EL PAíS › OPINIóN
› Por Mario Wainfeld
La oferta es que cada cual descuelgue su propio cuadro. Hay varios para optar, del pasado trágico y del presente que bulle. Los manifestantes eligen su propia aventura, se fotografían (¿cuántas fotos se habrán sacado ayer, en la era de la cámara fácil?), sonríen, putean o hacen cuernitos según les venga en gana. Es en las inmediaciones de la Plaza de Mayo: el juego interactivo enlaza los dos actos que promovieron la mayoría de los organismos de derechos humanos y el oficialismo. Uno en la Plaza histórica, que también albergó hospitalaria una movilización de la izquierda y de partidos de la oposición. El otro en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA).
Ya pasaron diez años desde el discurso del entonces presidente Néstor Kirchner, quien pidió disculpas en nombre del Estado argentino. También fue pionera la intervención de un nieto recuperado, Juan Cabandié, en un acto de masas promovido por un gobierno popular.
Ahora dicen que todo eso era fácil y redituable en términos proselitistas, pero lo cierto es que ni peronistas, ni radicales ni frepasistas que pasaron por la Casa Rosada habían tenido la mitad de esas osadías acumulativas. Por no hablar del retrato del dictador Jorge Rafael Videla descolgado por el jefe del Ejército y de la anulación de las leyes de la impunidad.
Se puede (se debe, vamos) señalar que el discurso de Kirchner fue injusto con el presidente Raúl Alfonsín, pero esa mácula no le resta entidad a todo lo demás. El discurso fue notable mas no perfecto, los hechos ulteriores son rotundos. Repasemos los más ostensibles. Los represores juzgados, los ya condenados, los cómplices civiles puestos en la picota. La caracterización del golpe como cívico-militar. La producción nutrida de víctimas sobrevivientes, de sus hijos, de cineastas de variada edad, de escritores, historiadores y científicos sociales.
Toda revolución es revulsiva y mestiza, imperfecta e inolvidable. El kirchnerismo dinamizó una en materia de derechos humanos, haciendo realidad viejos reclamos y banderas, con omisiones y desprolijidades, aunque dando un salto de calidad.
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Confieso lo que he vivido: Es una idea extraña, atípica, hacer dos conmemoraciones para multitudes del mismo signo en una sola ciudad. El autor de estas líneas ayer pasó por ambos, separados por una buena distancia. La crónica de un acto masivo siempre es impresionista, algo gánica, incompleta. Esta lo es por partida doble. Se confiesa: está trazada a ojímetro, la percepción fue incompleta... tiene mucho de aleatoria.
Se escribe desde una posición que es correcto sincerar. La jornada del 2004 fue una de las más conmovedoras que evoca el tipo que tiene acaso miles de kilómetros recorridos en marchas de todo pelaje. Ahora, mientras tipiaba contrarreloj esta columna, se percataban que la guarda en su corazón tanto o más que en su memoria. Desde ahí se cuenta, a borbotones y grandes trazos.
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Muchas plazas, la Plaza: Desde que volvió la democracia se han celebrado actos formidables en todo el país. En la misma Capital los hubo ante los Tribunales y el Congreso nacional, en las respectivas plazas. Ayer mismo, hubo miles de argentinos congregados en otras ciudades, al sereno o bajo techo. De todas maneras, cuando se dice “la Plaza” se alude a una sola: la del Cabildo, la del 17 de Octubre, la de las Madres, la de tantos encuentros cívicos de surtidos signos.
La Plaza, usual cobijo de otros aniversarios del golpe, se repite año a año sin ser jamás la misma. Se modifica al vaivén de la época, sus reclamos, sus formas de comunicación. Congrega a los manifestantes “de siempre” y a los que van por primera o segunda vez. Los argentinos nacidos en democracia pueden ya haber estado una docena de veces o más, algunos inician a sus hijos.
Ya no es novedad que coexistan cuatro generaciones. Conviven, valga la expresión, desde los que van en cochecito hasta “ellas”, pisando con bastón veredas que supieron fatigar cuando el terror y la entrega eran el signo de los tiempos.
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Memoria y balances: La memoria de los manifestantes es completa, contrariando los simplismos de la Vulgata dominante. La Garganta Poderosa cuelga afiches alusivos a “Muchos de ellos nunca se fueron” y “Muchos de nosotros nunca volvieron”. Entre ellos no sólo están las víctimas del terrorismo de Estado, también Luciano Arruga y Jorge Julio López. No hay mansa complacencia con la etapa: los reclamos de tierras, los derechos de los villeros, los cuestionamientos a la trata de personas o laboral flamean tanto como la evocación de los 30.000 compañeros detenidos desaparecidos.
