EL PAíS › OPINION
› Por Julián Axat *
Cuando mis padres desaparecieron, en abril de 1977, mi abuelo paterno, Carlos Alberto Axat, un moderado abogado civilista, hizo su primer hábeas corpus ante el Juzgado Federal Electoral de la provincia de Buenos Aires. El entonces juez, teniente coronel Dr. Héctor Gustavo de la Serna Quevedo, que lo recibió en su despacho, le preguntó qué estudiaba su hijo, a lo que mi abuelo le explicó: “Filosofía”. La respuesta derivó en una arenga entusiasta del magistrado sobre los problemas épicos y filosóficos acerca del trigo y la cizaña. Mi abuelo, desesperado, que sólo estaba ahí para pedir por el paradero de su hijo y su nuera, tuvo que soportar que el señor juez terminara con su clase seudoerudita para implorar una respuesta efectiva. Cuando regresó al juzgado a los pocos días, encontró el rechazo del hábeas corpus y las costas al vencido. Yo por entonces tenía pocos meses, la anécdota me la contó cuando ingresé en la Facultad de Derecho en 1994, en ella estaba contenido el punto de su frustración en el Derecho y la Justicia para un abogado con 70 años de profesión libre. Con la anécdota, me decía: “Elegí bien, que no te pase lo que a mí”. Mi abuelo murió en 1995.
Héctor Gustavo de la Serna Quevedo nació en 1926 en Catamarca, hijo de un militar de alto rango y primo del Che de lado materno; huérfano desde los ocho años, hizo la carrera militar hasta que fue dado de baja por ser parte de la intentona de alzamientos anteriores a 1955. Recibido de abogado a los 40 años, fue designado por Onganía como interventor del Servicio Penitenciario, y más tarde por la dictadura cívico-militar como juez federal electoral de la provincia de Buenos Aires, cargo que ocupó hasta 1983.
De la Serna fue no sólo conocido por ser el juez preferido de Jimmy Smart, dando cobertura judicial a secuestros y desapariciones, para luego rechazar hábeas corpus y gozar de imponer costas a familiares de esos desaparecidos, sino que fue y sigue siendo conocido por uno de los hechos más graves contra la cultura de este país. A eso de las nueve y media de la mañana, el 7 de diciembre de 1978, los depósitos del Centro Editor de América Latina en Avellaneda fueron allanados y clausurados bajo la acusación de infringir la ley 20.840. Por entonces, el valiente editor Boris Spivakow junto con su abogado se atrevieron a dirigirse hasta el despacho de De la Serna para evitar el atropello, pero allí, atónitos, recibieron una filípica sobre “filología de la disgregación social”, fundamento que se materializó en el decomiso del 30 de agosto de 1980, en un terreno baldío de Sarandí, donde un millón y medio de libros ardieron frente a la mirada del propio De la Serna.
El acta judicial firmado y sellado por De la Serna que ordena la quema ha sido rescatada hace pocos meses, gracias al trabajo de archivo del grupo La Grieta de La Plata, encabezado esta vez por Gabriela Pesclevi. Como diría Walter Benjamin, el documento judicial representa toda una pieza de la barbarie que, a su vez, expone la negación-destrucción cultural de la dictadura hacia determinados libros, entre los que figuraban Marx, Lenin, Mao, Sartre, Cortázar, García Márquez, pero especialmente libros infantiles como los de Elsa Bornemann o María Elena Walsh.
La investigación llevada a cabo por Pesclevi me llevó a otros lugares interesantes. Si uno googlea “Héctor Gustavo de la Serna”, lo primero que encuentra es el típico homenaje que el diario El Día hace a los personajes de su ciudad, en los que nunca se distingue al héroe del villano; de allí que el desapercibido fallecimiento de De la Serna. ocurrido el 8/5/2012, tuvo un montaje-recordatorio donde aparece como “poeta, docente y filósofo”, y nada se dice sobre su nefasto rol de juez.
Lo que a mí me despertó curiosidad del recordatorio del diario no fue el lavado de una historia, sino la introducción de la siguiente palabra: “poeta”. ¿Cómo compatibilizar la quema de libros con la poesía? ¿Cuál es el lugar del juez verdugo y cuál el de la poesía frente al Mal? La poesía y el Derecho son dos lugares que me obsesionan, y De la Serna no sólo había rechazado el hábeas corpus de mis padres, sino que, además, se decía abogado y poeta. Si la pieza judicial firmada por De la Serna, que ordenaba la quema de un millón y medio de libros, se trata de una pieza arqueológica que refleja todo el lugar de la barbarie cultural argentina, entonces hallar el libro de poesía firmado por ese mismo autor representa el fin de la palabra (poética) o el lugar donde la maldad y la ignorancia coincidían.
Como detective literario, salí en la búsqueda de la poesía de De la Serna. No figuraba en catálogos de Internet; recorrí librerías de viejo, consulté en bibliotecas de La Plata, hasta que di con un único ejemplar de Poesía y Meditación, Ediciones Almafuerte (1996). La tapa lleva una imagen de la bóveda de la catedral platense, por lo que ya se aprecia un tono cruzado y, en la solapa, la siguiente caracterización: “... crítico preocupado por las ideas disolventes en que se ha encarnado la sociedad...”. La serie de versos son de una lírica confesional trillada, hálito meditabundo de burócrata jubilado que se paga una edición para despuntar culpas y rendir cuentas con los fantasmas que lo persiguen y ante los que se justifica. Basten este puñado de palabras que reflejan al resto: “¿Quién conociera el peso de la historia / y su incidencia en el vivir futuro? / Con su irrumpir en varias direcciones / con tanto polvo sedimentando el alma, / con tanta pena crucificando al hombre / en inseguridad sin concesiones, / ¡quién pudiera desentrañar la suerte del angustiado permanentemente! / Un profundo arcano señorea el mundo / y el torrente de tiempo, vida y muerte / en medio de nuestro acaecer fecundo / se repite absurdo, obstinadamente... / escribir y borrar acto seguido / en el cuaderno de sufrir y el llanto / sin reparar en el que sufre tanto...”.
Alguna vez me detuve en la poesía del latinista Carlos A. Disandro, o me obsesiona dar algún día con el inhallable libro de poesía firmado por Eduardo E. Massera en su juventud, y que Claudio Uriarte se cansó de buscar. El libro de poemas del ex juez De la Serna forma parte de estas inquietudes y la paradoja consistía en rescatar del olvido el libro de un quemador de libros. Quién quemaría estos libros, aun cuando estén manchados de sangre o lejos estén de la Poesía, con mayúsculas. Cuando mi abuelo me contó la anécdota de su frustración ante el juez De la Serna, entonces yo decidí ser abogado. Pero también elegí la Poesía.
* Defensor juvenil.
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