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› Por Eduardo Aliverti
Se fue Duhalde. Buen momento para recordar que del incendio que presuntamente apagó, él fue uno de los responsables.
Llegó Kirchner. Buen momento para tener presente que nada hay consolidado para bien, sino que todo está por verse.
Las dos cosas son obvias (sobre todo la segunda), pero no tanto si se tiene conciencia de esa ciclotimia crónica que nos caracteriza a los argentinos. Alfonsín, Galtieri, Menem y la Alianza están allí, en la Historia de acá a la vuelta, para recordar los porrazos terribles que nos dimos gracias a dos razones esenciales: confiar desmedidamente en algún tipo de papá; y quedarnos sentados cuando el padre imaginado se reveló, apenas, como un tío sibarita.
Esta vez pinta para diferente porque Kirchner fue un candidato muy mediocre y la rata le impidió un respaldo de cuarto oscuro que, sin ser decisivo, no le hubiera venido mal. El santacruceño no llega con confianza popular. Arriba con expectación, que es muy distinto. Pero propinó un discurso interesante a los reventados de la derecha primitiva que intentaron ponerle condiciones antes de asumir; tiene una compañera con poder mediático, intelectual y operativamente cojonuda –un dato no menor en el marketing político–, y su gabinete, que podrá no ser el Santos de Pelé, guarda al menos ciertas formas de decencia y progresismo (muy liviano, pero tampoco desconsiderable).
Nada de todo eso, sin embargo, quiere decir algo en sí mismo. Hay la comprensible intuición, por ejemplo, de que algunos nombramientos de impacto favorable, en áreas como Educación, Relaciones Exteriores, Cultura o la SIDE, tienen el objetivo de compensar –hacia futuro– los tragos amargos que sobrevendrán en la economía. Lo cual también está por verse, al menos en el corto plazo. Con los acreedores externos, las cuentas como tales del Estado argentino no cierran por ninguna parte. Prácticamente no hay punto intermedio entre un nuevo y fenomenal ajuste, que sólo cerraría con una represión proporcional, o la resignación de quienes “sufrieron” el default a cobrar con mucha quita y mayor plazo. La primera opción supone que Kirchner tendría que llamar al helicóptero en medio de otro incendio social y, como ni eso ni lo imaginable a posteriori tampoco garantizan afuera el cobro de la deuda total, es probable que el nuevo gobierno disponga de alguna soga. Es cierto que sólo serviría, o casi, para dejar las cosas como están. Nadie habla de que pueda haber una marcha atrás sustantiva en los pavorosos índices de pobreza e indigencia, pero sí de una estabilización de esa miseria y de los acotados parámetros en que quedó el consumo de la clase media. Después de todo, al cabo de la década de la rata el ajuste estructural o los costos de la fiesta, como se quiera, ya fueron hechos, incluyendo una devaluación inédita en la historia sin reacomodamiento de los salarios. En consecuencia, no es seguro pero sí probable que tanto en el caso del pago de la deuda, como en el del reajuste de las tarifas de servicios públicos, las dichosas “corporaciones” se avengan durante algún tiempo a cobrar menos pero seguro.
Hay también un elemento de política internacional que podría jugar a favor del nuevo gobierno. Hasta la asunción de Lula, cualquier analista sensato no dejaba escapar que se trataba de ahorcar a la Argentina para amenazar a Brasil. Pero visto que, al menos por ahora, la administración del PT no se corre del centro (y que si lo hace es más bien hacia la derecha), Brasil no parece ser para el Imperio el peligro que se suponía. Desde esa lógica, apretar a la Argentina y dejar el espacio abierto para revueltas populares de derivaciones imprevisibles no huele a apuesta inteligente. Aunque no deba perderse de vista que la inteligencia y Bush no tienen absolutamente nada que ver (entendiéndose por “Bush” no un texano bruto sino la brutalidad del gobierno norteamericano, del Congreso y del grueso de esa sociedad). Estos ingredientes y otros varios significan un juego abierto, donde son tan eventualmente ciertas las perspectivas de una moderadísima búsqueda de mayor equidad social como la seguridad de que el lobo siempre está.
En principio, las condiciones objetivas se hallan dadas para intentar un salto de calidad dentro de un sistema salvaje al que, quede bien claro, el peronismo no se propone combatir sino apenas atenuar. Los ejes aludidos en estas líneas apuntan a la probabilidad de un éxito de corto plazo tan sólo en ese sentido, de la misma manera en que operaron los espejitos de colores del Plan Austral y la convertibilidad. Y se suma a ello el agotamiento de una sociedad que no viene sino que está en la crisis más grave vivida por los argentinos: pasar del fondo de la tierra al primer subsuelo puede ser, entonces, una “utopía” que la satisfaga. Porque además es cierto que no se puede vivir continuamente sin esperanzas de ninguna índole, so pena de convertirse en un pueblo de estado vegetativo.
Los puntos a discernir son muy difíciles. Aun sin contemplar nada menos que la influencia de un escenario internacional que también se encuentra en situación de terremoto latente, hay interrogantes como la capacidad de liderazgo de Kirchner para enfrentar las presiones que tarde o temprano sufrirá en aquel mejor de los casos: un programa antes módicamente equilibrador que progresista. Y por sobre todas las cosas, la vocación del grueso más dinámico de la sociedad argentina para movilizarse en torno de uno de dos aspectos. Si es respecto de sus intereses, vamos mal. En ese caso habría que tener en cuenta los rasgos profundamente conservadores de esta (des)comunidad de comunidades, y con ello esa conformidad con el sánguche y la Coca que después estalla, cuando ya es tarde, con las hiperinflaciones, los plazos fijos atrapados y sus hermanitos de decepción.
Si en cambio la movilización y la lucha se dan alrededor de las necesidades de las mayorías, todo podría ser muy distinto porque la vocación no apuntaría a cambiar las cosas para algunos sino a corregirlas para todos. No importa que suene a consignismo barato. La estatura fraseológica de una sentencia no tiene que ver, necesariamente, con su carácter de verdadera.
Durante la década de la rata, sin ir más lejos, como cuando la “plata dulce” de otra rata inolvidable, la diferencia entre intereses y necesidades quedó expuesta de modo formidable. Esencialmente en la clase media. La fantasía del 1 a 1, los viajes al exterior, el microondas de última generación o el auto con los farolitos cambiados fueron el interés de un sector pero no la necesidad de nadie. Ni siquiera del propio sector. Necesidad es alimentarse, es educación y prevención sanitaria asegurada, es desarrollo científico. Y es para las mayorías. Y es en esa pira donde deben arder los intereses individuales que las perjudiquen.
Significa que aun en aquel mejor de los casos de un nuevo gobierno que aunque más no fuere mirara de reojo las necesidades populares, esperarán sacrificios. El tema es de quiénes y con cuál fin. Nada nuevo, por supuesto, pero es imprescindible recordar que en ese acertijo debe intervenir el pueblo por encima del gobierno.
Que tampoco es nada nuevo. El problema es que parece no aprenderse nunca.