EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
En estos días hemos sido invadidos por los fantasmas de la década del ’70. La memoria del golpe cívico-militar fascista en 1973 contra el gobierno de la Unidad Popular chilena –alegra al autor de este comentario la magnífica puesta en escena de ese pasado por parte de la Televisión Pública– no pudo dejar de inscribirse en el cuadro de nuestras reyertas actuales, en el país y en la región. Un punto principal parece dividir las aguas: se trata, ni más ni menos, que del sentido histórico de los hechos de esa época.
Es necesario advertir a partir de ahora que el lector de lo que sigue no encontrará ningún rastro de neutralidad valorativa, juicio independiente ni de ninguna de esas claves que se utilizan con la pretensión de ocultar la perspectiva desde la cual se habla. La experiencia del autor de estas líneas reconoce al gobierno de Salvador Allende como el punto más alto hasta hoy alcanzado de esa fusión, acaso utópica, entre libertad política y justicia social. Se puso los ropajes de la época y sus nombres; el socialismo en democracia fue su santo y seña. Su significado real, su agenda concreta –nacionalización, redistribución, solidaridad– no fue demasiado diferente de la que hoy reivindican, con acentos y giros muy diversos, un conjunto de gobiernos de la región. Claro está, la palabra socialismo tenía entonces otro significado. Resultaba imposible no vincularla con la experiencia del “socialismo real” que conducía la Unión Soviética. Esta vinculación histórica, totalmente fiel a la realidad, de la experiencia de la Unidad Popular con el contexto de la Guerra Fría entre las dos grandes superpotencias de entonces, trae consigo una amenaza metodológica: la de interpretar un drama político con los mismos patrones cognitivos con los que lo percibían sus actores. Hay muy poca distancia entre esa manera de argumentar y la pobre conclusión de que la experiencia política y social chilena cortada abruptamente por la barbarie dictatorial puede reducirse a un episodio más de un conflicto entre potencias que fue finalmente resuelto de manera rotunda hace un poco más que un par de décadas.
Se puede seguir y profundizar esa línea de análisis hasta identificar la victoria de Estados Unidos y la gestación de un ilusorio mundo unipolar como una clausura definitiva del mundo en el que gobernó la unidad de la izquierda en Chile y como un agotamiento de la influencia de esa experiencia sobre nuestro mundo cultural y social. Lo que ayer sonaba heroico hoy es presentado como patético; la única certeza que tienen quienes sostienen esa mirada –cultores vergonzantes de la teoría de los dos demonios– es que los sueños de aquel tiempo que, como ninguno, expresa el nombre de Salvador Allende, no tienen hoy ningún significado. En el núcleo de este reduccionismo liberal de la historia habita de un modo obsesivo la utopía del fin de la política, a veces pudorosamente escondida detrás del velo de los “amplios consensos”. Y entonces se puede saludar la “voluntad reconciliadora” de la sociedad chilena en contraposición a la supuesta venganza que prima entre nosotros. No es ciertamente una falta de respeto hacia nuestros hermanos chilenos reconocer las enormes limitaciones de la política de ese país en materia de verdad y justicia respecto de los crímenes del terrorismo de Estado. Pero para los antikirchneristas –desde los de derecha hasta los de “centroizquierda”– no existe tal limitación, sino una curiosa muestra de madurez, consistente en aceptar los límites a la soberanía popular que impuso Pinochet; el cierre verdadero y definitivo de la etapa fascista pasaría obligadamente por la declaración de la nulidad de la Constitución aprobada bajo su dominación.
¿Por qué ocultar la naturaleza del conflicto que dividía las aguas de Chile en aquel tormentoso período? ¿Por qué silenciar el papel de los medios masivos de comunicación dominantes, la conspiración dirigida por Estados Unidos, los métodos terroristas empleados por la derecha chilena? No se puede reconocer el sentido de aquellos episodios sin enlazarlos con el presente. Es necesario, para cortar ese vínculo, vaciar de contenido aquellas disputas, reducirlas a un brote de pasiones y fanatismos descontrolados, en unos y otros, que degeneraron en una violencia absolutamente inexplicable para nuestra actual conciencia civilizada y neutral. La obsesión antihistórica es común a las derechas y a ciertas izquierdas ilustradas: unas y otras procuran reducir las querellas que nos construyeron como país a la condición de una cierta propensión enfermiza de los argentinos a enfrentarnos de manera innecesaria. Ciertamente la experiencia del Chile de Allende no habilita ninguna equiparación de la conducta histórica de los dos grandes bloques políticosociales que se enfrentaban entonces. No fueron los dos grandes contendientes los que desabastecieron, sabotearon, proscribieron, persiguieron y asesinaron sistemáticamente a su adversario: fue la derecha al mando militar de Pinochet y al mando estratégico de Kissinger la que preparó y consumó la más grande tragedia de Chile. La necesaria revisión crítica de la experiencia del gobierno de la Unidad Popular no puede poner a ésta en el mismo lugar que a los verdugos de la democracia chilena.
