EL PAíS › OPINIóN
› Por Roberto Atilio Falcone *
Se ha dicho que el proceso penal y las reglas que lo gobiernan son una expresión reglamentaria de la Constitución Nacional; con los pocos artículos de la carta magna que se refieren al tema podría realizarse un juicio penal a falta de normas procesales empíricas.
El legislador constitucional ha adoptado algunas decisiones básicas que marcan el perímetro por el que debe transitar el procedimiento penal. Así, y en primer lugar, cuando corresponde realizar el juicio político, encomienda la acusación a la Honorable Cámara de Diputados (art. 53) y el enjuiciamiento a la Honorable Cámara de Senadores (art. 59), dividiendo las funciones de perseguir y juzgar.
También resulta trascendente la mención al juicio por jurados en los arts. 24, 75 inc. 12 y 118 CN, lo que supone que las causas criminales se resolverán en audiencias públicas, orales, continuas, observando un procedimiento contradictorio en el que la prueba se produzca ante el tribunal que debe resolver el conflicto penal.
Este marco que surge nada menos que de la Constitución Nacional ha sido desconocido por nuestros legisladores prácticamente desde la génesis de la organización nacional.
En tal sentido cabe destacar que el código de procedimiento en materia penal nacional presentado por Manuel Obarrio el 15 de julio de 1882 fue sancionado siete años después, comenzando a regir el 1º de enero de 1889, cuando en la propia España, cuyo procedimiento había sido tenido como antecedente, se había derogado.
Este código, vetusto e ineficaz, que implicaba una solución de compromiso entre los revolucionarios de 1789 con l’ancien regime, encomendó la investigación penal a un funcionario a quien denominó juez, con el propósito de buscar mayores garantías para el sospechoso; los resultados en este aspecto han sido paradigmáticos. La triple función asignada al juez de instrucción (investigador del imputado, controlador de la observancia de las garantías de éste y evaluador del mérito de su propia investigación) fue menos una utopía institucional que una práctica hipócrita, como enseña Cafferata Nores.
Rodolfo Rivarola, hace más de un siglo, en un libro publicado por editorial Lajouane, definió al juez de instrucción como “el único despotismo posible en este país”, agregando que “el verdadero peligro para todas las libertades está en la monstruosa tiranía que la ley ha puesto en manos de los funcionarios, a quienes por error ha dado el nombre de jueces de instrucción”.
Estos graves errores fueron recogidos por el código actualmente vigente, Ley 23.984, código que ha tenido como antecedente al redactado por Vélez Mariconde y Sebastián Soler para la provincia de Córdoba en 1939. Este procedimiento a su vez se inspiraba en los códigos italianos de 1913 y 1930 de clara orientación fascista. Así pudo decir Alfredo Rocco en su discurso pronunciado en Perugia el 30 de agosto de 1925: “A la par de las doctrinas liberales y socialistas: la sociedad para el individuo, el fascismo opone otras, el individuo para la sociedad. Como todos los derechos individuales, también la libertad es una concesión del Estado”.
El sistema de enjuiciamiento penal sancionado por la Nación en 1992 es claramente inconstitucional. Sólo sobrevive porque la Corte Suprema de Justicia lo ha amurallado con una serie importante de fallos garantistas, que no todos los tribunales federales y nacionales observan escrupulosamente.
Por ello es que se impone que la investigación penal preparatoria sea encomendada al actor penal, esto es al Ministerio Público Fiscal, que deberá asegurar las fuentes de prueba que le permitan formular una acusación contra el imputado o instar el sobreseimiento según corresponda. Resulta una tarea esquizofrénica que la misma persona que investiga deba custodiar las garantías del imputado; como señala Julio Maier, “el buen investigador mata al buen juez”, además de que “nadie puede ser un buen guardián de sus propios actos”.
En un modelo constitucional de proceso penal, la investigación debe quedar a cargo del órgano de la acusación cuya tarea será controlada por un juez de garantías que, ubicado de manera equidistante a los intereses de las partes, asegura el cumplimiento de la legalidad procesal.
Por su parte, el juicio oral será un juicio de partes, en el que el tribunal se desentenderá de la obligación de acreditar la verdad de los hechos, dejando dicha tarea en manos de los actores penales, fiscales y querellantes. Ello permitirá garantizar su imparcialidad, transformando al juicio en una contienda entre iguales, lo que impedirá, tal como lo autoriza el código vigente, la producción de prueba de oficio, el inicio de los interrogatorios a los testigos, todo lo cual aniquila la importancia de la estrategia de las partes, al mismo tiempo que desconoce la objetividad que debe presidir su tarea.
Tales errores provenientes del modelo inquisitivo están presentes en las facultades de averiguación y esclarecimiento de los hechos que el código vigente pone en cabeza del tribunal del juicio (arts. 356, 388, 397 del CPPN) claramente inconstitucional, refractario de un pensamiento caduco contrario al ideal constitucional.
Se impone el tratamiento de un modelo de enjuiciamiento criminal que devuelva el protagonismo a las partes, que adjudique la investigación al Ministerio Público Fiscal bajo el control de un juez de garantías, asegurando que el juicio oral sea una contienda entre iguales. En este sistema se deben garantizar los derechos de la víctima porque resulta de una incoherencia difícilmente explicable que algunos tribunales le retaceen facultades que la Cámara del Crimen le reconocía en 1935; así la facultad de acusar con autonomía del Ministerio Público Fiscal (causa “Del Carril” del 3 de septiembre de 1935).
Profesor titular de Derecho Procesal Penal. Universidad Nacional de Mar del Plata. Juez del TOF de Mar del Plata. Integrante de Justicia Legítima.
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