Mié 26.03.2014

EL PAíS  › OPINIóN

Hija de maestros

› Por Marina Yasky

Yo también me acuerdo del nombre de mi maestra de 1º. Se llamaba Ema y aunque intentaba ponerle onda, no zafó de que mi madre irrumpiera en el aula el día que el Papa llegaba a la Argentina, durante la guerra de Malvinas. Cuando abrió la puerta, la señorita Ema estaba justo escribiendo en el pizarrón “Bienvenida su santidad Juan Pablo II a la Argentina”. La miró sorprendida y apenas llegó a decir “¿Qué pasó con Marina que hoy no vino?”. Mi mamá le señaló el pizarrón y le respondió: “Por esto no vino”. De mi maestra de 2º también me acuerdo. Se llamaba Graciela y ésa sí que se llevaba bien con mi mamá, hablaban el mismo idioma, de maestra a maestra. La de 3º se llamaba Alba, era un sargento de caballería con corazón de gelatina. Norma fue la de 4º, una pelirroja buenaza pero sosa. La de 5º fue Liliana, una suplente que tuvimos todo el año. Tenía la hermosa costumbre de dibujarnos flores y caritas en los márgenes del cuaderno. Cada vez que aparecía una sonrisa de ella en mi cuaderno Rivadavia, el mundo era un lugar muy bello. En 6º tuvimos a Magalí, de peinado anticuado y tacones robustos, suave pero firme. Ella me “curó” las faltas de ortografía. Nunca me acuerdo bien cuál fue su método, pero me volvió una obsesiva y muchas veces cuando corrijo una falta o la detecto veo su cara. Las de 7º fueron dos, Cristina y Margarita, y ésas sí que eran dos auténticas yeguas. Cristina se pintaba como una puerta y Margarita levantaba una ceja cuando te miraba con desprecio. Juntas nos boicotearon todas las actividades con las que intentábamos juntar fondos para el viaje de egresados, nos amenazaban a diario con lo cruel que sería la secundaria, cuando no el mundo entero, y creían que sólo se podía aprender en un impoluto silencio. Yo creo que en realidad nunca nos quisieron, no sé cuál era la fibra que les tocaba ponerse un guardapolvo blanco cada mañana, pero tenían cero empatía con nosotros. Con ellas padecí la Marcha Blanca, el nombre de mi viejo empezaba a aparecer por primera vez en los diarios y semejante apellido no era fácil de camuflar ni de librar de las asociaciones, que siempre procuraban hacer delante de mis compañeros. Por supuesto que carnereaban todos los paros y miraban con desprecio el sindicalismo en general, el docente en particular. Con Margarita viví un hecho que nunca más olvidé. Casi a fin de año, durante una clase de matemáticas. Siempre fui dura para los números y nunca entendía un pomo de lo que explicaba. Mi mamá me había insistido durante todo el año con que tenía que levantar la mano para que me lo explicara de nuevo. Esa clase tomé valor y la tercera vez que la señorita Margarita enunció “si alguien no entendió, levante la mano, estoy acá para repetirlo las veces que haga falta”, yo levanté la mano y confesé que no entendía. Me miró con su ceja raquítica levantada y en un tono casi amable me dijo: “Decile a tu papá que te lo explique”.

Esas fueron mis maestras en una escuela pública de Parque Patricios, casi Pompeya. La alusión a la señorita Coca en el discurso de la Presidenta durante la apertura de la Asamblea Legislativa me hizo repasar la lista, desafiar la memoria y comprobar que me he olvidado muchas caras y muchos nombres, pero las caras y los nombres de todas ellas quedaron grabados a fuego, igual que la textura del acrílico de los bancos y lo encerados que estaban los pisos, tanto que jugábamos a patinar en los recreos. Mis padres son docentes y sindicalistas, mi mamá era maestra jardinera en un jardín de Haedo en el que solía pegarme serios emboles cuando me llevaba con ella, y mi papá era maestro en una escuela de Villa Fiorito en la que me sentía muy libre cuando me tocaba ir con él. Acostumbrada a la rigidez, casi pacatería, de una escuela de capital de los ’80, no podía creer ver a mi viejo dar clases con el guardapolvo abierto y menos aún el trato de igual a igual con sus alumnos, hasta cuando los cagaba a pedos parecía no haber distancia entre ellos, les movía el dedo índice con el mismo frenesí que a mí y a mi hermano. En esa misma escuela tuvo un alumno, Churrasco le decían, que cuando no le gustaba algo se paraba al lado del banco y se desnudaba. Me acuerdo de que llegara a casa y dijera: “Hoy Churrasco se puso de vuelta en pelotas”. Para mí resultaba casi fascinante verlos en acción, en esos momentos dejaban de ser mis padres, aquellos a los que yo estaba acostumbrada, y pasaban a ser la seño y el maestro.

