió golpear al ERP en todos sus flancos, sin atenerse a formas ortodoxas de lucha”, utilizando “el elemento esencial”, que era “obtener información precisa en el menor tiempo posible para luego enderezar contra los integrantes y simpatizantes del ERP el máximo grado de violencia”.
Si la reivindicación de la tortura es coherente con el pensamiento de Massot, la mención explícita a los desaparecidos como resultado natural de la estrategia elegida es atípica en su discurso. El “Proceso de Reorganización Nacional nunca quiso oficializar la guerra –escribe y lamenta–. La disputa no se entabló al son de marchas militares, con ejércitos desplegados disciplinadamente en línea de combate. Fue una ‘guerra sucia’, en cuyo transcurso las tareas de inteligencia resultaron fundamentales y en la cual toda forma de violencia resultó útil. (...) Los miles de desaparecidos (muertos) fueron el resultado de esa estrategia”. Detalle crucial para un académico serio: desaparecidos y, entreparéntesis, muertos. Videla era desvergonzado: “No están ni vivos ni muertos, están desaparecidos”, decía. Con “muertos” entre paréntesis, Massot parece insinuar un rasgo humano, aunque por solidaridad con los camaradas (ya que fuentes no le faltan) no se explaya sobre métodos de masacrar personas ni de ocultar cadáveres. Grosera carencia para un ensayo sobre violencia política.
La “conducción descentralizada” derivó en el surgimiento de “verdaderos ‘señores de la guerra’, dueños de la vida de los militantes –guerrilleros o no– que cayeron en sus manos. Eso dio pie a una serie de excesos”, señala Massot. Líneas después los calificará de “excesos inevitables”. A juzgar por su único ejemplo (la masacre de los curas palotinos) el concepto de excesos del candidato menemista no parece hacer referencia a métodos sino sólo a víctimas insospechadas de cualquier vínculo con la guerrilla. Nunca se escuchó a Massot cuestionar que una mujer sea obligada a parir vendada y maniatada en el piso de un patrullero, que un médico policial le haga expulsar la placenta de una trompada y la obligue desnuda a baldear su habitación. Tampoco se le escuchó objetar la violación de mujeres y niñas, ni que un auto policial se lleve a un bebé de dos años, ni la apropiación de bebés, ni que se asesine a una partera que mediante un anónimo informó del nacimiento de una niña a la familia de una secuestrada.
Derrota política
Cuando las Fuerzas Armadas decidieron “la guerra contra el terrorismo”, se enfrentaron con “un problema insoluble”, escribe hoy Massot: “La misma estrategia de combate prenunciaba, desde sus inicios, lo que iba a suceder: la guerra se ganaría, pero al mismo tiempo, como una verdadera maldición, se perdería la paz al estallar en las narices de los militares esa bomba de tiempo (entonces apenas visualizada) que era ‘la ideología de los derechos humanos’”. Con llamativa discreción, no reclama el mérito de haberlo advertido a tiempo, cuando su diario pedía a gritos juicios sumarios y fusilamientos públicos. Más curiosa es la conclusión del razonamiento, que de no haber existido la tragedia sería sólo graciosa: “El resultado militar de la contienda favoreció a las Fuerzas Armadas. El resultado político, en cambio, a sus adversarios. Se trata de un fenómeno nunca antes visto, por lo menos en el mundo moderno”. Tan poco visto, en verdad, como la decisión de convertir a una fuerza armada en una banda clandestina, sin ética y sin ley.
La “derrota política” según Massot va mucho más allá de la decena de militares presos en sus hogares: apunta a su frustrado anhelo de dictadura perpetua. En 1975 LNP consideró el triunfo de Cámpora un ejemplo de “tiranía del número”, “pura formalidad de un simple acto electoral erigido en ‘esencia de la democracia’” y enfatizó que “la nación está por encima de siete millones de boletas partidarias” (23-11-75). Dos años después, cuando el ministro Eduardo Harguindeguy advirtió a los argentinos que “se olviden de contiendas electorales inmediatas”, el diario de Massot retrucó que para ser “realmente afortunada” la frase “debería haber omitido el último vocablo”. Al no hacerlo, “cualquiera puede hacerse a la idea de que, tiempo antes o tiempo después, el proceso desembocará en una salida política a la antigua usanza” (3-12-77). Al menos para Massot, el triunfo de Menem y su nombramiento en Defensa, aunque obtenidos a la antigua usanza, revertirían la lamentada derrota política.
Los editoriales citados en esta nota pertenecen a un trabajo realizado por la APDH Bahía Blanca con motivo del centenario de “La Nueva Provincia”.
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