Lunes, 3 de marzo de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
El discurso con que la Presidenta inauguró las sesiones ordinarias del Congreso merecía ser uno de los más esperados de toda la gestión cristinista, tomada ésta, incluso, desde su primer período. ¿Qué resultó después?
Aun si se lo comparase con el de 2009, cuando se venía de la derrota con las patronales agropecuarias, o con el de 2010, tras una dura caída más política que electoral y amenazadora de un huracán opositor jamás concretado, la palabra presidencial del sábado debió haber salido ganadora en cuanto a expectativas. En aquellas circunstancias, sólo se trataba del revés sufrido por el kirchnerismo contra un factor de poder. Y del arrastre que eso supuso en las urnas. Pero no había descenso en las reservas monetarias ni devaluación, ni tema central que no fuera la tasa de ganancia gauchócrata, ni una inflación que chuceara con afectar en forma seria el poder adquisitivo de los trabajadores, y ni siquiera un marco internacional manifiestamente adverso a pesar de que estallaba, en Estados Unidos y luego en Europa, una de las burbujas financieras más espeluznantes de la historia. Al contrario, en todo caso lo dramático de esas explosiones especulativas, en los países centrales, contrastaba con la fortaleza argentina y de algunos países latinoamericanos, gracias a la aplicación de recetas que fueron por la vereda de enfrente de lo exigido y ejecutado por los mandamás mundiales. Por una vez en la vida, la periferia estaba relativamente mejor que el centro, o –de mínima– el centro observó que una parte de la periferia había evitado la crisis por no seguir sus indicaciones. Eso se mantiene, en buena o gran porción, si las cosas se miran estructuralmente y no con la vara de coyunturas (muy) dificultosas. Cotejado con hace cuatro o cinco años, además y nada menos, el kirchnerismo fugó para adelante con unas acciones que tomaron desprevenida a la runfla opositora. Ya sabemos: ley de medios, Asignación Universal por Hijo, recuperación estatal de YPF. La oposición, en forma inversa, ratificó el apotegma de que cocodrilo que se duerme es cartera. Y el único huracán fue el 54 por ciento oficialista de 2011. Hoy, en cambio, el escenario global es diferente –bien que no distinto– porque se le junta al Gobierno una serie de adversidades en las que se entremezclan errores propios, desgastes naturales y situaciones externas muy complicadas para manejar.
Vamos de nuevo en orden de importancia cualquiera, pero siendo que ninguno de los aspectos puede desconsiderarse. Un poder erosionante de actores de presión que ya no son solamente “el campo” y sus adeptos ideológicos, sino también algunos activistas de la industria y de las finanzas. Más una parafernalia mediática agresiva por cuanto costado se quiera, y no únicamente desde sus ligazones con la renta agropecuaria. Más escapes peronistas hacia derecha, porque huelen la necesidad de acomodarse frente a tiempos que el kirchnerismo no asegura cómodos. Más potenciación de conflictos sociales y sindicales que ninguna fuerza (y ninguna es eso: ninguna) está en condiciones de aprovechar políticamente, pero sí para ganar algún lugar y después ver. Más Cristina: reapareció después de sus problemas de salud con una energía dispar, aunque suficiente para continuar interpretándola como la figura tras la cual asoma el abismo si es por imaginar alguien que la reemplace en términos de firmeza conductiva y carisma, y, a la vez, sabiéndose que podría continuar con el liderazgo del espacio pero no en función ejecutiva directa. Más la remarcación de casi todo, incluyendo productos que ya no se venden porque aquello de que “no hay precio”, a través de una cadena comercial sin más operatividad que el incrementar los importes “por las dudas”, y un Estado que confía en los acuerdos con las cámaras empresariales, y el despliegue de la actividad de control individual –y estímulo mediático– de los “precios cuidados”. Más necesidades de capital de inversión para sacar gas y petróleo, con fondos que provengan de un mundo más “amigable” y con endeudamientos que signifiquen obligarse a crecer y seguir repartiendo mejor. Más la relación entre el dólar y la inflación (se calcula un ajuste en el tipo de cambio de 35 por ciento para todo el año: ya va un porcentual del 25 y no debiera haber sorpresas mayores, pero depende de la eficiencia gubernativa para domar al potro). Y todo bajo el ancho paraguas de un 2015 que asoma muy problemático para unos y otros, porque el desconcierto kirchnerista sobre la sucesión no es mayor al de la falta de alternativas opositoras. Eso tampoco ocurría, con este dramatismo, en los contextos de las anteriores alocuciones presidenciales ante el Congreso.
