Dom 19.05.2013

EL PAíS  › OPINION

La agonía del progresismo

› Por Edgardo Mocca

La palabra “progresismo” ha adquirido un inesperado prestigio entre nosotros. Muy curioso es, además, que una parte importante de quienes hablan en su nombre son personas que suelen defender posiciones genéricamente identificadas como “de derecha” (Morales Solá, por ejemplo, acaba de decir que el último DNU de Macri es lo más progresista de la política en los últimos años). El otro hecho llamativo es que, últimamente la mayor parte de las veces, el progresismo es invocado valorativamente por sectores de opinión opositora: el kirchnerismo usa cada vez menos la expresión, aunque cuando lo hace es casi siempre con sesgo positivo.

No es muy claro el linaje político de la palabra progresismo; en la Argentina lo han usado tanto las corrientes liberales como conservadoras de nuestra historia. No es difícil presumir el origen de su uso, seguramente asociado a la cosmovisión evolucionista predominante en el pensamiento de la recién nacida sociología a mediados del siglo XIX. Progreso era entonces la razón, la técnica, el comercio, la industria. Progreso era el nombre que el capitalismo se había ganado en las reformas y las revoluciones contra los poderes dinástico-feudales. El partido creado y conducido por Lisandro de la Torre (Demócrata Progresista) aportó a la buena historia de la palabra una reconocida voluntad reformista, aunque en su origen y en buena parte de su trayectoria puede percibirse el peso de la tradición conservadora argentina. Para la mayoría de los hablantes actuales, sin embargo, el progresismo es un modo de nombrar a la izquierda o por lo menos a la parte de ese universo que alcanza alguna forma de influencia sobre el curso de la lucha política.

Antes de la década de los noventa, la palabra progresismo no había conseguido una potencia evocativa considerable. En la efervescencia de los años setenta se consideraba progresistas a las personas que sostenían posiciones de izquierda, sin compartir ni las pasiones ni los conflictos que solían acompañar entonces la experiencia de los que así se definían. Ya desde la recuperación de la democracia, una revisión profunda había atravesado a la política de izquierda y particularmente a su mundo intelectual. Era el balance de una dura experiencia que para algunos era una derrota y para otros era algo peor: la señal de la definitiva frustración de una ilusión que devino tragedia. En la medida en que las izquierdas que seguían autodefiniéndose así –sin el prefijo “centro”– veían reducir o simplemente mantenían una muy magra cosecha electoral, la política realmente existente que seguía apelando vagamente a algunos valores de aquella tradición tuvo que buscar otros nombres. El proceso de deslizamiento nominal se cierra dramáticamente con la caída del muro de Berlín y la posterior extinción política de la ex Unión Soviética: el uso de la palabra “izquierda” entró en un pronunciado declive.

Ya en los años del menemismo, el progresismo entró en su época dorada. Fue a refugiarse en ese campo una muy amplia y heterogénea gama de familias y tribus políticas herederas de batallas anteriores. Formaban el río del progresismo las corrientes de izquierda radicalizadas reconvertidas en los ochenta a la socialdemocracia y las de esas otras izquierdas que, por amor o por odio, habían seguido girando en torno al agonizante socialismo real y sufrieron el impacto de su caída; confluyeron entonces las fuentes del “peronismo verdadero”, traicionado por el giro neoliberal de Menem y hasta grupos de radicales desencantados con la débil oposición que ejercía su partido. Fugazmente este conglomerado variopinto tuvo su hogar en el Frepaso de Chacho Alvarez. Los diversos afluentes convivieron críticamente durante los primeros años, más unidos por el brusco y considerable ascenso político de su líder que por convicciones comunes sobre la práctica política de entonces. No fue el trágico final de la Alianza, sino su propia conformación, su triunfo y su experiencia de gobierno la que terminaron con la experiencia del progresismo.

El final no llegó porque los progresistas hayan sido desplazados de la coalición por los radicales, sino precisamente por lo contrario: nadie estaba obligado ni impulsado a desplazar a nadie porque todos los actores decisivos de ambas partes compartían básicamente los mismos límites políticos. Y ésta, la de los límites es una cuestión central en el relato de las peripecias progresistas. El progresismo es hijo del doble fracaso de la lucha armada de los setenta y del derrumbe de la experiencia del “socialismo real”. Nació como experiencia orgánica –años más, años menos– en la época en que “la historia” había dado un dictamen definitivamente negativo a toda interpelación revolucionaria del capitalismo. La época del fin de la historia, del fin de los relatos, del consenso mundial neoliberal. No todos los que se guarecían en el flexible paraguas del progresismo compartían esos diagnósticos, eso es cierto. Pero también lo era que la línea de fuerza hegemónica en sus filas interpretaba el mundo en esa gran clave que vino por entonces desde Europa y se llamó la “tercera vía”; era el discurso de la inevitabilidad del neoliberalismo, sazonado por apelaciones a la sensibilidad social y a la conjuración de los “nuevos riesgos” del desarrollo, con la drástica ausencia de toda conflictividad orgánica y de todo planteo hegemónico. No fue la discusión teórica la que cerró ese efímero capítulo de la política de izquierda: fue el catastrófico 2001 argentino el que adelantó para nosotros lo que la actual crisis europea pone hoy de relieve, el agotamiento de una etapa histórica del capitalismo. Fue el abrazo del progresismo vernáculo, vergonzante pero abrazo al fin, a las reformas de los noventa y es la colaboración de los socialdemócratas europeos con la depredación de sus sociedades por la maquinaria tecnoburocrática del capital financiero lo que parece indicar el fin de lo que en los noventa se llamó progresismo.

