EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por Luis Bruschtein
La frase “fin de ciclo” está levemente relacionada con la del fin de siècle francés, pero suena muy parecido y arrastra muchas reminiscencias de un escenario en decadencia. El concepto de fin de ciclo circuló durante la campaña electoral, relacionándolo con el del kirchnerismo que, como todas las cosas en el tiempo, también tiene un ciclo, que no se sabe cuánto durará aunque pareciera estar más en su comienzo que en el final.
Esa idea de decadencia superficialmente entrelazada a la del fin de un gobierno está muy instalada en algunos opositores. Paradójicamente, el concepto como tal refleja la trascendencia inconsciente que le dan al gobierno que detestan, porque la idea de ciclo no se corresponde con un protagonista intrascendente, sino todo lo contrario. Un ciclo que llega a su fin es un proceso que tiene raíces muy fuertes en la realidad, por lo menos más fuertes que quienes se opusieron a él, que no pudieron ser los responsables de ese final sino, en todo caso, sus beneficiarios.
Resulta sorprendente cómo esta idea de fin de ciclo circuló durante toda la campaña electoral. Forma parte de un pensamiento opositor, quizá muy condicionado emocionalmente por una furia que, además de limitarlo, lo debilita y para el que cualquier excusa da pie para hablar de un fin de ciclo del kirchnerismo.
Este sector del pensamiento, del periodismo, de la política, pronuncia fin de ciclo con cierto regodeo. No hay una lectura desapasionada en esa frase. Hay festejo, aunque también esté reconociendo implícitamente su impotencia.
La estructura de esa idea no puede ser más sencilla: hay fin de ciclo porque en el 2015 se termina el gobierno de Cristina Kirchner y no se puede re-reelegir. Se está reconociendo así que Cristina Kirchner ganaría esas elecciones si se pudiera presentar, pero que por suerte para ellos no puede hacerlo. Ellos mismos estarían diciendo así que si alguno de ellos ganara esas elecciones sería por la suerte de que Cristina Kirchner no se pudo presentar en ellas.
Sobre todo a los menemistas, tanto los que se mantuvieron leales al caudillo riojano, como para los que trataron de camuflarse en el duhaldismo, en el macrismo o en otras variantes, la idea del fin de ciclo les es familiar. Para ellos hubo un fin de ciclo desastroso. Menem tuvo mucho más poder que el kirchnerismo. Le decían El Jefe y lo describían como el estratega más astuto, un imbatible en ese juego. Apenas tuvo disidencia y la que hubo fue muy pequeña o fue más bien suave, porque gobernó con todos los poderes fácticos a su favor, desde la Iglesia, hasta el capital concentrado así como los gobiernos de las potencias, las trasnacionales y los organismos financieros internacionales. Y por supuesto, también tuvo a su favor a los grandes medios de comunicación durante sus primeros ocho años de gobierno. El riojano les habilitó la propiedad cruzada de medios que permitió el surgimiento de los multimedia concentrados.
De esa construcción de poder que parecía indestructible no quedó nada. En poco tiempo fue disuelta y el otrora todopoderoso quedó en soledad y cuarentena, los que antes lo iban a buscar ahora lo eluden y sus seguidores más fieles quedaron aislados como leprosos. Para los menemistas, el fin de ciclo fue algo real. Son los primeros en pensar, pero no los únicos, que si le pasó a Menem le tiene que pasar al kirchnerismo.
En realidad, Menem fue efectivamente apoteosis y final de un ciclo. Su estrella política se correspondió con el ciclo del endeudamiento externo, una era que había comenzado en el golpe de 1976 –aunque ya desde antes presionaba por instalarse–, y que culminó con la crisis del 2001-2002.
Se dice que los procesos económicos y los políticos van más rápido que los procesos culturales. Hay un aspecto en el que el kirchnerismo sí representa el final de una etapa. Ese punto es el de la transición democrática. El kirchnerismo es el último gobierno de la transición porque es el que salda temas que quedaban como resabio de épocas anteriores, como los juicios a los represores de la dictadura y porque es el primero que logra gobernar en democracia sin la tutela condicionante de los poderes fácticos o corporativos, algo que no hicieron sus antecesores, algunos porque no quisieron y otros porque no pudieron.
