Lun 20.05.2013

EL PAíS  › OPINIóN

Un planeta aparte

› Por Eduardo Aliverti

Es probable que la semana pasada se haya cruzado un límite periodísticamente terminante, por decirlo de algún modo y por si quedaba alguna duda, en torno de hasta dónde puede llegarse en materia de operaciones de prensa.

Los interrogantes subsistentes remiten a la verdadera capacidad de penetración social –y efectividad política– de los embustes circulantes. ¿Estamos ante una ofensiva reaccionaria, o golpista sin más ni más, que puede poner en peligro real la estabilidad o futuro del Gobierno? ¿O es sólo una percepción de franjas de clase media que pueden o necesitan creerse un clima de podredumbre sin empatía, además, con quienes se expresan como posibilidad de cambio? ¿Hay de las dos cosas? Si se admitiera que la gestión oficial tiene rasgos o totalidad de encerrada en sí misma, ¿no es también aceptable que hay un planeta opositor, gobernado por una corporación mediática enceguecida de tirria, capaz de reputarse como autoridad moral suprema y dispuesta a mostrar una realidad de corrupción gubernativa, y total, como la única existente? Este último párrafo podría ser un punto acertado para empezar a meterse en algunas consideraciones –digamos– objetivas. Demos por cierto que el aparato comunicacional del kirchnerismo incurre en excesos panfletarios. Que hay discriminación en el reparto de la pauta publicitaria oficial. Y que, en efecto y visto desde una perspectiva socialdemócrata europea, los medios denominados “públicos” son mucho más proclives al kirchnerismo que asépticamente estatales. Y otro tanto, reconozcamos, acerca de los medios paraoficialistas que son manejados por empresarios afines al Gobierno. La propuesta analítica es dejar de lado que todo eso impone salvedades, del tipo de si acaso un gobierno, respaldado en las urnas por amplia mayoría, no tiene derecho a exponer y defenderse mediáticamente. ¿El poder económico puede hacer alegremente lo que le plazca con los medios de comunicación que domina, y un gobierno –éste, cualquiera– debe sentarse a contemplar que lo vituperen sin asco? ¿En dónde se supone que funciona así? ¿Eso es lo que vendría a ser el respeto por las instituciones (es decir, las instituciones que deben funcionar de la manera que satisfaga al poder establecido)? Cuando Obama sale con tapones de punta a cuestionar a la Fox, ¿se les ocurre hablar de ataque a la libertad de prensa? Tampoco hagamos el descargo de que, si es por actuar o intentar imagen de pluralismo, los medios oficialistas vienen mostrándose más activos que los opositores. En los primeros suelen dar la lista de los adversarios ideológicos que invitan y rechazan el convite; algunos tuvieron el gesto de enviar móviles a las manifestaciones opositoras y hay programas de televisión y radio en los que no se ahorran críticas negativas sobre la marcha gubernamental. En los segundos, no hay siquiera un solo gesto de convocatoria más o menos disimuladora-democrática. La aplastante secuencia de pantalla, micrófono y centimetraje de que disponen Elisa Carrió, Hermes Binner, José Manuel de la Sota, todo radical que ve luz y sube, o cualquiera de esos economistas liberales que siguen invictos en pasar papelones hace años y años, pareciera que fuese representativa de un porcentaje de votos abrumador y no de la pobreza que testimonian sus números electorales. O de la miseria extrema de sus aspiraciones a convertirse en reparadora promesa nacional.

Pero volvamos, y hagamos de cuenta de que nada de todo eso es estimable. Simplemente, preguntémonos si es sensato que –de acuerdo con la estipulación mediática– no haya otra cosa que una banda gubernamental de ladrones; que la imposibilidad de salir a la calle sin riesgo de muerte por delito urbano está certificada; que hay un asesinato por minuto, que se viene el helicóptero, que el dólar no para nunca más, que el campo está a la miseria, que matan a los indios, que mandan una Gestapo impositiva a perseguir a animadores periodísticos, que estamos bailando en la cubierta del Titanic, que ya no se puede ni hablar en familia. ¿De veras que alguien racionaliza que ése es el mundo argentino? No se niega que cierta gente sienta auténticamente eso, por variadas razones que no sería menester analizar ahora y en las que confluyen antropología social, resentimientos personales y, siempre y para rematar, prepotencia comunicacional que sabe anclar por ahí, estimulando bajos instintos. Pero de sentir a sufrir hay una gran diferencia. La misma que rige entre indignarse porque me cuentan que debo hacerlo y la que me obliga a hacerlo aunque en el fondo no sufra lo que me cuentan. En estos días hay un ejemplo fornido. Se cerraron satisfactoriamente las paritarias de los gremios más abarcativos. Bancarios, metalúrgicos, construcción, etcétera. Apenas resta convenir con los camioneros (además de docentes y profesionales de la salud bonaerenses). Estas paritarias promediaron aumentos salariales del 24 por ciento: un número que da la razón a quienes cuestionan las poco menos que ridículas cifras de inflación del Indek. Entre esos convenios colectivos que acordaron por encima de lo que el Gobierno supuestamente no quería (más del 20 por ciento de reajuste anual), están los porteros. Arreglaron un 32 por ciento y a 18 meses. ¿Qué titularon el viernes, a cabeza de portada? Que suben un 20 por ciento las expensas. Ya lo dijo un graffiti allá por el 2001: nos están meando y Clarín dice que llueve. Sin perjuicio de su higiene técnica (las expensas aumentarán en ese por ciento, seguramente), el título tiene de todo menos neutralidad. Le apunta a (una parte de) esa clase media/mierda que milita de la boca para afuera en la sensación de que se pudre todo. ¿Vamos a seguir llamándole a eso “periodismo independiente”?

