Mar 18.06.2013

EL PAíS  › OPINIóN

Cronoterapia para todos

› Por Irina Hauser

“La primera transmisión de radio. La insulina. La penicilina. El nylon. El helicóptero de dos rotores. El reactor nuclear. La bomba atómica. La cámara Polaroid. El horno microondas. La TV color. La vacuna Sabin. La píldora anticonceptiva. La llegada del hombre a la Luna. La calculadora de bolsillo. La tomografía computada. La fibra óptica. La computadora. El teléfono celular.” En la voz engolada que enumera hay una excitación descontrolada. Es Magallanes, el personaje antikirchernista que irrumpe en las mañanas en Radio Nacional. Desborda de algarabía al darse cuenta de todos los hitos de los que debe haber sido testigo el juez de la Corte Suprema Carlos Fayt, un libro abierto a esta altura, quién mejor para ser juez ahí en la cima que alguien que lo vivió todo. Como es su costumbre, Magallanes quiere decir algo en contra, lo que sea (de eso se trata, de oponerse), sobre la alusión que había hecho la presidenta Cristina Kirchner a los 95 años del juez supremo, treinta de los cuales transcurrieron en el máximo tribunal.

Magallanes, exagerado por definición, pareció moderado al lado de las reacciones iracundas en Tribunales, donde se hablaba de una falta de respeto al “decano” de los supremos, a la Corte y al Poder Judicial, que está en el ojo de la tormenta. El comentario presidencial, que también destacó el origen socialista del juez, igual que las afinidades políticas de otros de sus colegas, fue fuerte. Pero ni el propio Fayt le imprimió tanto dramatismo. “Los hechos son sagrados, el comentario es libre”, mandó a su chofer a decir a los periodistas que esperaban su descargo. Esa frase es una muletilla antiquísima de Fayt. La repite siempre que puede. En esta ocasión como quien no dice nada pero dice: que la Presidenta opine libremente; el hecho es que él, el ministro Fayt, sigue siendo juez pasados veinte años del tope de la edad de 75 que fija la Constitución. Para eso tuvo el respaldo de una sentencia de la propia Corte del menemismo (firmada por sus propios miembros, no conjueces), que resolvió que la Constitución de 1994 es inconstitucional al requerir un nuevo acuerdo del Senado tras la edad jubilatoria para quien fue nombrado antes de esa fecha. Ese criterio benefició dos años atrás a otro juez supremo, Enrique Petracchi, en su demanda en primera instancia.

Pero basta dar un pasito al costado, para darse cuenta de que no es la edad de Fayt lo que importa, sino lo que simboliza. Lo que importa es qué pasa en el resto de la sociedad cuando la maquinaria de supervivencia del sistema judicial y sus condiciones privilegiadas quedan al desnudo. Y se da esta paradoja de que son los propios jueces los que deciden sobre sí mismos, siempre con la Corte Suprema como dueña de la última palabra. Como será en cuestión de horas, con la reforma del Consejo de la Magistratura y la elección popular de sus miembros.

Que estas circunstancias vuelvan a poner a prueba el carácter corporativo de la familia judicial, no es un hallazgo del Gobierno, que lo que ha hecho en todo caso es ponerlo en evidencia con palabras y propiciar la transformación a través de leyes nuevas. A eso contribuyó el surgimiento de una clara división de aguas dentro del monolítico Poder Judicial, con la aparición de un sector que se agrupó en Justicia Legítima, que se rebeló ante el discurso imperante.

Hace unos dos años, un importante referente de la Asociación de Magistrados contó en una pequeña reunión que en la entidad llevaban años sumamente preocupados por la mala imagen de los jueces. La gente de a pie los veía (los ve) como una elite encumbrada, inaccesible, ricachona, corrupta, vaga, capaz de moverse en una suerte de reino paralelo, dueña de un lenguaje críptico, generalmente incomprensible, más lenta que una tortuga. Como si fuera poco, no los elige el pueblo y gozan de cargos vitalicios.

¿Qué hicieron entonces en la entidad? Contrataron una consultoría y una asesoría de imagen. Difícil precisar qué cambiaron exactamente, pero es seguro que retocaron el lenguaje, que empezó a incluir expresiones como “servicio de justicia”, “acceso”, “igualdad”, “transparencia” y una que está muy de moda “¡independencia!”

Por obra del propio motor de los cambios culturales, es un hecho que en los últimos años cayeron (y los jueces lo asumen, algunos con dificultad) muchos mitos sobre la actividad judicial, como el que decía que los jueces sólo deben hablar por sus sentencias, textos esos que escribían recluidos entre cuatro paredes, totalmente desapegados del mundo exterior, sin nada que contamine su pensamiento.

