EL PAíS › OPINIóN
› Por Marta Dillon
“Yo, lo que no termino de entender es quién es el hombre en esta familia.” Lo dijo una escribana del Banco Ciudad de Buenos Aires hace escasos seis meses, refiriéndose a la familia que formamos mi esposa, nuestros hijos y yo. Su duda no era sólo metafísica, podría arriesgar que ni siquiera había voyeurismo en su malentendido, era sólo que no sabía ni quería organizar los papeles necesarios para el otorgamiento de un crédito a un matrimonio formado por dos mujeres. Ella, escribana, se resistía a rubricar con su firma lo que ya estaba escrito: el reconocimiento legal del vínculo que habíamos elegido. La anécdota es como un crujido, el sonido de una resistencia tenaz que no tolera que se altere cierto orden tranquilizador que se ha perdido sin retorno. Por esa pérdida festejamos ayer en el Salón de las Mujeres Argentinas de la Casa de Gobierno. Porque entre crujidos y cantos, un hombre trans se emocionó hasta llorar con su flamante documento en la mano mientras la Presidenta lo consolaba y se disculpaba por la larga espera antes del reconocimiento de su existencia como ciudadano. Porque entre berreos de bebé y pegote de chupetín que funcionó como treta para amansar las ansiedades infantiles, una mujer trans entregó, a cambio de su documento, una foto de sí misma como abanderada de una escuela para decir con esa sola imagen que sí, que se esperó demasiado, pero que la vida cotidiana no pide permiso a la ley aun cuando la falta de reconocimiento legal ampute todos los días el ímpetu vital. Y porque ahí estaban los niños, sus voces, sus gritos, sus modos de decir mamá a cada una de sus madres, su manera de explicar cómo es que se articula su familia, la entrada triunfal en un salón protocolar sobre los hombros de las mujeres que los desearon y los concibieron como si estuvieran paseando por la playa. Ahí entramos todos y todas, con las mejores galas según cada quién. Ahí estaba Noelia Luna con sus tres hijos, cansados de que “nos carguen porque tu mamá es travesti. Pero siempre te cargan, si es morocha porque es negra, si es gorda porque es gorda, cansa un poquito”, como bien dijo Victoria, la mayor. Noelia ayer no recibió su documento, el decreto no rozó a su familia, pero ahí estaban festejando porque saben que ya no será lo mismo, que ciertas imágenes valen más que cientos de explicaciones. Que desde el corazón del Estado se pidió disculpas por la larga espera para el reconocimiento de lo más básico: la existencia misma de las muchas posibilidades de ser, de amar, de gozar, de vivir, de aprender, de convivir. El orden ese que tanto añoran personas como la escribana aquella que insistía en plantear el juego de roles que ella conoce para los matrimonios, ese orden está perdido. Y esa pérdida es pura ganancia. Aquel día, cuando la profesional descerrajó su brutal incertidumbre, yo la amenacé con denunciarla por discriminación. Ella saltó indignada: “A mí no me puede decir eso porque yo tengo una tía como usted”. ¿Como yo porque tengo rulos? ¿Como yo porque tengo hijos? No hubo respuesta. Tuvo que tolerar lo que no quería, pero para esa tolerancia también hubo palabras ayer. “Tolerar es como decir te aguanto porque no me queda otra y eso no es lo que quiere esta Presidenta”, dijo Cristina Fernández de Kirchner y por supuesto festejamos con aplausos y voces entre las que no faltaron, por supuesto, las infantiles.
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