El final del progresismo no significa el de sus nobles negaciones: la negación de la aventura militar como equivalente de la revolución, la del ninguneo de la democracia como mera formalidad encubridora, la del partido de vanguardia y, antes que ninguna otra, la negación a concebir las luchas actuales como momento de una saga cuyo resultado está escrito en el destino de la humanidad y cuyo camino sólo pueden descubrir los iluminados. Nada de lo democrático, de lo históricamente sensato del progresismo se ha agotado. Lo que no tiene futuro propio –aunque pueda tenerlo desdichadamente como discurso honorable de la derecha– es una retórica que combina la denuncia de los males de la injusticia y la no disponibilidad a asumir los conflictos y los costos de la lucha política necesaria para superarlos. El progresismo suele ser, al mismo tiempo, intransigente en sus demandas y moderado en sus prácticas, aunque últimamente parece haber ido cambiando la moderación por la temeridad, cuando de atacar al Gobierno se trata. Lo horrorizan las injusticias que permanecen y lo alarman las formas “desprolijas” que se usan para disputar con los sectores del privilegio. Quiere los millones de empleos conseguidos pero se escandaliza por “la forma” en que se recuperaron los aportes jubilatorios para el Estado. Dice simpatizar con la democratización de los medios pero se enoja por el “ataque a Clarín”. Ha pasado a cultivar un extraordinario conservadurismo político que tensa con buena parte de lo mejor de la historia de sus militantes en nombre de las inconsecuencias y los límites que tiene la política del Gobierno.

Nada hay, entonces, de tan extraño en las nuevas configuraciones electorales que hoy se insinúan. Si los límites de mi acción transformadora están dados por las “instituciones”, es decir por el modo en que estas han funcionado bajo la hegemonía conservadora; si mi adversario excluyente es el mismo que el que tienen los sectores históricamente privilegiados y retrógrados del país; si cada conquista que expresa viejos sueños y luchas de otros tiempos es considerada un simulacro oficialista, entonces, qué puede tener de sorprendente que forme parte de las mismas listas de mis nuevos amigos contra mis jurados enemigos.

El progresismo de los noventa no era necesariamente mejor que el actual, pero lo ayudaba la época. Las certezas inconmovibles de ayer, hoy son profundos enigmas. Hemos visto el fracaso de una política autocondenada a la claudicación por no hacerse cargo de los conflictos reales del país y por pretender eludirlos con la apelación a las “instituciones”. Hemos visto el reemplazo de la política por el espectáculo de masas, los buenos modales con los poderosos, la negación de la militancia y el respeto religioso por lo constituido. Aquel progresismo vivía además en un tiempo vacío de antagonismo; no es que hubiera una fuerza popular a la que el progresismo le cerrara el camino: los años del menemismo fueron los años ideales de los adoradores del pensamiento único.

Hoy está a la vista una disputa por la hegemonía. No una batalla de buenos contra malos sino de dos ideas o, menos todavía, de dos intuiciones sobre hacia dónde está yendo el mundo y hacia dónde tendría que ir nuestro país. No es una filosofía acabada de la historia, ni una ideología con misiones históricas y sujetos establecidos. Es la sensación de que el mundo del capitalismo realmente existente está en agonía, es decir está en ese instante resolutorio en el que un ser no puede sobrevivir sin transformarse profundamente. Es, también, la sensación de que Argentina forma parte del más dinámico proceso regional de cuestionamiento al neoliberalismo en el mundo actual; un proceso de afirmación de soberanía popular en contra del poder corporativo, de reparación y redistribución de recursos sociales, de afirmación del trabajo y la producción por sobre la especulación financiera como fuente del bienestar y de restitución de la verdad y la justicia sobre el pasado.

Por fuera de esta disputa histórica y obsesionada por la búsqueda de una imposible neutralidad, el progresismo tiende a repetir la vieja saga de una izquierda que combinó la fascinación teórica por la revolución con la impotencia política y, en más de una ocasión, la colaboración con las fuerzas históricas del privilegio. Es decir, un progresismo que no es más que un nombre elegante del conservadurismo.

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