El vaciamiento, la sustracción de los conflictos políticos que rodearon la experiencia del gobierno de izquierda chileno no es solamente un error metodológico. Es una toma de posición política. De un modo inmediato y muy evidente es un aporte a la dotación argumental de la constelación que impugna al gobierno de Cristina Kirchner. El uso de la cuestión del golpe chileno es muy evidente: la época de los sueños, de los proyectos, es una época terminada. Que terminó además con el horror de las dictaduras y el terrorismo estatal. Se pretende, mediante una cadena de trucos retóricos, conectar el “fanatismo ideologizado” de los ’70 con su reaparición bajo la forma farsesca del “populismo corrupto y autoritario” y, de ese modo, descalificar cualquier apuesta favorable a las políticas de los gobiernos antiimperialistas de la actualidad como puro y simple simulacro que agita a los duendes de épocas sin retorno.
Lo cierto es que el Chile de Allende no organizó un socialismo recetado ni mucho menos una réplica de la experiencia soviética. Nacionalizó el cobre, redistribuyó la renta, ejerció una política exterior independiente de Estados Unidos; nada demasiado distinto del rumbo que toman hoy muchos de nuestros países. Ciertamente nuestros gobernantes de hoy no tienen las pretensiones épicas de aquellos movimientos populares que atravesaron la región hace cuatro décadas; pero no es muy forzado reconocer y pensar ciertas continuidades históricas que intervienen fuertemente en los procesos actuales. Del Chile de la Unidad Popular podemos pensar bajo la forma del horror desatado por la dictadura o como una reliquia de un pasado noble y virtuoso pero definitivamente agotado. O como una poderosa herencia y como un laboratorio de experiencias políticas.
El golpe de Pinochet bien puede considerarse el primer acto político del neoliberalismo a nivel mundial. Fue el ensayo general, enormemente facilitado por el cercenamiento de todas las libertades públicas, para la gestión política de la reconversión económica estructural que globalmente apadrinarían después Thatcher y Reagan. Por su parte, el Chile de Allende no fue principalmente el escenario de una batalla posicional entre las dos superpotencias, sino el mojón históricamente más importante de una batalla regional por la independencia y la justicia social cuyas huellas no se han perdido y reaparecen transformadas en la nueva realidad regional.
Los testimonios de la época que pudimos ver en estos días me produjeron además un extraño estremecimiento. Los parecidos entre los testimonios de uno y otro campo con el léxico que habla la controversia argentina actual son extraordinarios. Hay una generación, a la que pertenezco, que de tanto discutir cuestiones como el poder de los medios, la imbricación entre militares golpistas y empresarios, el golpe como mecanismo de ordenamiento regional para la superpotencia, la utilización de la guerra psicológica como mecanismo de combate y otras afines, hemos terminado por banalizarlos hasta el punto de ignorarlos a la hora de analizar una coyuntura política. El reencuentro con la tragedia chilena y su enlace con la realidad actual de nuestros procesos políticos nos convence de que se trata de un error. El Chile de 1973 nos habla de nuestra realidad. No en la forma de una repetición y una fatalidad, sino en la de un desafío. El golpe contra Allende, tanto como la dictadura que pocos años después se instalaría entre nosotros, nos hace saber de qué son capaces las fuerzas del privilegio. Tenemos que contar con eso y valorizar el patrimonio adquirido por nuestras sociedades en tres décadas de recuperación democrática. Treinta años de continuidad en la vigencia del estado de derecho constituyen un espacio histórico desde el cual podemos observar nuestro pasado nacional y regional desde otra perspectiva. La saga de Allende y la Unidad Popular chilena forma parte de otro fragmento de la historia; sin embargo, cortar los lazos orgánicos de aquel tiempo con el nuestro, de aquellas luchas con las luchas de hoy solamente conduce a vaciar la memoria política. Bajo otras formas, y con otros lenguajes, aquella historia sigue siendo la nuestra.
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