Pero donde falla la comparación con el fin de ciclo que sepultó a Menem es que el kirchnerismo no es el final sino que es el comienzo de uno nuevo. Cuando Argentina ya no pudo endeudarse, se cayó el sistema de la bicicleta financiera. Eso fue lo que representó Menem y lo que destruyó la economía en la crisis del 2001-2002. El kirchnerismo es el comienzo de la nueva etapa que se abre tras esa caída. Desde el punto de vista cultural tuvo que destruir los valores que fueron hegemónicos durante el menemismo y construir otros, de los cuales se vuelve el portador principal. Esos nuevos valores son los que representarán el cambio a lo largo del tiempo que dure este nuevo ciclo. Algunas de esas ideas centrales son la defensa del Estado frente a la destrucción del neoliberalismo, la integración regional frente a la subordinación a las grandes potencias, la distribución de la renta para alimentar el mercado interno frente a los procesos de concentración y exclusión durante el neoliberalismo. Y en general todas las políticas de ampliación de derechos para los trabajadores, las mujeres y las minorías en general. Es más complejo que eso, porque en cada nicho de hegemonía del neoliberalismo tuvo que disputar un contranicho. Estaba obligado a hacerlo si quería sobrevivir y como las disputas culturales son más lentas que las económicas y las políticas, todavía tiene que seguir haciéndolo.
Esa construcción ideológica será el bagaje del progresismo, del movimiento popular o del centroizquierda durante el nuevo ciclo que se abre y que puede durar treinta o cuarenta años o menos. Para el escenario de la historia, la identidad del kirchnerismo es esa construcción y no otra.
El kirchnerismo ha podido generar una identidad clara que se basa en una renovación de las ideas iniciales del peronismo y el agregado de nuevas ideas. Podría suceder que esa identidad no tuviera su correlato en una estructura consolidada. El kirchnerismo no ha podido amalgamar a todos los sectores que asumen su identidad. Hay diferenciaciones entre el peronismo y los no peronistas y dentro de esos dos campos también hay variedades y matices que todavía obstaculizan objetivamente la confluencia en una organicidad común.
La idea del fin de ciclo apunta a un desbande de las diferentes fuerzas, como sucedió con el menemismo cuando perdió el poder. Sin embargo Menem perdió el poder, pero nunca perdió elecciones y siguió pesando en el peronismo desde el llano. El menemismo desapareció como fuerza porque no podía entender el ciclo que comenzaba, lo que sí hizo el kirchnerismo.
Se insiste en la teoría de que en el peronismo lo único que importa es el poder. Es un factor importante pero no hay antecedente histórico que demuestre que es el único. Perón lideró el movimiento desde España durante 18 años y en la oposición. Y Menem siguió pesando fuera del poder al punto de ganar la primera vuelta de 2003.
Aun en el peor escenario para el kirchnerismo en 2015, en caso de pasar al llano y la oposición, lo haría como una identidad popular muy clara y como un conglomerado de fuerzas diversas pero con el fuerte liderazgo consensuado de Cristina Kirchner. En esa situación, tanto en el peronismo como entre los no peronistas, pasaría a ser la principal fuerza de oposición, la más importante como expresión popular en el centroizquierda y el eje alrededor del cual se tejerían las alianzas en ese espacio. Es una fuerza con 12 años de ejercicio del poder, con más cuadros con experiencia de gestión que ninguna otra y con un masivo sector juvenil que le garantiza proyección en el tiempo.
No hay determinismo que garantice el futuro, pero lo más probable para los que se esperanzaron con la idea de un fin de ciclo del kirchnerismo es que tendrán que prepararse para un largo via crucis, porque todo da la impresión de que el ciclo recién empieza.
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