Por ese cúmulo de componentes internos y externos debió tenerse un interés especial, honesto, con una oposición responsable a la cabeza, en el discurso de la Presidenta. Qué rumbo marcaría, cuáles precisiones brindaría en torno de las perspectivas, estrategia y tácticas frente a la sumatoria de dificultades económicas. No fue así; la oyeron, mucho más que escucharla, aunque también deba decirse que la oposición le rescató un tono conciliador y que no fue una de las mejores disertaciones de Cristina. Marcó picos altos desde la convocatoria emotiva, pero –para gusto de este cronista– es verdad que le faltó trazar líneas rectoras (inflación, “inseguridad”, vivienda) de mayor espacio y contundencia. Sustituyó eso por menciones puntuales de sensibilidad social también alta (piquetes, docentes, Lugano). De todos modos, nada que hubiera dicho habría cambiado el curso de las opiniones prejuiciadas. Desde Carriolandia ya habían avisado que ni pensaban molestarse en ir al Parlamento porque le harían el juego al fascismo, pero al margen de esas extravagancias infantiles hubo y hay un ritmo y tenor de declaraciones, y omisiones generales, que da pavura. El diputado Felipe Solá, del Frente Renovador de Sergio Massa, se largó a decir que los trabajadores aceptarían una baja salarial. Otro tanto sugirió José Ignacio de Mendiguren, quien adosó que las paritarias deberían suspenderse. Y en lo que insolentemente se llama “centroizquierda no peronista”, Hermes Binner dijo que la cosa es dialogar; los radicales se juntaron en un foro para estimular lo mismo como toda propuesta disruptiva y Pino saltó casi desorbitado para apuntar que el acuerdo con Repsol es una entrega del patrimonio nacional, mientras su pitonisa aliada proponía ajustar como se debe, remitir lo inflacionario a un problema de emisión monetaria desmesurada y quedarse en la casa para no ceder ante la provocación nazi. ¿No es como mucho?
El kirchnerismo atraviesa una etapa de cierta debilidad que la oposición, si es que existiera orgánicamente, debería usufructuar corriéndolo por algún lado, efectivo, que no fuese la retahíla de la corruptela oficial. Por izquierda no tendría cómo, respecto de un gobierno que se mueve progre con lógica de sistema capitalista, pero resulta que por derecha tampoco sabe ni, sobre todo, puede. Tendría que plantear un retroceso hacia los ‘90, vestido de otra manera. Sin embargo, asimila que no tiene resto para hacerlo porque los K marcaron un piso de conquistas y direcciones sociales que los beneficiados –es de suponer– no están dispuestos a resignar. De hecho, el oficialismo conserva ese piso electoral de primera minoría más o menos sólida, con una dinámica real o potencial de movilización callejera significativa, que la oposición sólo puede encontrar en cacerolas dispersas y en los ataques mediáticos. Al no poder crecer por fuera de ahí, y en tanto deshojan una margarita que como máxima aspiración termina en Scioli cuando, encima, el gobernador bonaerense no termina de sacar los pies del plato, la exhibición opositora es patética. Si reestatizan YPF toreando feo a Repsol es un recurso adolescente que nos costará carísimo, y si se acuerda la indemnización a Repsol es un gobierno traidor que bandeó a la derecha. Si no hay arreglo con el Ciadi, si Guillermo Moreno sigue haciendo de las suyas, si los índices del Indek persisten manipulados y si no hay caso mientras no se negocie con el Club de París, queremos perpetuarnos afuera del mundo. Si negocian con todos los que son menester, si hay índice inflacionario nuevo y si a Moreno lo exiliaron en Italia, nos rendimos como siempre ante el FMI, ser un país “responsable” no sirve de nada y el “relato” se terminó. ¿Qué puede esperarse de una oposición con tamaña pertenencia de cinismo?
Es entonces que, hasta demostrarse lo contrario, la pelota está solamente en el campo kirchnerista. Es eso de la diferencia entre oportunismo y pragmatismo. Oportunismo es proceder a como sea, si es necesario violando todo principio ideológico y político, aun a costa de desmentir en la práctica cualquier beneficio para las mayorías que haya sido consumado. Pragmatismo es hacer política desde unos principios de otro tipo: hoy avanzo, en lo simbólico y en lo socialmente efectivo; mañana retrocedo, en lo uno o en ambos, pero en ningún caso renunciando al objetivo de satisfacer a esas mayorías (la diferencia entre tales “ismos” vale para cualquier signo ideológico, aclaremos). El Gobierno, o este brío antes arrasador y hoy un tanto ablandengado, propone debate desde el ejercicio del poder. Provoca. Y en definitiva comanda. Se adapta a etapas disímiles pero hasta ahora sin renuncias nodales. Hacia futuro, mientras subsistan las convicciones básicas, es un síntoma más positivo que lo indicado por este presente de grandes turbulencias, retratado desde la artillería mediática como el peor de los mundos.
Es algo deprimente que sólo se oponga a eso el grito resentido, destemplado, de que todo consiste en que estamos en manos de una manga de chorros.
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