EL PAíS › OPINION
› Por Raúl Kollmann
Hugo Tognoli fue el jefe de la División Drogas Peligrosas de la policía santafesina hasta fines de 2011. En ese momento se lo puso al mando de toda la fuerza, o sea de todos los policías de Santa Fe.
Lo insólito es que para ese momento la guerra abierta entre las bandas de narcos ya había producido numerosas víctimas y en Rosario, por ejemplo, hubo tiroteos y asesinatos dentro de la hinchada de Newell’s justamente por el manejo de la droga. Las batallas en el sur de la ciudad estuvieron en las tapas de los diarios santafesinos y nacionales durante semanas. Tognoli no estuvo a cargo de Drogas Peligrosas unos meses: fue el titular de esa división desde 2008, tres años.
Esto significa que el gobierno provincial en lugar de tomar directamente el mando de una seguridad atravesada por una crisis de asesinatos y guerras de narcos, no sólo delegó todo en hombres de uniforme, sino justamente en quien estaba a cargo de combatir lo que produjo la crisis.
Cuando, el año pasado, Página/12 reveló la investigación sobre Tognoli hecha por la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA) a pedido de la fiscalía, los voceros del gobierno santafesino pusieron el grito en el cielo: hablaban de operación política. Un comisario decía en una escucha que para vender drogas había que arreglar con el jefe directamente, 30.000 pesos por mes; y se utilizó una clave del mismo jefe para averiguar qué autos estaba utilizando la PSA en la investigación contra el hombre que distribuía drogas en Villa Cañás. Conocidos cuáles eran los vehículos, el dato se le pasó al narco del que se hablaba en el diálogo telefónico, el también procesado ayer Carlos Ascaíni. Y, además, este diario contó la historia de Ojitos, Ignacio Actis Caporale, otro narco de Rosario, amparado por Drogas Peligrosas, que –curiosamente– sigue prófugo. Un grupo de policías asaltó un departamento de Ojitos y se llevó dinero y drogas. No fue un procedimiento para detener a alguien y secuestrar estupefacientes, sino lo que llaman mejicaneada. Al que supuestamente le tiró el dato a los policías, los muchachos de Ojitos lo metieron en un patrullero en reparación y lo torturaron durante horas. En otro procedimiento, estuvieron a punto de capturar a Ojitos, le secuestraron un Audi, que la comisaría le devolvió a los pocos días fraguando actas de lo ocurrido.
Para ese momento, la guerra entre narcos se había cobrado decenas de víctimas entre enero y octubre de 2012. El primer día del año ya habían asesinado a tres jóvenes por error. Los homicidios en Rosario treparon al doble que en Córdoba capital, una ciudad con más habitantes que la urbe santafesina. Y ni siquiera todos esos indicios y datos llevaron al gobierno provincial a tomar la seguridad en sus manos y desplazar a los hombres de uniforme –en especial a Tognoli– de las decisiones.
La seguridad se utilizó en los últimos años como herramienta electoral e ideológica. Hubo campeones de la mano dura, como Francisco de Narváez que publicitó ampliamente una posible solución: un mapa del delito en el que los ciudadanos podían verter sus denuncias. De Narváez no fue capaz de controlar ni su mapa del delito: se incluían denuncias anónimas que señalaban, por ejemplo, que se vendían drogas en su casa de Barrio Parque o en el entorno de la vivienda de Mauricio Macri. Y eso figuraba, sin verificación alguna.
No basta con hablar de inseguridad. La administración de Daniel Scioli lo ha hecho desde el primer día y tiene la elevada cantidad de homicidios que se corresponden con un fenómeno que es complejo y no admite soluciones simplistas: un conurbano con bolsones de marginalidad, narcotráfico y complicidad policial. En la propia Ciudad Autónoma de Buenos Aires hubo que desplazar a la Policía Federal del cordón sur porteño para reducir los índices de criminalidad. El estudio de la Corte Suprema fue categórico: el poder político sacó a los federales de las comisarías, pusieron a los gendarmes, empezaron a trabajar con policías no armados en las villas y las cosas empezaron a mejorar. No lo dice sólo la Corte, sino que lo dicen también los Curas en Opción por los Pobres que trabajan en las villas.
Como lo señala el Acuerdo para una Seguridad Democrática, impulsado entre otros por León Arslanian, pero firmado por casi todo el arco político, es responsabilidad del Estado garantizar la seguridad de la población. Pero el primer punto es terminar con el autogobierno policial, tener todos los hilos y estrategias en manos de las autoridades gubernamentales. Y el segundo punto es desactivar las redes de delito, las organizaciones y bandas. Se requiere de eficacia policial (efectivos bien entrenados y bien pagos, tecnología e información), eficiencia judicial y penitenciaria. Pero todo eso a partir de un poder político que gobierne en todo el sentido de la palabra.
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