EL PAíS
› PÁGINA/12 EN RUMANIA
Llegada y castillo
› Por Rodrigo Fresán
Tal vez porque hace una noche crucé los Cárpatos en tren (llevando conmigo el inevitable y casi vergonzante ejemplar de Drácula, de Bram Stoker); quizá porque Bucarest se parece tanto a Buenos Aires (una especie de colosal Palermo de avenidas anchísimas y tráfico bestial y autos deteriorados y árboles sombríos) es que me parece automáticamente inevitable emparentar la llegada de Kirchner a la Casa Rosada con el siniestro y ominoso arribo del inocente inglés Jonathan Harker al castillo transilvano de un conde muerto-vivo, de un nosferatu enfermo de siglos y de horrores.
Ya saben: es casi lo mejor de la novela. Harker llega a los confines del mundo –a una Europa a oscuras desde una Europa cada vez más iluminada–para concretar lo que supone se trata de una sencilla transacción inmobiliaria: el Conde esta cansado de su patria y tiene ganas de conocer nuevos mundos, sangres distintas.
Bueno, yo a Kirchner –insisto– ahora, en este punto de la historia, no puedo sino verlo un poco como a Jonathan Harker: con supuestas e hipotéticas ganas de hacer las cosas bien y sin la menor idea de dónde se está metiendo, pobrecito. Y así, fáciles transposiciones: la Casa Rosada mutando a Casa Escarlata y el anfitrión que desciende con elegancia las altas y largas escaleras, saludando con un: “Bienvenido a mi hogar. Entre democráticamente y márchese cuando guste. Y deje aquí algo de la felicidad que trae con usted”.
Este anfitrión –este monstruoso destilado de las malas artes políticas argentinas– no lleva ni capa ni usa colmillos pero poco y nada me cuesta imaginarlo como compuesto por una especie de bestial collage de nuestros supuestos prohombres: arrancando con un rizo de Saavedra, la palidez de Moreno, la beatitud de San Martín, la frente marchita de Sarmiento, las espinas de Rosas... y así hasta llegar a las manos de Perón, a la inmortalidad de Evita, al verso de Alfonsín, al acento de Menem, a los peinados tan draculinos y fordcoppolianos de Isabelita y Duhalde, la parsimonia de De la Rúa y, por supuesto, el uniforme y las medallas podridas de tantos dictadores sedientos de plasma.
Kirchner lo mira, lo saluda, bebe una copa de vino. Y ese noble animal de presa –pongamos que se llama Crápula y no Drácula– le muestra las instalaciones, le dice que se ponga cómodo, le señala una puerta que no debe abrirse bajo ningún concepto y, después, enseguida, lo lleva hasta sus aposentos y –sorpresa o no tanto– lo encierra con llave y buena suerte y hasta luego.
Así empieza y a ver cómo sigue la cosa.
Escribo esto en una cabina de Internet. Noche cerrada en Bucarest. Por la calle corren las jaurías de perros bastante salvajes que se formaron cuando Ceaucescu derribo media ciudad para construir una nueva Bucarest y, en su corazón urbano y estaqueado, la colosal Casa del Pueblo: la segunda edificación civil más grande del mundo después del Pentágono. Ya saben cómo terminó Ceaucescu: del mismo modo en que suelen terminar los grandes proyectos mesiánicos. Ceaucescu –vampiro local– terminó como Drácula.
A ver cómo le va a Kirchner. Ya sabemos cómo le fue a Jonathan Harker, cómo sigue la historia: el pobre agente inmobiliario se escapa de su cuarto y, en lugar de salir corriendo del castillo, va y abre justo esa puerta que el Conde le prohibió abrir.
Y, afuera, claro, los perros ladran.
Y, sí, se supone que al final de la novela el crápula de Drácula muere.
Pero siempre vuelve, cada vez más fuerte y encantador. Los Harkers pasan, los Crápulas permanecen.
Y entre unos y otros, nosotros: esos aldeanos que se persignan cada vez que oyen ciertos nombres.