Vie 18.10.2013

EL PAíS  › OPINION

Correctivos

› Por Horacio Gonzalez

El espionaje de la palabra es lo que pretende nuestra época. No es posible imaginar cuándo ha comenzado lo que parecía un entretenimiento un tanto fútil y retozón de índole televisiva: la cámara oculta. Algunos les dieron una mera importancia antropológica a estos ejercicios sobre la conducta humana observada por el “científico” camarógrafo, mientras ella está enfrascada en su distraída vida cotidiana. De ahí nació el “blooper”, que eran las fisuras y el acto interruptus de la vida cotidiana mirado por una cámara situada fuera del conocimiento de quien era protagonista de un tropiezo inesperado. Muchos nos hemos solazado con la observación de las intimidades de quien no se sabe observado y actúa en el laboratorio de la vida como conejillo de sus pasiones, lenguajes espontáneos y autodefensas vulneradas. Tinelli, luego de Pipo Mancera, fue un escalón más arriba de este panóptico que apenas se insinuaba, en el retiro de los mínimos tabiques protectivos de la intimidad humana.

Lo obsceno, como se sabe, es el desocultamiento molesto, lo que podría no mostrarse pero se ve. Captar las rugosidades imprevisibles del lenguaje que el sujeto incautado no querría que salgan a luz es un acto fundador de una implacable modernidad, con cámaras que todo lo toman. Desde el film La conversación, de Coppola, con la gran actuación de Gene Hackman, vigilar las vidas privadas se convirtió en una estructura de medios cincelados por la inspección conspirativa, sólo que ahora la escala de ese procedimiento se ha convertido en un trámite normal de todas las relaciones interhumanas posibles. Sus consecuencias en la política son evidentes. Vivimos una politicidad de pulsiones bajas, con la materia primera de la conversación robada y la operación informativa a través de deliberados (o no) micrófonos abiertos. La política se hizo transparente en su cotidianidad hablada y tremendamente opaca en sus consecuencias sociales.

Hacer de lo político un enjambre de hechos que deben ser impresos en miles de cámaras de seguridad es una de las agonías postreras de la vida social. Adquirimos la tendencia al registro, a la reduplicación digital del mundo, a ampliar el imperio microfísico de la fotografía como relato de nuestros encuentros fortuitos con las imágenes más “instaladas” del momento. La foto era antes un elemento episódico de la intimidad burguesa y ocasional compañera de momentos culminantes del drama temporal que elegíamos para “inmortalizarnos” –la “pose”, que es tiempo demorado, detenido–. Pero ahora estamos en manos de un acto que se repite por millones de veces ante millones de personas. El sujeto político moderno es antes que nada la facilidad de una foto que ya es una post-instantánea y un continuo control visual de nuestros actos. Ya no hay instante, hay post-instantes continuos. Hay una infinidad de puntos perpetuos que ya no llaman al álbum del recuerdo o a la nostalgia, sino al encadenamiento irreal y permanentemente fluido de los rostros. Nuestro rostro es un flujo de pixeles entre millones de rostros; en vez de revivir en una foto, desfallecemos en ella.

¿Y nuestras palabras? Es cierto, podemos cuidarlas más, examinar nuestro lenguaje de vez en cuando, como si fuera producto de un diccionario roto, de una “real academia de letras” personal y extraviada. Un tanto mimético, aficionado a modismos de habla que propone novedades y estilos carcelarios, oficinescos, barriles, publicitarios y políticos, nada tiene tanta plasticidad como la lengua en tanto mercancía. ¿Pero cuál el peso ético de cada palabra que podríamos reemplazar por otra mejor? Por ejemplo: correctivo. Nos referimos a la palabra “correctivo”. Es cierto que el diputado Cabandié la utilizó en la agitada rapidez de una circunstancia bien conocida, los inciertos pantanos a los que se somete el lenguaje ante una discusión de tránsito, un diálogo con el agente que nos pone una multa, la decisión de acatarla o sentir el activo sonrojo de responder airadamente, acaso diciendo lo que somos o creemos ser, un yo complejo y autovalorado, que no merecería –quizá pensamos– atravesar por esa circunstancia. Ya está claro que el diputado Cabandié no debió exhibir su destino como biografía abierta ante un interrogatorio obvio y banal –sea que haya habido o no intenciones de coima–. Su huella personal más doliente, en el marco de una ventanilla de un automóvil que oficiaba de pantalla donde proyectaba su imagen era ese diálogo entre quien sospecha de un reglamento mal aplicado y los agentes del último escalón del Estado, que gozan de esa ambigüedad. “Pueden” ser coimeados, y “pueden” repentinamente esgrimir su apostura de funcionarios impolutos, graníticos al pie de la ley. Parecía esto último, sin duda.