Estos últimos días he ido de la náusea a la tristeza casi sin escalas, los proyectiles verbales con los que escuché atacar a los maestros no tienen capacidad de ser metabolizados por mucho que lo intente. Algunas definiciones han sido sencillamente canallas. Los medios de comunicación, de manera transversal porque no han sido sólo los del archienemigo, han reproducido una tras otra las postales más mediocres que uno pueda llegar a imaginar; la demonización de los docentes, la victimización de los chicos, esos chicos y esos docentes sobre los que nunca más vuelven a hablar durante todo el año excepto los meses de marzo, cuando afiebradas crónicas y opiniones intentan trazar una línea divisoria entre el maestro y el pibe que en la vida real no existe. Entre los clichés de cada año invariablemente reverdece el hit del apostolado, insisten en machacar con la teoría de la vocación, invisibilizando la condición de trabajadores de los docentes. Esa “t” de trabajadores, que costó mucha vida y mucha sangre, en medio segundo es licuada por el aparato mediático y deglutida en opiniones de todo tipo de espécimen, desde la opinóloga con silicona en los labios hasta el periodista ultra K que acusa a la dirigencia sindical de utilizar el paro para coquetear con Massa. Desde el conductor piola y canchero hasta el mercenario al servicio de la opereta política, todos confluyen en el mismo slogan: “Vuelvan a las aulas”. De pronto, programas donde se les da muy bien hablar de culos y tetas, de la confesión cocainómana de una vedette olvidada o de los 20 kilos que adelgazó Susana Giménez, se vuelven especialistas en educación y proponen una gran ensalada donde segura y lamentablemente muchos de los que están del otro lado quedarán confundidos. Hoy veía a una conductora remilgada de un noticiero, de esos abiertos las 24 horas como si fueran kioscos, hablar de los chicos de los sectores populares tan perjudicados por la medida de fuerza. La imaginaba visitando alguna de esas escuelas. Creo que es más fácil imaginar a mi perro maullando como si fuera un gato. Dudo de que ponga siquiera el dedo gordo del pie en una calle de barro, dudo también de que sepa que fue y es la escuela la que sostuvo y sostiene a esos pibes que una vez al año tanto la consternan y preocupan. Se quedaron con la vieja imagen de la escuela, casi oxidada, de la señorita Coca o de mis maestras de la primaria. Ya en ese entonces, yo veía a mi viejo en una escuela de La Quema y sabía, mejor dicho sentía, que la escuela era mucho más que la escuela cuando la vida no es entre algodones. A esos pibes, los de hace 30 años, apenas a la vuelta de la esquina de la dictadura, y a los de hoy, con los genocidas juzgados y el cuadro de Videla descolgado, el maestro –incluso el más conchudo o el más chanta– les cambiaron la vida o se la están cambiando. Nada ocurre porque sí, ningún hecho histórico es un eslabón aislado de la cadena. Algo tuvieron que ver los maestros que leían a escondidas Un elefante ocupa mucho espacio durante la dictadura o los volantes que algunas dirigentes del gremio que años después sería el Suteba escondían en sus panzas de embarazadas. Algo tuvo que ver la invertebrada Marcha Blanca que tanto me abochornaba en 7º y que tanto más me picó en el corazón años después. Algo tuvieron que ver los cientos de maestros que se cargaron la escuela pública a la mochila para llegar desde todos los rincones del país a ayunar en una Carpa Blanca frente al Congreso nacional, que duró 1003 días. Algo tuvieron que ver también los maestros que el 19 y 20 de diciembre estaban igual en las escuelas para que los pibes que sólo comían en el comedor escolar pudieran hacerlo en el medio de los saqueos y el coro de las cacerolas. Algo tuvo que ver Isauro Arancibia, maestro y dirigente sindical, primer asesinado por la dictadura cívico-militar, ferviente militante de la “t” de los trabajadores. A Isauro le robaron su par de zapatos recién estrenados después de acribillarlo, Eduardo Rosenzvaig escribió en su libro sobre él, La oruga sobre el pizarrón, que no es justo que un maestro ande descalzo por el cielo. Y éstos son días en los que pienso que si de algún modo Isauro está pudiendo ver a los suyos, estará muy contento de haber dejado sus zapatos en la tierra. Y de que se hayan multiplicado tanto. Y algo tendrán que ver, en definitiva, los maestros de cada uno en que alguna vez nos hayamos sentido especiales o nos hayamos vuelto más insolentes frente a lo que nos parecía injusto. Las flores dibujadas en el margen de mis deberes por la señorita Liliana me siguen haciendo cosquillas en el recuerdo. En 7º aprendí a volverme insolente y a nunca más dejar humillarme por las señoritas Margarita del mundo.

Estas historias que no tienen tinta en los diarios ni las descubre uno haciendo zapping, ni le quitan el sueño a los oportunistas de siempre, en los medios, en los gobiernos y en la oposición, ni al medio pelo bobalicón que sigue creyendo que la escuela es una especie de depósito humano o de lugar de disciplinamiento social, son las que arropan una lucha por la educación pública que es histórica, que no empezó en marzo de este año ni en el del año pasado, y que no va a terminar cuando los docentes vuelvan a las aulas, como tantos reclaman, imploran o extorsionan. Que la escuela siga siendo pública y gratuita en un país donde no hace tantos años se descuartizaba el Estado es la pequeña gran victoria de que los maestros dejaran de vestirse de apóstoles y se asumieran como trabajadores, porque los apóstoles no pelean por sus derechos, no saben leer recibos de sueldos para darse cuenta de si la patronal los está cagando, ni hacen cuentas para llegar a fin de mes ni alzan la voz por el derecho de sus pibes a aprender en condiciones dignas. Y es también la pequeña gran victoria de los Churrasco que se siguen desnudando frente a la injusticia. Nadie pide un monumento, siquiera una tarjeta de felicitación, pero sí un poco más de respeto y de memoria. Y, sobre todo, de conocimiento de causa. La educación es un tema lo suficientemente sensible y complejo como para que se le pase el plumero una vez al año. Dicho esto, una modesta cara sonriente en el margen del cuaderno de los maestros que hoy siguieron escribiendo la historia. Y mis gracias totales, siempre.

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