Sáb 16.03.2013

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Papas

› Por Luis Bruschtein

Hay algo desproporcionado en tener un papa argentino, es algo que impresiona y no deja de sorprender. Y también es desproporcionada la conferencia de prensa del Vaticano contra Página/12. Todo parece llevado a una escala casi galáctica. Federico Lombardi, el portavoz papal, apuntó contra una “izquierda anticlerical” por las acusaciones contra el papa Francisco por su actuación durante la dictadura, que se publicaron en Página/12 a partir de una investigación de Horacio Verbitsky y agregó algunos comentarios más sobre “medios especializados en campañas difamatorias” o en “acusaciones poco creíbles”.

En realidad, no se trata de una izquierda anticlerical –seguramente en el diario habrá más de uno–, sino de dos sacerdotes jesuitas que fueron secuestrados y torturados durante la dictadura, y ya en democracia hicieron esas denuncias, a las que se sumaron los familiares de otros laicos, militantes cristianos, que fueron secuestrados en esa oportunidad, la mayoría de los cuales continúan desaparecidos.

En un sentido riguroso, más que de complicidad, los testimonios hablan de omisión, de cerrar los ojos, o de retirar la protección de la Iglesia a los secuestrados en esa oportunidad, acusados de integrar las organizaciones guerrilleras. En contrapartida, hay otras declaraciones que reivindican la actitud de Bergoglio durante la dictadura, protegiendo a fugitivos y ayudando a escapar a otros. Estos testimonios tienen la misma veracidad que los otros y no son contradictorios entre sí.

Claro que el fiel de esa balanza termina por inclinarse durante los años en que fue arzobispo de Buenos Aires y cardenal primado de la Argentina, cuando prefirió no reunirse ni convocar a los organismos de derechos humanos y, por el contrario, abrir uno de los conflictos más duros del gobierno kirchnerista con el obispo castrense Antonio Baseotto, defensor de secuestradores y represores de la dictadura. Los derechos humanos se convirtieron en una temática central en la transición hacia una democracia plena y, bajo su báculo, la Iglesia argentina no tuvo ningún gesto importante en ese sentido.

En todo caso, la actuación del entonces jefe de los jesuitas, Jorge Bergoglio, se encuadró en la actitud de toda la cúpula de la Iglesia, en este caso sí de complicidad con los jefes militares, al aceptar calladamente la práctica de horror y exterminio que estaban llevando a cabo. Esa política los llevó incluso a aceptar el asesinato de uno de sus hermanos, el obispo Enrique Angelelli, y presumiblemente también del entonces obispo de San Nicolás, Carlos Ponce de León.

Todas estas situaciones fueron publicadas por Página/12 y afirmar que se trata de una “campaña de desprestigio” orquestada por “una izquierda anticlerical” constituye una pobre defensa. No se trata de un argumento sostenido con pruebas que puedan demostrar que no ocurrieron los hechos cuyo relato les ofende. Después de la dictadura, la Iglesia argentina quedó “en capilla”, como se suele decir.

Cualquier hecho relacionado con la Argentina de los últimos cuarenta años está indefectiblemente atravesado por los derechos humanos. No era tan fácil advertirlo a la salida de la dictadura. Es probable que los que asumieron esa importancia, lo hicieron más por sensibilidad que por una visión a largo plazo. La Iglesia como estructura no tuvo esa sensibilidad y reaccionó más con cola de paja que como Iglesia. Ese lugar, desde los católicos fue entonces ocupado en parte por laicos como Augusto Conte y Emilio Mignone entre otros, e incluso por algunos obispos como Jorge Novak, Jaime de Nevares y Esteban Hessayne, que eran permanentemente hostigados por las altas jerarquías. Estos obispos ya fallecidos no fueron reemplazados por otros altos prelados en su importante lugar en los derechos humanos. Ese espacio tampoco lo ocupó Bergoglio ni alentó a ningún otro obispo a que lo hiciera durante todos los años que estuvo al frente de la Iglesia argentina.

Los organismos defensores de los derechos humanos en Argentina, que han sido tan importantes desde el punto de vista espiritual y simbólico para la construcción democrática, apenas han tenido relación con Bergoglio. Esa relación era prácticamente imposible en la medida en que no hubiera una visión autocrítica de lo actuado en la dictadura y se mantuviera la protección sobre curas como Christian Von Wernich, que participó en interrogatorios a prisioneros que después fueron exterminados. Von Wernich fue condenado por la Justicia, pero la Iglesia encabezada por Bergoglio nunca tomó una medida de castigo.

En ese sentido no ha sido la decisión más feliz del nuevo papa Francisco encarar su relación con los derechos humanos como jefe de la Iglesia con esta desmentida pobre, que además no desmiente nada sino que agrede al mensajero, al medio que publicó una información que no estaba oculta, sino que ningún otro quiso publicar. Estaríamos fritos si hablar de los derechos humanos fuera solamente una prerrogativa de sectores de izquierda anticlerical. Desde el punto de vista del desarrollo histórico de este país, los derechos humanos pasaron a tener una importancia fundamental y les fue mal a los que intentaron negar esta realidad, en especial a la Iglesia argentina, que tendría que haber ocupado el mismo lugar que ocupó la Iglesia de Chile en este aspecto. Si fue un error, nunca es tarde para subsanarlo.

La conferencia de prensa del sacerdote Federico Lombardi descalificando a este medio pareció desmesurada y hasta poco meditada. Aquí en Argentina, otros periodistas y medios más poderosos que Página/12 se han victimizado y rasgado las vestiduras por el supuesto atentado a la libertad de prensa cuando la presidenta Cristina Fernández criticó alguna de sus publicaciones. Página/12 ha polemizado con otros presidentes, como lo puede hacer ahora sin necesidad de victimizarse. Solamente hizo una denuncia de ese tipo cuando se amenazó o se tomaron medidas concretas contra el diario.

Un papa argentino tiene una proyección insondable para Argentina. Es muy difícil predecir cualquier consecuencia, porque la escala está sobredimensionada. Y mucho tendrá que ver la forma en que el papa Francisco encare el mundo desde ese lugar tan difícil de líder espiritual de 1200 millones de personas. Siempre fue vertical, de absoluta disciplina hacia la jerarquía en una organización que viene de dos reinados muy conservadores y derechistas, como los de Juan Pablo II y Benedicto XVI, que representaron la globalización y la hegemonía del neoliberalismo en el planeta. Su lealtad a esa estructura de poder definió su cuestionada actitud con la dictadura. Pero la herencia que recibe ahora de los dos papas anteriores es un Vaticano envuelto en escándalos financieros y de corrupción, y con innumerables denuncias por hechos de pedofilia. Mientras Juan Pablo II y Benedicto XVI se encargaban de perseguir y desplazar a los obispos progresistas, se fueron creando esos nichos de corrupción que impregnan a la curia vaticana. Esto no lo dice la izquierda anticlerical sino que se comenta en todos los corrillos de Roma. Se dice incluso que el Vaticano necesitaba un hombre con la austeridad, la astucia y el carácter de Bergoglio para limpiar estas vergüenzas. A Francisco le toca un mundo diferente del que vivieron Juan Pablo II y Benedicto XVI. El cardenal Bergoglio fue parte de la visión del mundo que expresaron esos dos papas. Francisco tiene la posibilidad, y hasta se diría que la obligación, de dar su propia versión si quiere rescatar al Vaticano de su crisis. Pero la desmentida de ayer lo pone más en el camino agotado de sus antecesores.

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