En tanto, Cabandié estaba siendo filmado y no lo sabía. En la historia de la fotografía y el cine podemos distinguir dos períodos: cuando se sabía que estábamos siendo fotografiados –la época de la pose–; y cuando no se sabe si lo estamos –la época de la vigilancia–. La política se puede comentar y evaluar de acuerdo con esta gigantesca mutación cultural. Nuestra suerte puede decidirse en una isla de edición o su sucedáneo, un telefonito celular. Estamos ante una etapa superior, que si a las anteriores llamamos el grado “Mancera” y el grado “Tinelli”, llamemos a éste más reciente el grado “Lanata”. Escalas, graduaciones de la exposición minimalista del rostro y la palabra, estamentos en el acto de pensar la libertad del lenguaje y la imagen corporal ante los mecanismos de “arresto” de las grandes espesuras mediáticas que nos rodean y constituyen.

Es conocida la tragedia filiatoria de Cabandié y muchas otras personas de su generación que actúan en las distintas expresiones políticas del país, en este momento especialmente delicado de nuestra historia nacional. Sin duda, debió pensar un poco más antes de decir la palabra “correctivo”. No es palabra adecuada; sugiere un modelo de educación que una y otra vez las pedagogías libertarias (no conozco otras) han cuidado de apartar de la lengua corriente o de la lengua pedagógica en el seno de las familias, la escuela o la política. No es grave. Lo único seguro es que al hablar aprendemos a hablar. Esto, a fuerza de tropezar con las propias piedras de nuestro lenguaje muchas veces calcinado.

Lo grave es que hay otra escala u otro gradiente, digamos, en la carrera por tomar las palabras aisladas de una manera embrollona al considerarlas como hace Carlos Pagni. Es la escala final de gravedad en la interpretación, proveniente de un fino articulista de la derecha moderna en el país, al suponer que esa palabra viene del idioma policial que habría escuchado el joven diputado en la casa de su apropiador. Nacido en la ESMA, seguía hablando con la lengua no de los cautivos, sino de los que expropiaban vidas en el cautiverio. Pero no es así, porque “correctivo” es palabra pregnante. Sigue permaneciendo en la lengua familiar, en la espontaneidad retadora de la vida diaria, escolar, familiar. ¿No se llama “rector” –un término imperativo que parece la lengua de una cerrada abadía pero todos lo usamos no literalmente– a la máxima autoridad universitaria? Nada habría que decir aquí, salvo que siempre debemos estar en aptitud de aprender de nuestro propio lenguaje, y personas sensibles como Cabandié lo saben.

El aprendizaje, como todo, tiene algo de sufrimiento. Pero lo realmente condenable es la interpretación a la que llegó Pagni, en consonancia con lo que se está diciendo de estos años de juicio a las violaciones de lesa humanidad. Descubre nuestro articulista sutil que Cabandié representa los “dos demonios en la lengua”, habla como hijo de las torturas en la ESMA y como hijo del apropiador policial. Intenta definir así, por un vocablo, el entero idioma de un gobierno. Menudo error, que sobre la base de un diccionario común, sea el muy arcaico de Nebrija, o los que pueden comprarse en cualquier kiosco del subte, podría subsanar. Una de las principales plumas de la reposición conservadora está diciendo que toda esta época es una engañifa, a través de una palabra incauta en un procedimiento de rutina. Pero las palabras tienen la libertad de verse nuevamente, revisarse por su revés y sus rebordes, y si ésta es verdaderamente poco conveniente, no autoriza a construir ese bucle que deslegitima a miles y miles de militantes. Al cerrar en el plano del lenguaje la diferencia entre captores y capturados, se pone muy lejos del drama humano de la Argentina y merece situarse en la escala aun más agravada de la apología de las cámaras de seguridad. Llegan ahora hasta el nivel microscópico de la heterogeneidad lingüística en la que nadamos inocentemente, sin percibir de qué modos somos atrapados, vulnerados, decomisados.

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