“Los 30.000”, sí. Todavía quedan necios que se repliegan en las primeras (y valorables, en su momento) cuentas de la Conadep. La información se ha nutrido con el correr de las décadas. Las colectividades, las reparticiones públicas, las universidades, los colegios, las empresas de cierto porte, las ciudades o pueblos, los sindicatos arman su propio recuerdo.
Que cada quien emita su veredicto sobre “la década ganada”, claro que es admisible dictaminar su inexistencia. Pero al cronista le parece inicuo negar cuánto se potenciaron la autoestima y la valoración social de las víctimas que sobrevivieron, sus familias y sus compañeros. Recobraron predicamento, elevaron su voz sin temor y con eficacia: su testimonio fue determinante en los juicios contra los genocidas. Ayer, como siempre, levantaron las pancartas con la imagen y el nombre de “sus” muertos. Pero ahora vieron a los victimarios en el banquillo de los acusados. No alzaron la mano contra ellos, lo que los enaltece. Pero sí honraron el juramento de decir verdad, lo que los dignificó.
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Merchandising nac & pop: El ojímetro del cronista cree advertir que en la Plaza hay mucha más afluencia de jóvenes encuadrados y encolumnados que de gente suelta. Añejas consignas de la Juventud Peronista, algunas casi vetustas, recorren el aire.
Perón sonriente se abraza con Evita y Néstor Kirchner. Es un milagro impreso en una remera que la creatividad de microemprendedores ofrece por ahí. Los choris tientan y hasta se ofrecen bondiolas a la pizza en panes flauta, a precios no muy cuidados. El cronista hace una polinómica que cruza la presión arterial, la edad, el colesterol, las calorías... desiste con resignación. Un consumidor menos, se consuela, no alterará la ecuación keynesiana: el negocio rinde igual, bajo un sol veraniego.
Algunos asistentes calculan cómo moverse hasta la ESMA; las agrupaciones políticas y las organizaciones sociales han resuelto duplicar la gestión de los micros. Un manifestante joven confiesa que está agotado: anteayer participó en “la carrera de Miguel”, en su faceta más corta: recorrió tres kilómetros, su hija de pocos años lo acompañó.
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Un nuevo territorio: La Plaza es re-conocida, para el iniciado es relativamente accesible comparar asistencias y climas con los de otras ocasiones.
La ESMA es un escenario nuevo, único, raro para hacer mediciones. Kirchner lo abrió en 2004 pero el acto fue “afuera”: él y los demás oradores hablaron en una avenida limítrofe con el centro de detención.
Hoy día, tras los cambios, se debate si debe haber museos, cuál es el formato adecuado, si el ECuNHI está bien o mal... Vale a condición de ser ecuánimes: el término de comparación debe ser el santuario del horror, inaccesible a la ciudadanía, que sobrevivía intacto y de algún modo invicto hace apenas diez años.
En la ESMA la gente se disgrega, recorre ese territorio que sigue siendo (para muchísimos argentinos) ignoto. Las columnas organizadas hacen lo suyo: buscan ubicación y preeminencia. Las personas que fueron por la libre divagan con los pies, van de aquí para allá, recorriendo instalaciones, conversando acerca de lo que fueron (“lo que había acá”) y lo que hay ahora. Se diseminan, yiran, miran, señalan, preguntan, recorren edificios y terrenos. Jóvenes les facilitan desde mapas hasta publicaciones. Unas postales reproducen dibujos y bocetos realizados por los estudiantes del Instituto Universitario Nacional de Arte (IUNA). Ilustran y encuadran juicios por delitos de lesa humanidad en Buenos Aires. Describirlos es casi una tropelía, son palabra e imagen... pero ahí van las palabras de uno. “No podía morir. Y aquí estoy”, afirma un testigo, frente al micrófono, en su día ante el Tribunal que investiga los crímenes cometidos en El Vesubio.
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Aquí están: Estos actos tienen su coreografía, que incluye el festival de cierre, con música y consignas. Antes se combinan los recuerdos dolorosos con la alegría de marchar juntos, con el renovado placer de encontrarse con amigos y compañeros, el conteo de asistentes compartido, el cotejo con otras marchas.
Son imágenes que se entreveran en la mente cuando todo se ha hecho costumbre. En la relativa y situada mirada del cronista lo más potente de ayer, lo que supone inolvidable fue la muchedumbre se enseñoreó en lo que fue el albergue del terror y la opresión. Jugó de local en la ESMA, casi nada. He ahí su serena revancha o, mejor dicho, su triunfo histórico.
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