Como ha explicado el juez de la Corte Raúl Zaffaroni en varios de sus trabajos teóricos, la historia de las estructuras judiciales y sus miembros va asociada a los contextos. Así como a fines del siglo XIX los jueces, de la oligarquía, estaban comprometidos con el modelo agroexportador del que sus familias vivían, cuando esa era pasó los estratos medios empezaron a acceder a la toga. En torno de 1930, gobierno de facto mediante, uno de los objetivos es la conservación del cargo frente a la amenaza a la estabilidad, para lo cual se empieza a cultivar el ideal del juez apolítico, aséptico, prescindente, que aplica la ley mecánicamente, se valora la permanencia, que se “mejora” nombrando a la familia y a los amigos. El nuclearse en una corporación refuerza aquel objetivo (la Asociación nace en 1928). En tiempos de dictadura, muchos miembros del Poder Judicial se vuelven “hombrecitos grises”. Un signo que parece propio de los últimas dos décadas es la fachada empeñada en mostrar a los jueces como seres neutros y una realidad que los revela como seres políticos, habilidosos seres políticos muchas veces.

Es tan obvio que el Poder Judicial está inmerso en el devenir de la historia que sus integrantes debieron asumir que el contexto –en su cariz político, social, económico– es parte inevitable de sus decisiones. Esto tiene consecuencias y lleva a razonar que así como las leyes que aprueba un Parlamento van reflejando las transformaciones culturales e históricas, las costumbres inclusive, a la larga es ineludible que esos parámetros se reflejen en los fallos judiciales, donde esas leyes se controlan y se aplican.

Así, en este contexto, jueces y juezas saben que tienen un poder inconmensurable. Por ejemplo, el de contribuir a que se hagan los juicios por crímenes de lesa humanidad de la última dictadura. O, en otro orden, de buscar mecanismos para desbaratar las redes de trata y la narcocriminalidad, o incluso para combatir la violencia de género desde los propios tribunales. También tienen el poder bestial, desde un despacho solitario, de invalidar una ley o frenarla por años, como ha ocurrido con la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Gozan igualmente del poder establecer que un ladrón de zapatillas tiene cara de expediente y número de presidiario en su ADN, mientras mira con cariño la billetera del de guante blanco o el evasor de la Aduana, a quienes atribuye poder real con el que mejor negociar.

Mal que mal, buena parte del Poder Judicial se ha ido amoldando a los nuevos signos de los tiempos. Pero cada vez que les toca evaluar algo que los atañe, ya sea porque toca a sus obligaciones, privilegios o al alcance de su poderío, producen la excepción. La Asociación de Magistrados resistió desde los inicios la existencia misma del Consejo de la Magistratura. Preferían nombramientos a dedo, sin examen de conocimientos alguno, fruto de roscas políticas o amiguismos de la más pura cepa. Cuando la existencia del cuerpo fue un hecho inevitable desde fines de 1999, los consejeros jueces fueron reticentes a votar sanciones o acusaciones contra sus pares dentro del organismo.

Ante otras circunstancias, como la difusión de sus declaraciones juradas de bienes, la Corte de Julio Nazareno emitió una acordada que los eximía de hacerlo. Cuando el Congreso aprobó la ley que los obligaría a pagar impuesto a las Ganancias en 1996, como cualquier ciudadano, el máximo tribunal sacó una acordada que la declaraba “inaplicable”. En distintos tribunales, quienes han llegado a la edad de jubilarse han conseguido perpetuarse con la doctrina Fayt. Quizás el broche de oro de todo esto sea un hecho de la semana pasada: el nombramiento a dedo como “subrogante permanente” del titular de la AMFJN, Luis Cabral, como juez de Casación, un cargo que obtuvo violando todas las reglas, ya que los suplentes se designan entre miembros del propio tribunal o por sorteo entre todos los tribunales orales y cámaras.

Es difícil pensar que la reforma del Consejo de la Magistratura, que incluye la elección popular de sus miembros jueces, académicos/científicos y una representación ampliada de estos últimos, responda a algún plan maquiavélico del Gobierno que lo que quiere es un sistema para elegir y echar jueces a su antojo. El Parlamento suele recoger reclamos que hacen ebullición en la sociedad. El anhelo de un Poder Judicial cercano al común de los mortales, sensible ante los vulnerables, accesible, que baje de las alturas, tiene añares. Es más que rico e interesante el debate jurídico que se ha dado en torno de la ley aprobada por el Congreso para modificar el Consejo. Pero es sintomático que los amparos y planteos de inconstitucionalidad hayan sido promovidos en su gran mayoría por las asociaciones de jueces y de abogados, no de académicos. Frente a ellos, casi del mismo equipo, la mayoría de los jueces han desarrollado argumentaciones de apariencia teórica pero de contenido sin dudas político que atacan dos núcleos de la reforma: descalifican que el pueblo pueda votar a quienes luego los elegirán o cuestionarán a ellos y argumentan que habrá una pérdida de independencia dentro del organismo, una partidización -–dicen– de los jueces que deban postulares a través de partidos políticos para ser consejeros. Todo eso sin analizar previamente si el Consejo acaso no es ya un ámbito de pujas partidarias y los magistrados son amebas apolíticas.

Tal vez la reforma tenga vicios o defectos legales, nadie dice que no. El gran desafío de la Corte Suprema será hacer un análisis superador y encontrar una salida que contemple la amplitud del problema y corra el foco de la defensa exclusiva de sus propios intereses. Fayt tiene otra muletilla, una palabra en rigor. Dice que cuando la Corte cajonea un expediente aplica la “cronoterapia”. Habrá que ver si el tribunal ahora hace o no de la “cronoterapia” un fallo que eternice, tal como es, a la corporación de jueces.

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