El desafío renovado se produce al cruzar el límite citado al comienzo de estas líneas. Se lanzó desde un editorialismo dominical que el Gobierno pensaba intervenir al Grupo Clarín, sin sustancia documental de ninguna índole. Se motorizó lo que no llegaba ni al nivel de indicio lejanamente probable. Se creó una temperatura de independentismo periodístico al horno. Se esparció un invento, en definitiva, para advertir sobre aprietes dictatoriales. El alcalde porteño urgió a un decreto de necesidad y urgencia, para amparar a la libertad de periodística. Hasta Gabriela Michetti admitió que esa actitud de “Mauricio” es para favorecer a Clarín. Hasta Félix Loñ, un constitucionalista liberal de cita acostumbrada en los medios opositores, sugirió que la médula jurídica de la movida macrista –a la que se sumó De la Sota– era insostenible. Putean a la Presidenta en cadena nacional; promociones y piezas ¿artísticas? del canal televisivo opositor propagandizan el símbolo del dedo en el culo y, en medio y al cabo de tantísimo más, salen a decir que está en grave peligro la libertad de prensa. Por lo que más quiera cada quien, expliquen de alguna forma qué clase de autoritarismo es éste. Y, mientras tanto, sígase la lógica estricta de la secuencia, con permiso de una muy ligera –y vigente, gracias a la definición de campeones y descensos en los torneos de fútbol locales– alegoría deportiva. El equipo que se sabe en riesgo o desventaja por la superioridad del rival divulga que el árbitro habrá de bombearlo. No es un equipo de segunda división. Es uno que aporta en las ligas mayores y consigue que se instale la presunción de sospecha; e inclusive dictaminan un reglamento propio, para contornear que el referí debe adaptarse a ese estatuto. Pero la argumentación es tan endeble, tan increíble que, de a poco y sostenidamente, van retirándose de sostenerla porque ya cumplieron el único objetivo de ejercer coacción. La fuente periodística que inventó la intervención a Clarín terminó, ayer, señalando que la jefa de Estado retrancó a último momento, cuando ya estaba decidido echar a algunos, dejar en su puesto de trabajo a la mayoría de los periodistas y otorgarles un aumento generalizado de sus sueldos. No. Ya basta. Es demasiado. Está el déjà vu de haber dicho esto algunas o varias veces. No importa.

Según la revalidada interpretación personal, hay la ratificación de que este Gobierno jodió mucho más a los símbolos de sectores medios y corporativos que a sus privilegios económicos (aunque éstos tienen un rol sí preponderante en el caso del Grupo Clarín). Que eso implica no soportar desde la Asignación Universal por Hijo hasta el fútbol televizadamente colectivizado; desde la estatización de las AFJP, que despertaban fantasías de exclusividad a costa de los jubilados, hasta los planes asistencialistas en favor de quienes son los jodidos de siempre. Que esa clase de indignados y que el grupo mencionado, a falta de referentes candidateables en listas electorales, encontraron un manosantismo tan bardero como efectivo, profundamente antipolítico en su acepción de que son todos la misma mierda salvo “nosotros”. Que esa gente, sin embargo, no sabe explicar ni ejecutar cómo traducir su cólera a votos, ni a movilización conductora. Que el terreno en disputa es, entonces, una/esa porción de la clase media que no sabe para dónde encaminarse hasta el punto de que, en 2011 y tras las enormes expectativas despertadas por su “triunfo” cuando la 125, acabaron por votar a Cristina.

La conclusión sería que lo que pasa por la tele no es lo único que pasa. Periodística o semánticamente no es recomendable definir un concepto en función de su opuesto. Pero bueno. A veces no queda otra. La oposición se define a sí misma a partir de la negativa. Y eso no es una oposición. Es una queja y nada más.

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